“Antepongamos las caricias de Dios a nuestros errores y caídas”
Hoy el Señor resucitado se aparece a los discípulos y a ellos, que lo habían abandonado, les ofrece su misericordia, mostrándoles sus llagas. Las palabras que les dirige están puntuadas por un saludo, que aparece tres veces en el Evangelio de hoy: “¡La paz sea con vosotros!” (Jn 20, 19.21.26). ¡La paz sea con vosotros! Es el saludo del Resucitado que sale al encuentro de toda debilidad y error humanos. ¡Sigamos pues los tres paz a vosotros! de Jesús: descubriremos tres acciones de la misericordia divina en nosotros. Sobre todo da alegría; luego despierta el perdón; finalmente consuela en la fatiga.
1. En primer lugar, la misericordia de Dios da alegría, una alegría especial, la alegría de sentirse perdonados gratuitamente. Cuando en la tarde de Pascua los discípulos ven a Jesús y le oyen decir paz a vosotros por primera vez, se alegran (cfr. v. 20). Estaban encerrados en casa por miedo; pero también estaban encerrados en sí mismos, abrumados por una sensación de fracaso. Eran discípulos que habían abandonado al Maestro: en el momento de su arresto, habían huido. Pedro incluso lo había negado tres veces y uno de su grupo –¡precisamente uno de ellos!– había sido el traidor. Había motivos para sentirse no sólo asustados, sino fracasados, inútiles. En el pasado, sí, habían tomado decisiones valientes, habían seguido al Maestro con entusiasmo, compromiso y generosidad, pero al final todo se vino abajo; había prevalecido el miedo y habían cometido el gran pecado: dejar solo a Jesús en el momento más trágico. Antes de la Pascua pensaban que estaban hechos para grandes cosas, discutían sobre quién era el más grande entre ellos, etc. Ahora han tocado fondo.
¡En ese clima llega el primer paz a vosotros. Los discípulos deberían haberse sentido avergonzados, y en cambio se alegran. ¿Quien los entiende? ¿Por qué? Porque ese rostro, ese saludo, esas palabras desvían su atención de sí mismos hacia Jesús. En efecto, «los discípulos se llenaron de alegría –precisa el texto– al ver al Señor» (v. 20). Están distraídos de sí mismos y de sus fracasos y atraídos por sus ojos, donde no hay severidad, sino misericordia. Cristo no les recrimina el pasado, sino que les da la benevolencia de siempre. Y eso los reanima, infunde en sus corazones la paz perdida, les hace hombres nuevos, purificados por un perdón dado sin cálculos, un perdón dado sin méritos.
Esa es la alegría de Jesús, la alegría que también nosotros sentimos al experimentar su perdón. Nos ha pasado parecernos a los discípulos de la Pascua: después de una caída, un pecado, un fracaso. En esos momentos parece que no hay nada que hacer. Pero allí mismo el Señor hace de todo para darnos su paz: a través de una Confesión, de las palabras de una persona que se acerca, de un consuelo interior del Espíritu, de un acontecimiento inesperado y sorprendente... De diversas maneras Dios se ocupa de hacernos sentir el abrazo de su misericordia, una alegría que proviene de recibir “el perdón y la paz”. Sí, la alegría de Dios es una alegría que viene del perdón y deja la paz. Es así: nace del perdón y deja la paz; una alegría que levanta sin humillar, como si el Señor no supiera lo que está pasando. Hermanos y hermanas, recordemos el perdón y la paz recibidos de Jesús. Cada uno los ha recibido; cada uno tiene experiencia. ¡Hagamos un poco de memoria, nos vendrá bien! Antepongamos el recuerdo del abrazo y las caricias de Dios al de nuestros errores y nuestras caídas. Así alimentaremos la alegría. ¡Porque nada puede ser igual que antes para quien experimenta la alegría de Dios! Esa alegría nos cambia.
2. ¡Paz a vosotros! El Señor lo dice por segunda vez, añadiendo: «Como el Padre me envió, así también os envío yo» (v. 21). Y da a los discípulos el Espíritu Santo, para convertirlos en agentes de reconciliación: «A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados» (v. 23). No sólo reciben misericordia, sino que se convierten en dispensadores de esa misma misericordia que han recibido. Reciben ese poder, pero no en función de sus méritos, de sus estudios, no: es un puro don de la gracia, que sin embargo se apoya en su experiencia de hombres perdonados. Y me dirijo a vosotros, misioneros de la Misericordia: si cada uno no se siente perdonado, deteneos y no os hagáis misioneros de la Misericordia, hasta el momento de sentiros perdonados. Y de esa misericordia recibida podréis dar tanta misericordia, dar tanto perdón. Y hoy y siempre en la Iglesia, el perdón debe llegarnos así, por la humilde bondad de un confesor misericordioso, que sabe que no es poseedor de ningún poder, sino cauce de la misericordia, que derrama sobre los demás el perdón del que primero se benefició. Y de ahí viene ese perdonar todo, porque Dios perdona todo, todo y siempre. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón, pero Él siempre perdona. Y tendréis que ser canales de ese perdón, a través de vuestra experiencia de ser perdonados. No debemos torturar a los fieles que vienen con pecados, sino comprender lo que hay, escuchar y perdonar y dar buenos consejos ayudando a seguir adelante. Dios perdona todo: no hay que cerrar esa puerta...
