La piedad ha de ejercerse con todos. No debe excluirse de ella ni a quien haya obrado injustamente, ni a quien se haya dejado guiar por la ingenuidad o una generosidad mal entendida.
Para cualquier cristiano, las palabras conclusivas del Evangelio de Marcos suenan desde hace veinte siglos como un buen aldabonazo: “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura”. ¡Nada menos! A todo el mundo y a toda criatura… Es una misión ciclópea; tan abrumadora como ilusionante. Son explicables las urgencias de Francisco Javier y de tantos otros, apresurados por recorrer y convertir el globo terráqueo antes de que se les agotara el propio aliento… Mateo añade a su versión un par de matices que conviene no desatender: “Enseñad a todas las gentes… enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado”. O sea: todo a todos. No hay cláusulas de exclusión en el mensaje que debemos trasmitir; el sembrador deberá seguir echando su semilla sin escatimarla incluso entre las piedras y los abrojos, ya que nadie sabe de antemano si el terreno sembrado carece de una fecundidad escondida que está esperando quien le diga “¡Levántate y anda!”.
Hoy en día las civilizaciones, más que aliarse o guerrear entre sí, se rozan y entremezclan. Por eso es muy fácil llegar a conclusiones pesimistas sobre la posibilidad de alcanzar una verdad que a todos convenza. En lo que atañe a las religiones, la pregunta de si hay una que sobresalga entre las demás también parece más irresoluble que nunca. Los cristianos en muchos aspectos no somos mejores que el resto de los hombres. Si los judíos del Antiguo Testamento aprovechaban cualquier oportunidad para defraudar las expectativas que Dios había puesto en ellos, los hijos de la Iglesia salida de la Nueva Alianza también decepcionamos muchas veces a propios y extraños.
Pero hay algo que permite a un observador imparcial advertir un rasgo distintivo: nuestra doctrina no desmiente el calificativo de universal, católica. A diferencia de tantas asociaciones de uno u otro signo, en la nuestra sólo Dios se reserva el derecho de admisión, y únicamente lo ejercerá al final de los tiempos: por lo que a nosotros respecta, si objetivamente fuera posible, nadie debería verse excluido del mensaje. A diferencia de otros campos mejor trazados, más concienzudamente escardados o sistemáticamente sulfatados, en los jardines de la Iglesia la cizaña crece alegremente junto con el trigo: no es el momento para separar una de otra ni somos nosotros los llamados a hacerlo.
En definitiva, hemos de procurar que no se pierda ni agoste la buena simiente, aunque actúe entre nosotros un adversario que no respeta las reglas del juego. De ahí buena parte de los reproches que nos hacen los hijos del siglo, quienes tratan de compensar la ausencia de Dios que profesan, con la pureza supuestamente inmaculada de sus andanzas. Pero no importa: que sean ellos los que se ufanen de practicar tolerancia cero con estos o los de más allá. Para el cristiano fiel a su identidad, la lucha sólo va contra el mal, contra el pecado, pero no contra quien lo perpetra, puesto que Dios no nos ha autoriza a desesperar de la conversión de ningún pecador. La piedad que intentamos practicar es para todos.
Bien mirado, tiene su gracia la situación a la que hemos llegado. Diríase que, quienes echan tantas cosas en cara a los miembros (y sobre todo a la jerarquía) de la Iglesia, reivindican tolerancia casi infinita con el mal y en cambio intolerancia muy poco restringida contra los que amparan o perdonan a los malhechores arrepentidos. No trato con ello de excusar a quienes, teniendo el deber de custodia, han descuidado, no importa con qué motivo, tan elemental deber. Por otro lado, como proclama Nicolás Gómez Dávila en uno de sus aforismos: “A cierto nivel profundo toda acusación que nos hagan acierta”. Y sin duda yerra el que rechaza por sistema cualquier imputación que se le haga, y mucho más todavía quien blasona de una ejecutoria inmaculada. Pero una cosa es que los creyentes tengamos muchísimo que mejorar y otra que los que nos odian por el mero hecho de serlo se erijan en jueces supremos de moralidad, al mismo tiempo que ofician de fiscales y verdugos.
La denuncia de la injusticia es una virtud profética… en el supuesto claro está de no instrumentalizarla al servicio de otras causas, en especial la de perseguir a los enemigos o favorecer a los amigos. Sería deseable que quienes se dan tanta maña en acusar de villanos a pobres pastores víctimas de una culpable ingenuidad o de una generosidad mal entendida (y bueno será desde luego que éstos superen tanto una como otra), llegado el caso hubiesen sabido aplicarse a sí mismos y a sus aliados tan severas reprensiones. El mal sigue siendo el mal se mire como se mire. A la hora de cometerlo, el disimulo hipócrita es sin duda un agravante, pero desde luego tampoco sirve de atenuante el cinismo de quien a la cara presume de sus fechorías.
Según reza el proverbio “siete veces cae el justo”, muy pocos fieles de a pie ni pastores de la Iglesia pretenderán que no va con ellos el deber de darse golpes en el pecho y arrostrar todas consecuencias de las propias acciones y omisiones. Pero, o tenemos piedad con todos (malos incluidos) como enseñó nuestro Maestro, o mucho me temo que se iniciará una dinámica que al final no dará cuartel a ninguno (ni siquiera a los más inocentes). A tenor de lo que muchos dicen, pareciera que no hubiera pecados, sino tan solo pecadores imperdonables, que curiosamente coinciden con los que por alguna razón son objeto de su odio.