En la pasada catequesis, estimulados una vez más por la figura de san José, reflexionamos sobre el significado de la comunión de los santos. Y precisamente a partir de ella, hoy quisiera profundizar en la devoción especial que el pueblo cristiano siempre ha tenido por san José como patrono de la buena muerte. Una devoción nacida del pensamiento de que José murió con la asistencia de la Virgen María y de Jesús, antes de que dejaran la casa de Nazaret. No hay datos históricos, pero como ya no se ve más a José en la vida pública, se piensa que murió allí en Nazaret, con su familia. Y para acompañarlo en la muerte estaban Jesús y María.
El Papa Benedicto XV, hace un siglo, escribía que «a través de José vamos directamente a María, y, a través de María, al origen de toda santidad, que es Jesús». Tanto José como María nos ayudan a ir a Jesús. Y animando las piadosas prácticas en honor de san José, aconsejaba una en particular, y decía así: «Siendo merecidamente considerado como el más eficaz protector de los moribundos, habiendo muerto con la asistencia de Jesús y María, será cuidado de los sagrados Pastores inculcar y fomentar [...] aquellas piadosas asociaciones que se han establecido para suplicar a José en favor de los moribundos, como las “de la Buena Muerte”, del “Tránsito de San José” y “por los Agonizantes”» (Motu proprio Bonum sane, 25-VII-1920): eran las asociaciones de la época.
Queridos hermanos y hermanas, quizá alguno piense que este lenguaje y este tema sean solo un legado de pasado, pero en realidad nuestra relación con la muerte no se refiere nunca al pasado, está siempre presente. El Papa Benedicto decía, hace algunos días, hablando de sí mismo que “está ante la puerta oscura de la muerte”. Es hermoso dar las gracias al Papa Benedicto que a los 95 años tiene la lucidez de decir esto: “Yo estoy delante de la oscuridad de la muerte, a la puerta oscura de la muerte”. ¡Nos ha dado un buen consejo! La llamada cultura del “bienestar” intenta eliminar la realidad de la muerte, pero la pandemia del coronavirus la ha vuelto a poner en evidencia de forma dramática. Ha sido terrible: la muerte estaba por todos lados, y muchos hermanos y hermanas han perdido a personas queridas sin poder estar cerca de ellas, y eso ha hecho la muerte aún más dura de aceptar y de procesar. Me decía una enfermera que una abuela con covid que estaba muriendo le dijo: “Yo quisiera saludar a mis seres queridos, antes de irme”. Y la enfermera, valiente, tomó el móvil y la conectó. La ternura de esa despedida…
A pesar de esto, se intenta por todos los medios alejar el pensamiento de nuestra finitud, engañándonos así para quitarle su poder a la muerte y ahuyentar el miedo. Pero la fe cristiana no es una forma de exorcizar el miedo a la muerte, sino que nos ayuda a afrontarla. Antes o después todos iremos por esa puerta.
La verdadera luz que ilumina el misterio de la muerte viene de la resurrección de Cristo. He ahí la luz. Y escribe san Pablo: «Ahora bien, si se predica que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿cómo andan diciendo algunos entre vosotros que no hay resurrección de los muertos? Si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo ha resucitado. Y si no ha resucitado Cristo, vana es nuestra predicación, y vana también vuestra fe» (1Cor 15,12-14). Hay una certeza: Cristo ha resucitado, Cristo resucitó, Cristo está vivo entre nosotros. Y esa es la luz que nos espera detrás de esa puerta oscura de la muerte.