«A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados». Estas palabras están en el origen del sacramento de la Reconciliación, pero no solo. Toda la Iglesia ha sido hecha por Jesús comunidad dispensadora de misericordia, signo e instrumento de reconciliación para la humanidad. Hermanos, hermanas, cada uno de nosotros recibió el Espíritu Santo en el Bautismo para ser hombre o mujer de reconciliación. Cuando experimentamos la alegría de ser liberados del peso de nuestros pecados, de nuestros fracasos; cuando sabemos de primera mano lo que significa renacer, después de una experiencia que parecía no tener salida, entonces necesitamos compartir el pan de la misericordia con quienes nos rodean. Sintámonos llamados a esto. Y preguntémonos: yo, aquí donde vivo, yo, en mi familia, yo, en el trabajo, en mi comunidad, ¿fomento la comunión, soy tejedor de reconciliación? ¿Me comprometo a desactivar los conflictos, a llevar el perdón donde hay odio, la paz donde hay resentimiento? ¿O caigo en el mundo del chismorreo, que siempre mata? Jesús busca en nosotros testigos ante el mundo de estas palabras suyas: ¡La paz sea con vosotros! He recibido la paz: se la doy al otro.
3. ¡La paz sea con vosotros!, repite el Señor por tercera vez cuando reaparece ocho días después a los discípulos, para confirmar la dudosa fe de Tomás. Tomás quiere ver y tocar. Y el Señor no se escandaliza por su incredulidad, sino que sale a su encuentro: «Pon aquí tu dedo y mira mis manos» (v. 27). Estas no son palabras de desafío, sino de misericordia. Jesús comprende la dificultad de Tomás: no lo trata con dureza y el apóstol se remueve por dentro ante tanta benevolencia. Y es así como de incrédulo se convierte en creyente, y hace la más sencilla y hermosa confesión de fe: «¡Señor mío y Dios mío!» (v. 28). Es una invocación hermosa, podemos hacerla nuestra y repetirla a lo largo del día, especialmente cuando experimentamos dudas y oscuridad, como Tomás.
Porque en Tomás está la historia de cada creyente, de cada uno de nosotros, de todo creyente: hay momentos difíciles, en los que la vida parece desmentir la fe, en los que estamos en crisis y necesitamos tocar y ver. Pero, como Tomás, es precisamente aquí donde redescubrimos el corazón del Señor, su misericordia. En esas situaciones, Jesús no viene a nosotros s triunfante y con evidencias abrumadoras, no hace milagros grandilocuentes, sino que ofrece cálidos signos de misericordia. Nos consuela con el mismo estilo del Evangelio de hoy: ofreciéndonos sus llegas. No olvidemos esto: ante los pecados, el peor pecado, el nuestro o el de los demás, siempre está la presencia del Señor que ofrece sus llagas. No olvidarlo. Y en nuestro ministerio de confesores debemos mostrar a las personas que ante sus pecados están las llagas del Señor, que son más poderosas que el pecado.
Y también nos hace descubrir las heridas de los hermanos y hermanas. Sí, la misericordia de Dios, en nuestras crisis y en nuestras luchas, nos pone muchas veces en contacto con los sufrimientos del prójimo. Pensamos que estábamos en el colmo del sufrimiento, en el colmo de una situación difícil, y descubrimos aquí, en silencio, que hay alguien que está pasando por peores momentos, períodos peores. Y, si cuidamos las llagas del prójimo y derramamos misericordia sobre ellas, renace en nosotros una nueva esperanza, que nos consuela en el cansancio. Preguntémonos, pues, si en los últimos tiempos hemos tocado las llagas de algún doliente en el cuerpo o en el espíritu; si hemos traído la paz a un cuerpo herido o un espíritu quebrantado; si hemos dedicado tiempo escuchando, acompañando, consolando. Cuando hacemos esto, nos encontramos con Jesús, que desde los ojos de los que son probados por la vida nos mira con misericordia y dice: ¡La paz esté con vosotros! Y me gusta pensar en la presencia de la Virgen entre los Apóstoles, allí, y cómo después de Pentecostés la pensamos como Madre de la Iglesia: me gusta mucho pensarla el lunes, después del Domingo de la Misericordia, como Madre de la Misericordia: que Ella nos ayude a seguir adelante en nuestro hermoso ministerio.