Buscamos ser políticamente correctos y no señalarnos y tragamos ruedas de molino
Con frecuencia me viene este pensamiento: qué valiente es esta persona que se pone de rodillas en el confesionario y con claridad y valentía se acusa de sus pecados, así “a tumba abierta”. Aunque la escena que relato es frecuente, no deja de admirarme. Ahora, que todo el mundo se justifica, que le echa las culpas al otro, hay valientes que reconocen su pecado, que no se engañan, que asumen sus acciones y sus consecuencias. Reconocer las faltas, equivocaciones y pecados es un modo muy bonito de ser rebeldes, de querer recorrer el camino de la libertad.
Pedir perdón es un acto de grandeza, de realismo y de libertad. Es romper las cadenas que nos atrapan y querer reparar el daño hecho. En el caso de la confesión, es un acto de fe y de humildad. Acercarse al sacerdote y decir: “Perdóname, padre, porque he pecado”, habla de la grandeza de una persona. Para saber perdonar, para ser ágil en el perdón, hace falta ejercitarse en pedirlo. Descubrir nuestra fragilidad sin asombrarnos es una muestra de realismo, por lo tanto, de humildad.
Sin darnos cuenta, nos hemos apuntado a un peligroso juego, más que el de El calamar: el de poner cara de like. Para quedar bien tenemos que decir que todo nos va fenomenal, que lo que nos pasa es normal, que somos felices, aunque la familia esté destrozada, aunque tengamos el alma rota. Buscamos ser políticamente correctos y no señalarnos y tragamos ruedas de molino y, además sonriendo. Pensamos que admitir un error, una dificultad es señal de fragilidad, es como una tacha en nuestro historial de Superman o Superwoman.
El Evangelio nos relata una preciosa historia: un hijo que abandona el calor del hogar paterno, dilapida toda su herencia viviendo malamente y acaba tirado en la calle, pasando hambre y frío. En este estado, en vez de llenarse de orgullo o justificarse, se dice a sí mismo: “Me levantaré e iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros”. Sabe pedir perdón, reconocer su culpa. Pero lo más bonito es la reacción del padre: “Cuando aún estaba lejos, lo vio su padre y se compadeció; y corriendo a su encuentro, se le echó al cuello y lo cubrió de besos”.
Luego viene la fiesta del perdón: “Vamos a celebrarlo con un banquete; porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado”. Cada vez que pedimos perdón o alguien lo otorga habría que hacer un festejo, celebrar el amor. Las relaciones nuestras con los demás y con Dios no son perfectas, son las propias de seres limitados, imperfectos. Por eso no están exentas de errores y fallos. Recomponerlas, pedir perdón y volver a empezar es lo normal.
La soberbia, que nos hace pensar que somos impecables y que pide a los demás que lo sean, desfigura la realidad de las cosas. Nos hace movernos en un escenario imaginario, irreal. Es la causa de muchas rupturas matrimoniales, de romper con los amigos, de alterar la buena marcha familiar, de hacernos pensar que lo que Dios pide es imposible. Creemos que la imperfección y el pecado son propios de los “malos” y, en cambio, son los que acompañan a los “buenos”.
Ante nuestros fallos y pecados reaccionamos, y es lógico, con el sentimiento de culpa; ante los de los demás, con el resentimiento. Pero estos sentimientos nos alteran y quitan la paz, nos enemistan con nosotros y con los demás. El perdón es el aceite que lo cura todo, que restablece el orden alterado. Ante el daño causado debemos reaccionar con un auténtico arrepentimiento, un dolor que nos lleva a pedir perdón y a reparar y curar la herida.
Arrepentirse, pedir perdón asumiendo la culpa, sirve de catarsis. De lo contrario, la herida no deja de supurar, provoca un constante malestar que nos entristece y que se exterioriza con el mal carácter, con la intolerancia hacia los demás. En ocasiones nos hace muy sensibles a ese mismo defecto que proyectamos a los otros. Eso que tanto nos molesta en el otro es realmente lo que me pasa a mí.
Una buena terapia es pedir perdón cada vez que caigamos. El ser conscientes de lo que cuesta hacer las cosas bien nos hará más indulgentes con los demás.
Para aprovechar bien estos pocos días que quedan de Cuaresma, deberíamos acercarnos al sacramento de la reconciliación. La confesión es la fábrica de la alegría, nos devuelve la paz, nos ayuda a rehacer la vida. Además, pedir perdón siempre es un acto de grandeza. Solo los fuertes saben pedir perdón. Solo los enamorados perdonan.