¡Necesitamos acogernos e integrarnos, caminar juntos, ser hermanas y hermanos todos!
Beatitudes, queridos hermanos Obispos, queridos sacerdotes, religiosas y religiosos, queridos catequistas, hermanos y hermanas, Χαίρετε! [¡Saludos!]
Me siento feliz de estar con vosotros. Deseo expresar mi agradecimiento al Cardenal Béchara Boutros Raï por las palabras que me ha dirigido y saludar con afecto al Patriarca Pierbattista Pizzaballa. Gracias a todos por vuestro ministerio y vuestro servicio; en particular a vosotras, hermanas, por la labor educativa que lleváis adelante en la escuela, tan frecuentada por niños de la isla, lugar de encuentro, de diálogo, aprendizaje del arte de construir puentes. ¡Gracias! Gracias a todos por vuestra cercanía a las personas, especialmente en los contextos sociales y laborales donde es más difícil.
Comparto mi alegría de visitar esta tierra, caminando como peregrino tras las huellas del gran Apóstol Bernabé, hijo de este pueblo, discípulo enamorado de Jesús, intrépido anunciador del Evangelio que, pasando entre las nacientes comunidades cristianas, veía la gracia de Dios en acción y se alegraba «y exhortaba a todos a permanecer fieles al Señor con corazón firme» (Hch 11, 23). Y yo vengo con el mismo deseo: ver la gracia de Dios obrando en vuestra Iglesia y en vuestra tierra, alegrarme con vosotros por las maravillas que el Señor hace y animaros a perseverar siempre, sin cansaros, sin desanimaros nunca. ¡Dios es más grande! Dios es más grande que nuestras contradicciones. ¡Adelante!
Os miro y veo la riqueza de vuestra diversidad. Es cierto, ¡una bonita “macedonia”! Todos diversos. Saludo a la Iglesia maronita, que en el curso de los siglos ha llegado a la isla en varias ocasiones, a menudo atravesando muchas pruebas, ha perseverado en la fe. Cuando pienso en el Líbano siento tanta preocupación por la crisis que pasa y advierto el sufrimiento de un pueblo cansado y probado por la violencia y el dolor. Llevo en mi oración el deseo de paz que sale del corazón de aquel País. Os agradezco lo que hacéis en la Iglesia, en Chipre. Los cedros del Líbano son citados muchas veces en la Escritura como modelos de belleza y grandeza. Pero también un gran cedro comienza de las raíces y lentamente germina. Vosotros sois esas raíces, trasplantadas a Chipre para difundir la fragancia y la belleza del Evangelio. ¡Gracias!
Saludo también a la Iglesia latina, aquí presente desde hace milenios, que en el tiempo ha visto crecer, junto a sus hijos, el entusiasmo de la fe y que hoy, gracias a la presencia de tantos hermanos y hermanas migrantes, se presenta como un pueblo “multicolor”, un auténtico lugar de encuentro entre etnias y culturas diversas. Ese rostro de Iglesia refleja el papel de Chipre en el continente europeo: una tierra de campos dorados, una isla acariciada por las olas del mar, pero sobre todo una historia que es cruce de pueblos y mosaico de encuentros. Así es también la Iglesia: católica, es decir, universal, espacio abierto donde todos son acogidos y alcanzados por la misericordia de Dios y la invitación a amar. No hay –que no haya– muros en la Iglesia católica. ¡Y esto no lo olvidemos! Nadie ha sido llamado aquí por proselitismo de predicador, nunca. El proselitismo es estéril, no da vida. Todos hemos sido llamados por la misericordia de Dios, que no se cansa de llamar, no se cansa de estar cerca, no se cansa de perdonar. ¿Dónde están las raíces de nuestra vocación cristiana? En la misericordia de Dios. No hay que olvidarlo nunca. El Señor no defrauda; su misericordia no defrauda. Siempre nos espera. No hay ni habrá muros en la Iglesia católica, ¡por favor! Es una casa común, es el lugar de las relaciones, es la convivencia de las diversidades: aquel rito, aquel otro rito…; uno piensa de aquel modo, aquella monja lo ve de aquel modo, aquella otra lo ve de aquel otro… La diversidad de todos y, en esa diversidad, la riqueza de la unidad. ¿Y quién hace la unidad? El Espíritu Santo. ¿Y quién hace la diversidad? El Espíritu Santo. Quien pueda entender que entienda. Él es el autor de la diversidad y es el autor de la armonía. San Basilio lo decía: “Ipse harmonia est”. Él es quien hace la diversidad de los dones y la unidad armónica de la Iglesia.
Queridísimos, ahora quisiera compartir con vosotros algo a propósito de san Bernabé, vuestro hermano y patrono, sacando de su vida y de su misión dos palabras.
