Francisco reflexionó durante la Audiencia general de hoy sobre la Semana Santa y su significado. Recordó que Jesús vino a traer la paz, pero no una paz política, sino respetuosa con la libertad de las personas
Queridos hermanos y hermanas:
En la catequesis de hoy reflexionamos sobre la paz que Cristo nos da. El domingo pasado, domingo de Ramos, contemplábamos la entrada de Jesús en Jerusalén, aclamado por la gente como rey. Muchos esperaban un Mesías poderoso que instaurara una “paz social”, obtenida por medio de la imposición y la fuerza. Jesús, en cambio, recorre otro camino, su paz no es la paz que ofrece el mundo. El modo de actuar de Dios siempre nos sorprende.
Jesús nos da su paz como rey de mansedumbre y humildad, con la entrega de sí mismo. Mientras que el poder mundano trae destrucción y muerte, la paz de Cristo edifica la historia, transformando los corazones de los que acogen su presencia salvadora. En este momento difícil, de agresión armada, estamos llamados a ser portadores de la paz de Cristo con las “armas” del Evangelio, que son la oración, la ternura, el perdón y el amor gratuito a todos, sin distinción.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! Estamos en el centro de la Semana Santa, que va desde el Domingo de Ramos al Domingo de Pascua. Ambos domingos se caracterizan por la fiesta que se hace en torno a Jesús. Pero son dos fiestas diferentes.
El domingo pasado vimos a Cristo entrar solemnemente en Jerusalén, como una fiesta, acogido como Mesías: y por Él se extienden mantos a lo largo del camino (cfr. Lc 19,36) y ramas cortadas de los árboles (cfr. Mt 21,8). La multitud exultante bendice a grandes voces al «Rey que viene», y aclama: «Paz en el cielo y gloria en las alturas» (Lc 19,38). Esa gente celebra porque ve en el ingreso de Jesús la llegada de un nuevo rey, que traería paz y gloria. Esa era la paz esperada por esa gente: una paz gloriosa, fruto de una intervención real, la de un mesías poderoso que liberaría Jerusalén de la ocupación de los romanos. Otros, probablemente, soñaban el restablecimiento de una paz social y veían en Jesús el rey ideal, que daría de comer a la multitud con el pan, como ya había hecho, y realizaría grandes milagros, trayendo así más justicia al mundo.
Pero Jesús nunca habla de esto. Tiene delante de sí una Pascua diferente, no una Pascua triunfal. Lo único que le preocupa para preparar su ingreso en Jerusalén es ir sobre «un pollino atado, sobre el que no ha montado todavía ningún hombre» (v. 30). Es así como Cristo trae la paz al mundo: a través de la mansedumbre y la docilidad, representadas en ese pollino atado, sobre el que no había montado nadie. Nadie, porque la forma de hacer de Dios es diferente a la del mundo. Jesús, de hecho, justo antes de Pascua, explica a los discípulos: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo» (Jn 14,27). Son dos modalidades diferentes: una forma como el mundo nos da la paz y otra forma como Dios nos da la paz. Son diferentes.
La paz que Jesús nos da en Pascua no es la paz que sigue las estrategias del mundo, que cree obtenerla por la fuerza, con las conquistas y varias formas de imposición. Esa paz, en realidad, es solo un intervalo entre guerras: lo sabemos bien. La paz del Señor sigue el camino de la mansedumbre y de la cruz: es hacerse cargo de los otros. Cristo, de hecho, tomó sobre sí nuestro mal, nuestro pecado y nuestra muerte. Tomó consigo todo esto. Así nos liberó. Él pagó por nosotros. Su paz no es fruto de un acuerdo, sino que nace del don de sí. Esa paz mansa y valiente, sin embargo, es difícil de acoger. De hecho, la multitud que alababa a Jesús es la misma que unos días después grita “crucifícale” y, asustada y desilusionada, no mueve un dedo por Él.
En este sentido, siempre resulta actual un gran relato de Dostoievski, la llamada Leyenda del Gran Inquisidor. Narra que Jesús, después de varios siglos, vuelve a la Tierra. En seguida es acogido por la multitud alegre, que lo reconoce y lo aclama. “¡Ah, has vuelto! ¡Ven, ven con nosotros!”. Pero después es arrestado por el Inquisidor, que representa la lógica mundana. Este lo interroga y lo critica ferozmente. El motivo final del reproche es que Cristo, aun pudiendo, nunca quiso convertirse en César, el rey más grande de este mundo, prefiriendo dejar libre al hombre en vez de someterlo y resolver los problemas por la fuerza. Habría podido establecer la paz en el mundo, doblegando el corazón libre pero precario del hombre en virtud de un poder superior, pero no quiso: respetó nuestra libertad. «Si hubieses aceptado −dice el Inquisidor a Jesús−, la púrpura de César, habrías fundado el imperio universal y dado la paz al mundo» (Los hermanos Karamazov, 345); y con sentencia cortante concluye: «Pues nadie ha merecido más que Tú la hoguera» (348). Ese es el engaño que se repite en la historia, la tentación de una paz falsa, basada en el poder, que después conduce al odio y a la traición de Dios y a tanta amargura en el alma.
