La red social supo en 2020 cómo dañaba la salud mental de sus usuarios más jóvenes, pero lo mantuvo en secreto. La revelación del documento provoca una avalancha de críticas contra la compañía, que sigue la pauta de los gigantes de Silicon Valley para multiplicar sus beneficios
La historia que se oculta en Instagram. En 10 años ha atraído a 1.000 millones de usuarios y propiciado el triunfo del egocapitalismo
«Agravamos los problemas de imagen corporal de una de cada tres mujeres adolescentes».
Así de contundente era una de las principales conclusiones a las que llegó un informe realizado por Instagram sobre su influencia en chicas jóvenes. Dicho de otra manera, la red social resulta especialmente dañina precisamente para quienes la usan con más frecuencia.
La investigación se llevó a cabo a lo largo de 2019 y 2020. Luego, se entregó a los más importantes ejecutivos de Facebook, la empresa que mueve los hilos en la red social de las fotos con comentarios, que decidió mantener estos datos en secreto en vez de actuar. Sin embargo, los documentos han sido obtenidos por The Wall Street Journal y su publicación ha provocado una avalancha de críticas contra la compañía que dirige Mark Zuckerberg.
No es para menos, porque los hallazgos del informe dejan a Instagram en muy mal lugar. «Las adolescentes culpan a Instagram por el aumento de su ansiedad y depresión», señala el documento secreto, donde queda reflejado que un 13% de las usuarias británicas y un 6% de las estadounidenses achacan a la red social sus pensamientos suicidas. Y remata: «Las chicas nos dicen que no les gusta la cantidad de tiempo que pasan en la app, pero sienten que tienen que aparecer ahí».
Parece lógico que una red social donde famosos, influencers, deportistas y ricos en general presumen de su cuerpo y su estilo de vida dañe la autoestima de algunos usuarios, que no suelen disponer de dietistas ni tiempo para hacer tanto deporte como ellos. Lo sorprendente es la naturalidad con la que Facebook asume la situación sin hacer nada.
Y, si hace algo, es mentir al respecto. El pasado mes de marzo, Zuckerberg afirmó ante el Congreso de EEUU lo siguiente: «Usar redes sociales para conectar con otras personas puede tener beneficios para la salud mental». Sobra decir que, cuando hizo tal afirmación, el CEO de Facebook ya conocía el informe que ahora ha visto la luz.
No resulta arriesgado suponer que Zuckerberg también estuviera al tanto de otros tantos informes realizados por terceros y que alcanzaron conclusiones parecidas a las suyas. Por ejemplo, el Pew Research Center de EEUU aseguró en 2018 que un 45% de los jóvenes se ve «superado» por las redes y que se siente obligado a subir contenido que les haga quedar bien ante los demás. Mientras, la Universidad de Cambridge, en colaboración con los servicios sociales de Reino Unido, señaló en un estudio de 2020 que «los jóvenes que pasan más de dos horas al día en redes sociales [..] son más propensos a sufrir problemas de salud mental».
Precisamente Instagram es la gran red social de los jóvenes. Un 40% de sus usuarios no llega a los 22 años, algo que contrasta con la población cada vez más envejecida -y, por tanto, menos interesante para la publicidad- de Facebook. Pero admitir que su producto daña la salud mental de los usuarios perjudicaría su modelo de negocio. De ahí que, en vez de paliar estos efectos, su estrategia haya sido redoblar sus esfuerzos para alcanzar a una población cada vez más joven.
Tampoco es justo culpar sólo a Facebook de algo que es habitual entre las grandes tecnológicas de Silicon Valley. Todas prefieren pedir perdón a pedir permiso y su manera habitual de disculparse es pagar multas millonarias. Por ejemplo, Google abonó 5.000 millones a la UE en 2018 por competencia desleal, una millonada que palidece al lado de los 137.000 millones que ingresó ese año.
La impunidad con la que actúan estas compañías ha sido incluso relatada por sus propios empleados. El famoso documental El dilema de las redes (Netflix, 2020) ya dejó claro que los empleados que crean estas herramientas, funciones y nuevos servicios saben bien lo que hacen. Por ejemplo, Tim Kendall, inventor del botón de Me gusta, sabía que iba a crear adictos. «Seguimos el manual de las grandes tabacaleras, trabajando para que nuestra oferta sea adictiva desde el principio», aseguró el ex responsable de monetización en Facebook.
La lista de rebotados es amplia y es habitual leer casos como el de Tim Bray, vicepresidente de Amazon Web Services, quien dejó su puesto tras ver cómo se despedía a otros empleados por señalar problemas dentro de la compañía. «Seguir en mi puesto habría significado estar de acuerdo con acciones que despreciaba, así que dimití», escribió en su blog en 2020.
Conclusión: las empresas tecnológicas desarrollan servicios y herramientas que pueden ser útiles y entretenidos, pero cuyo impacto sobre los consumidores no está claro. Cuando sus propios empleados hacen saltar las alarmas, nadie les escucha. Y cuando son pilladas in fraganti por las autoridades, asumen multas por cantidades que son insuficientes para disuadirles.
También fueron 5.000 millones los que pagó Facebook por el escándalo de Cambridge Analytica, que venía a demostrar que prácticamente cualquiera podía manipular a los usuarios de la red social con clarísimos fines políticos. De nuevo, una minucia: la empresa ingresó 85.000 millones en 2020.
Así, no resulta extraño que, cuando se ven obligados a tomar medidas, estas resulten insuficientes. Por ejemplo, Instagram obliga desde julio a que las cuentas de los menores de 16 años sean siempre privadas. Sin embargo, no limitan la cantidad de horas que pueden pasar conectados o las cuentas a las que pueden seguir, porque perderían ingentes cantidades de dinero. Hablaríamos de unos 20.000 millones pues, en otro ejemplo de opacidad, Facebook no hace público cuánto gana al año gracias a Instagram.
Bruno Toledano, en elmundo.es/
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