La primera es paciencia. Se habla de Bernabé como de un gran hombre de fe y de equilibrio, que es elegido por la Iglesia de Jerusalén –se puede decir por la Iglesia madre– como la persona más idónea para visitar una nueva comunidad, la de Antioquía, compuesta por diversos conversos del paganismo. Es enviado a ir y ver qué está pasando, casi como un explorador. Allí encuentra personas que provienen de otro mundo, otra cultura, otra sensibilidad religiosa; personas que recién han cambiado de vida y por eso tienen una fe llena de entusiasmo, pero aún frágil, como al inicio. En toda esa situación la actitud de Bernabé es de gran paciencia. Sabe esperar. Sabe esperar a que el árbol crezca. Es la paciencia de ponerse constantemente en viaje; la paciencia de entrar en la vida de personas hasta entonces desconocidas; la paciencia de acoger la novedad sin juzgarla apresuradamente; la paciencia del discernimiento, que sabe captar los signos de la obra de Dios en todas partes; la paciencia de “estudiar” otras culturas y tradiciones. Bernabé tiene sobre todo la paciencia del acompañamiento: deja crecer, acompañando. No aplasta la fe frágil de los recién llegados con actitudes rigurosas, inflexibles, o con peticiones demasiado exigentes para el cumplimiento de los preceptos. No. Los deja crecer, los acompaña, los toma de la mano, dialoga con ellos. Bernabé no se escandaliza, como un padre o una madre no se escandalizan de los hijos, los acompañan, los ayudan a crecer. Tened en mente esto: las divisiones, el proselitismo dentro de la Iglesia no van. Deja crecer y acompaña. Y si debes reprochar a alguien, reprocha, pero con amor, con paz. Es el hombre de la paciencia.
Necesitamos una Iglesia paciente, queridos hermanos y hermanas. Una Iglesia que no se deja alterar ni perturbar por los cambios, sino que acoge serenamente la novedad y discierne las situaciones a la luz del Evangelio. En esta isla es precioso el trabajo que hacéis para acoger a los nuevos hermanos y hermanas que vienen de otras costas del mundo: como Bernabé, también vosotros estáis llamados a cultivar una mirada paciente y atenta, a ser signos visibles y creíbles de la paciencia de Dios que nunca deja a nadie fuera de casa, sin su tierno abrazo. La Iglesia en Chipre tiene estos brazos abiertos: acoge, integra, acompaña. Es también un mensaje importante para la Iglesia en toda Europa, marcada por la crisis de fe: no sirve ser impulsivo, ni agresivo, nostálgico o quejarse, pero es bueno seguir leyendo los signos de los tiempos y también los signos de la crisis. Hay que recomenzar a anunciar el Evangelio con paciencia, a tomar las bienaventuranzas de la mano, sobre todo para anunciarlas a las nuevas generaciones. A vosotros, hermanos obispos, quisiera deciros: sed pacientes pastores de la cercanía, no os canséis nunca de buscar a Dios en la oración, buscad a los sacerdotes en los encuentros, a los hermanos de otras confesiones cristianas con respeto y amor, a los fieles donde viven. Y a vosotros, queridos sacerdotes que estáis aquí, quisiera deciros: tened paciencia con los fieles, siempre dispuestos a animarlos, sed ministros incansables del perdón y de la misericordia de Dios. Nunca jueces rigurosos, siempre padres amorosos.
Cuando leo la parábola del hijo pródigo: el hermano mayor fue un juez riguroso, pero el padre fue misericordioso, la imagen del Padre que siempre perdona, es más, ¡que siempre nos está esperando para perdonar! El año pasado un grupo de jóvenes que hacen espectáculos, música pop, quisieron hacer la parábola del hijo pródigo, cantada en música pop y diálogos, quisieron hacer la parábola del hijo pródigo cantada en música pop y en diálogos... ¡Hermoso! Pero lo más lindo es la discusión final, cuando el hijo pródigo se acerca a un amigo y le dice: “No puedo seguir así. Quiero volver a casa, pero tengo miedo de que mi padre me cierre la puerta en la cara, me eche. Tengo este miedo y no sé qué hacer”. “¡Pero tu padre es bueno!”. “Sí, pero ya sabes... mi hermano está ahí calentándole la cabeza”. Hacia el final de esa ópera pop sobre el hijo pródigo, el amigo le dice: “Haz una cosa: escribe a tu padre y dile que quieres volver pero tienes miedo de que no te reciba bien. Dile a tu padre que, si quiere darte una buena bienvenida, ponga un pañuelo en la ventana más alta de la casa, así tu padre te dirá primero si te dará la bienvenida o te echará”. Ese acto termina. En el otro acto, el hijo se dirige a la casa de su padre. Y cuando está en camino, se vuelve y ve la casa de su padre: ¡estaba llena de pañuelos blancos! ¡Llena! Ese es Dios para nosotros. Ese es Dios para nosotros. No se cansa de perdonar. Y cuando el hijo empieza a hablar: “Ah, señor, he hecho...”. “Cállate”, le cierra la boca.
