«Yo ya soy libre» es la réplica que se opone a la cultura de la cancelación. Cuando se nos silencia, se nos quiere sometidos y puros»
De la biografía me interesan los espacios habitables. Creo en las virtudes imperfectas y en la civilizada inteligencia de la moderación
Hay una escena memorable en la vida de Franz Jägerstätter, que Terrence Malick recoge en su película Una vida oculta. Detenido y torturado por los nazis, sus verdugos le propusieron que firmase el documento de afiliación al partido. «¿Por qué debería hacerlo?», preguntó desafiante el campesino austríaco. «Porque si firmas, serás un hombre libre», le replicaron. «Yo ya soy un hombre libre», contestó Jägerstätter. Es una respuesta que derriba muros y se aferra a la conciencia propia: no hay libertad desligada de la verdad. No la hay, porque la expresión lógica de su libertad –de nuestra libertad– es el hecho de que la conciencia personal no se vea silenciada. Esta es la lógica de la libertad (incluso etimológicamente, puesto que lógica proviene de logos, palabra): que nuestras voces sean oídas y respetadas en el debate público. Lo contrario, el acatamiento propio de la cancelación, el totalitarismo violento que no admite la discrepancia, destruye completamente la identidad de la persona. El requisito para mantener esta costosa libertad pasa por aceptar el sacrificio que exige el coraje, como prueba Franz Jägerstätter, testigo y mártir del siglo XX. No resulta una tarea fácil, desde luego.
«Yo ya soy libre» es la réplica que se opone a la cultura de la cancelación. Cuando se nos silencia, se nos quiere sometidos y puros. Puros de acuerdo a una pureza ajena e inhumana, puros conforme a una mordaza ideológica que tiene mucho de demencial. Un silencio sometido y puro que además excluye la posibilidad de perdón y, por tanto, del encuentro. Una curiosa paradoja señala que la cancelación busca mitos comunes, pero desecha todo lo que permitiría cohesionar una sociedad plural. Frente a ello, Jägerstätter –al igual que Václav Havel años después– nos muestra un camino estrecho pero efectivo: el valor de defender la verdad en cualquier circunstancia permite desenmascarar el mal y enfrentarlo a sus contradicciones insolubles. La realidad admite grandes cantidades de mentira, pero basta con una pequeña dosis de verdad dicha con valor para resquebrajar la arquitectura del sometimiento.
No deja de ser paradójico que, en todo el Antiguo Testamento, tan lleno de mandamientos y preceptos, en ningún momento Dios utilice el verbo «obedecer». Frente a las exigencias totalitarias del silenciamiento, los judíos optaron por una responsabilidad personal compartida, por una moral adulta que les permitiese caminar junto a los demás y con los demás. Y por una moral que, en definitiva, diese fruto. Porque lo crucial de una vida libre son sus frutos, es decir, la perseverancia en un camino que nos lleve más lejos, no de la mano –como a los niños–, sino autónomos como adultos. Ese es el sello auténtico de la identidad y de la conciencia: no aceptar la esclavitud impuesta ni el silenciamiento de las voces divergentes, pobres y humildes, imperfectas, profundamente humanas.