Un problema para la comunicación del bien es que los buenos son insoportablemente humildes
En vez de esto de ahora iba a publicar hoy un artículo estupendo. Un caballero había tenido un gesto heroico, emocionante, ejemplar; y yo lo glosaba con entusiasmo y (perdonen que lo diga) brillantez. Quedó redondo. Pero consulté con otro implicado los detalles del sucedido, éste se lo sopló al primero, y ha pedido que no diga nada, por favor, porque tampoco es para tanto, no quiere adornarse, etc. Me he resignado a hacer otro artículo, éste, a la carrera.
Qué incómodos son los santos y los héroes. Uno acaba maliciándose que se les sube a una peana para meter metros de distancia. La convivencia estrecha se hace dura. Por supuesto, por la implícita exigencia de emulación que emana a su paso. Pero si no nos mejoran con el ejemplo lo hacen con el trato: dan la lata directamente. Estoy seguro de que tanto Evelyn Waugh como Flannery O'Connor tienen páginas preclaras y muy jorobadas sobre el particular, aunque ahora no tengo tiempo de buscarlas.
Con mi abuela materna pasaba. Era tan servicial y sacrificada que hacía la vida muy tensa. Uno quería rendirle la reverencia debida a sus noventa años, pero, en cuanto te descuidabas, ella te estaba poniendo el té, trayendo ropa, ofreciéndote otro plato más de paella, subiendo la calefacción y desviviéndose por ti. Su amabilidad no se (ni nos) permitía un milímetro de descanso.
Tampoco me ha permitido descansar el anónimo mártir. Después de haberle escrito mi articulazo, anoche, hasta las tantas, tengo que hacer otro ahora a toda prisa. Con la amarga reflexión de que así nos va. Si los modélicos tienen tantos pruritos de humildad y no se dejan poner en el escaparate, al final el testimonio lo tenemos que dar los mediocres vanidosos, y todo queda de pena. A ver si lo del héroe anónimo más que por la confusión de la batalla es por la virtud del interfecto.
Nos queda el consuelo de cuántos actos hermosos de bondad nos perdemos por la humildad (ay) de sus protagonistas. El mundo es un lugar mucho mejor que su espectáculo. Y de repente uno tiene la tentación de marcarse un leproso. Esto es, de hacer como aquel al que Jesucristo curó su enfermedad y le dijo que no contase nada a nadie, pero él pasó y lo gritó por los caminos. ¡Cómo le entiendo! Sin embargo, me pueden encima los prejuicios de una educación burguesa. Si me han pedido que calle, callo. Los leprosos vocingleros me precederán también en el reino de la buena comunicación.