Al final, según este relato, el Inquisidor querría que Jesús «le dijera algo, quizá también algo amargo, terrible». Pero Cristo reacciona con un gesto dulce y concreto: «se le acerca en silencio, y lo besa dulcemente en los viejos labios ensangrentados» (352). La paz de Jesús no domina a los demás, nunca es una paz armada: ¡nunca! Las armas del Evangelio son la oración, la ternura, el perdón y el amor gratuito al prójimo, el amor a todo prójimo. Es así como se lleva la paz de Dios al mundo. Por eso la agresión armada de estos días, como toda guerra, representa un ultraje a Dios, una traición blasfema al Señor de la Pascua, un preferir el falso dios de este mundo a su rostro manso. La guerra siempre es una acción humana para llevar a la idolatría del poder.
Jesús, antes de su última Pascua, dijo a los suyos: «No se turbe vuestro corazón ni se acobarde» (Jn 14,27). Sí, porque mientras el poder mundano deja solo destrucción y muerte −lo hemos visto en estos días−, su paz edifica la historia, a partir del corazón de cada hombre que la acoge. Pascua es entonces la verdadera fiesta de Dios y del hombre, porque la paz, que Cristo ha conquistado sobre la cruz con el don de sí mismo, nos ha sido dada a nosotros. Por eso el Resucitado, el día de Pascua, se aparece a los discípulos y ¿cómo les saluda?: «La paz con vosotros» (Jn 20,19.21). Ese es el saludo de Cristo vencedor, de Cristo resucitado.
Hermanos, hermanas, Pascua significa “paso”. Es, sobre todo este año, la ocasión bendecida para pasar del dios mundano al Dios cristiano, de la codicia que llevamos dentro a la caridad que nos hace libres, de la espera de una paz traída con la fuerza al compromiso de manifestar concretamente la paz de Jesús. Hermanos y hermanas, pongámonos delante del Crucificado, fuente de nuestra paz, y pidámosle la paz del corazón y la paz en el mundo.
Saludo cordialmente a los fieles de lengua francesa presentes hoy, de modo particular a los jóvenes. Cuando hay jóvenes hay ruido, ¿eh? ¡Y eso es hermoso! Esta mañana, pidamos al Señor prepararnos a vivir en unión con Él los días de la Pasión y de la Resurrección. Que nuestra oración acompañe en concreto a todos los que están pasando estos días santos en el abandono, la guerra y la dificultad. ¡Dios os bendiga!
Saludo a los peregrinos de lengua inglesa presentes en la audiencia de hoy, en particular a los provenientes de los Estados Unidos. Deseo a todos que la celebración de la Pascua sea un tiempo de gracia y de renovación. Sobre cada uno de vosotros y vuestras familias invoco la alegría y la paz del Señor Jesús.
Queridos fieles de lengua alemana, os invito a seguir interiormente el camino del Señor en las celebraciones litúrgicas del Triduo Pascual; camino de amoroso don de sí, que nos lleva a la verdadera paz que el Señor quiere para nosotros.
Saludo especialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los jóvenes que participan en el Encuentro internacional Univ 2022. En estos días santos acompañamos a Jesús en su Pasión, Muerte y Resurrección. Pidámosle que, así como Pascua significa “paso”, también nosotros seamos capaces de “dar pasos” de reconciliación. Y que su paz reine en nuestros corazones y en el mundo entero. Que Dios los bendiga. Muchas gracias.
Queridos peregrinos de lengua portuguesa. Mañana comenzamos la celebración del Triduo Sacro de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor, el Príncipe de la Paz. Pidámosle este dono del que el mundo tiene tanta necesidad. ¡Os deseo una feliz y Santa Pascua!
Saludo a los fieles de lengua árabe. Acercándose la fiesta de la Pascua, acordémonos de que Jesús es nuestra paz. Así pues, pongamos en Él nuestras preocupaciones y nuestros miedos. Porque el creyente es confiado incluso en la angustia y confía que con Jesucristo todo se volverá para nuestro bien. No tengáis miedo. ¡El Señor os bendiga a todos y os proteja siempre de todo mal!
Saludo cordialmente a todos los polacos. Este año celebráis de modo especial la Semana Santa y la Pascua: junto a muchos acogidos ucranianos. La Pascua es una fiesta de familia y vosotros, abriéndoles vuestras casas, os habéis convertido en sus familiares. Aunque la mayor parte de ellos celebrará estas fiestas una semana más tarde, según la tradición oriental, ya ahora todos juntos contempláis al Crucificado, y esperáis la resurrección de Cristo y la paz en Ucrania. Os bendigo de corazón.
Dirijo una cordial bienvenida a los peregrinos de lengua italiana. Ya está ante nosotros el Triduo pascual, culmen del año litúrgico y de la vida de la Iglesia. Os invito a disponer vuestros corazones para seguir con fe las celebraciones de los próximos días.
Mi pensamiento va finalmente, como de costumbre, a ancianos, enfermos, jóvenes y recién casados. En esta Semana Santa responded con generosidad a Cristo que nos llama a unirnos más profundamente a su muerte y resurrección. Él quiere colmarnos de su vida, dándonos una “esperanza que no defrauda”. ¡A todos mi bendición!
Fuente: vatican.va / romereports.com
Traducción de Luis Montoya
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