Queridos hermanos y hermanas, solo desde la fe en la resurrección podemos asomarnos al abismo de la muerte sin que el miedo nos abrume. No solo eso: podemos dar a la muerte un sentido positivo. De hecho, pensar en la muerte, iluminada por el misterio de Cristo, ayuda a mirar con ojos nuevos toda la vida. ¡Nunca he visto, detrás de un coche fúnebre, un camión de mudanzas! Detrás de un coche fúnebre: nunca lo he visto. Nos iremos solos, sin nada en los bolsillos del sudario: nada. Porque el sudario no tiene bolsillos. Esa soledad de la muerte: es verdad, no he visto nunca detrás de un coche fúnebre un camión de mudanzas. No tiene sentido acumular si un día moriremos. Lo que debemos acumular es la caridad, es la capacidad de compartir, la capacidad de no quedarnos indiferentes ante las necesidades de los demás. O, ¿qué sentido tiene pelearse con un hermano o una hermana, con un amigo, con un familiar, o con un hermano o hermana en la fe si después un día moriremos? ¿De qué sirve enfadarse, enojarse con los demás? Ante la muerte muchas cuestiones se redimensionan. ¡Es bueno morir reconciliados, sin dejar rencores ni remordimientos! Yo quisiera decir una verdad: todos estamos en camino hacia esa puerta, todos.
El Evangelio nos dice que la muerte llega como un ladrón, así dice Jesús: llega como un ladrón, y por mucho que intentemos tener bajo control su llegada, quizá programando nuestra propia muerte, sigue siendo un hecho que tenemos que afrontar y también tomar decisiones.
Dos consideraciones para los cristianos permanecen de pie. La primera: no podemos evitar la muerte, y precisamente por eso, después de haber hecho todo lo que humanamente es posible para cuidar a la persona enferma, resulta inmoral el encarnizamiento terapéutico (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2278). Esa frase del pueblo fiel de Dios, de la gente sencilla: “Déjalo morir en paz”, “ayúdalo a morir en paz”: ¡cuánta sabiduría! La segunda consideración tiene que ver con la calidad de la muerte, la calidad del dolor, del sufrimiento. De hecho, debemos estar agradecidos por toda la ayuda que la medicina se está esforzando por dar, para que a través de los llamados “cuidados paliativos”, toda persona que se prepara para vivir el último tramo del camino de su vida, pueda hacerlo de la forma más humana posible. Pero debemos estar atentos a no confundir esa ayuda con derivas inaceptables que llevan a matar. Debemos acompañar a la muerte, pero no provocar la muerte ni ayudar cualquier forma de suicidio. Recuerdo que se debe privilegiar siempre el derecho al cuidado y al tratamiento para todos, para que los más débiles, en particular los ancianos y los enfermos, nunca sean descartados. La vida es un derecho, no la muerte, que debe ser acogida, no suministrada. Y este principio ético concierne a todos, no solo a los cristianos o a los creyentes. Y yo quisiera subrayar aquí un problema social, pero real. Ese “planificar” —no sé si es la palabra adecuada—, o acelerar la muerte de los ancianos. Muchas veces se ve en una cierta clase social que a los ancianos, porque no tienen medios, se les dan menos medicinas que las que necesitarían, y esto es inhumano: eso no es ayudarles, eso es empujarles más rápido hacia la muerte. Y eso no es humano ni cristiano. Los ancianos deben ser cuidados como un tesoro de la humanidad: son nuestra sabiduría. Aunque no hablen, y estén sin sentido, siguen siendo el símbolo de la sabiduría humana. Son los que han hecho el camino antes que nosotros y nos han dejado muchas cosas bonitas, muchos recuerdos, mucha sabiduría. Por favor, no aislar a los ancianos, no acelerar la muerte de los ancianos. Acariciar a un anciano tiene la misma esperanza que acariciar a un niño, porque el inicio de la vida y el final es un misterio siempre, un misterio que debe ser respetado, acompañado, cuidado, amado.
Que san José pueda ayudarnos a vivir el misterio de la muerte de la mejor forma posible. Para un cristiano la buena muerte es una experiencia de la misericordia de Dios, que se hace cercana a nosotros también en ese último momento de nuestra vida. También en la oración del Ave María, rezamos pidiendo a la Virgen que esté cerca de nosotros “ahora y en la hora de nuestra muerte”. Precisamente por eso quisiera concluir esta catequesis rezando todos juntos a la Virgen por los agonizantes, por los que están viviendo este momento de paso por esa puerta oscura, y por los familiares que están viviendo un luto. Recemos juntos: Dios te salve María…