A los sacerdotes: por favor, no seáis rigurosos en la confesión. Cuando veáis que alguien está en problemas, le dices: “Entiendo, entiendo”. Eso no significa “manga ancha”, no. Quiere decir corazón de padre, como el corazón del Padre Dios. La obra que el Señor hace en la vida de cada uno es una historia sagrada: seamos apasionados de ella. En la variedad multiforme de vuestro pueblo, la paciencia también significa tener oídos y corazón para diferentes sensibilidades espirituales, diversas formas de expresar la fe, diferentes culturas. La Iglesia no quiere uniformar –¡por favor, no!–, sino integrar todas las culturas, todas las psicologías de las personas, con paciencia materna, porque la Iglesia es madre. Eso es lo que queremos hacer con la gracia de Dios en el itinerario sinodal: oración paciente, escucha paciente de una Iglesia dócil a Dios y abierta al hombre. Esa era la paciencia, uno de los aspectos de Bernabé.
En la historia de Bernabé hay un segundo aspecto importante que quería subrayar: su encuentro con Pablo de Tarso y su fraterna amistad, que le llevará a vivir justos la misión. Después de la conversión de Pablo, antes implacable perseguidor de los cristianos, «todos le temían, porque no creían que fuera discípulo» (Hch 9, 26). Aquí el Libro de los Hechos de los Apóstoles dice una cosa muy bonita: «Bernabé se lo llevó con él» (v. 27). Lo presenta a la comunidad, cuenta qué le ha pasado, le avala. Escuchemos ese “se lo llevó con él”. La expresión recuerda la misma misión de Jesús, que llevó con Él a los discípulos por los caminos de Galilea, que llevó consigo nuestra humanidad herida por el pecado. Es una actitud de amistad, una actitud de compartir la vida. Llevarse consigo es hacerse cargo de la historia del otro, darse tiempo para conocerlo sin etiquetarlo –¡el pecado de etiquetar a la gente, por favor!–, llevarlo a hombros cuando está cansado o herido, como el buen samaritano (cfr. Lc 10, 25-37). A eso se le llama fraternidad. Y esa es la segunda palabra que me gustaría deciros. La primera, paciencia; la segunda, fraternidad.
Bernabé y Pablo, como hermanos, viajan juntos para anunciar el Evangelio, incluso en medio de las persecuciones. En la Iglesia de Antioquía, «estuvieron juntos en aquella iglesia un año entero y adoctrinaron a una gran muchedumbre» (Hch 11, 26).Ambos, luego, por voluntad del Espíritu Santo, fueron reservados para una misión más grande y «navegaron rumbo a Chipre» (Hch 13, 4). Y la Palabra de Dios corría y crecía no solo por sus cualidades humanas, sino sobre todo porque eran hermanos en el nombre de Dios y su fraternidad hacía brillar el mandamiento del amor. Hermanos diversos, diferentes –como los dedos de una mano, todos distintos–, pero todos con la misma dignidad. Hermanos. Luego, como sucede en la vida, acontece un hecho inesperado: los Hecho cuentan que los dos tienen una fuerte discusión y sus caminos se separan (cfr. Hch 15, 39). También entre los hermanos se discute, a veces se pelea. Pablo y Bernabé, sin embargo, no se separan por motivos personales, sino porque están discutiendo sobre su ministerio, sobre cómo llevar adelante la misión, y tienen visiones diversas. Bernabé desea llevar de misión al joven Marcos, Pablo no quiere. Discuten, pero de algunas posteriores cartas de Pablo se intuye que entre los dos no quedó rencor. Es más, a Timoteo, que debe verlo en seguida, Pablo escribe: «Procura venir pronto […] Toma contigo a Marcos [¡justo a él!] y tráelo, porque me será útil para el ministerio» (2Tm 4, 9.11). Esa es la fraternidad en la Iglesia: se puede discutir sobre las visiones, sobre los puntos de vista –y conviene hacerlo, conviene, eso hace bien, un poco de discusión hace bien–, sobre sensibilidades e ideas diversas, porque es feo no discutir nunca. Cuando hay esa paz demasiado rigorista, no es de Dios. En una familia los hermanos discuten, intercambian los puntos de vista. Yo sospecho de los que no discuten nunca, porque tienen “agendas” escondidas, siempre. Esta es la fraternidad de la Iglesia: se puede discutir sobre las visiones, sensibilidades, ideas diversas, y en ciertos casos decirse las cosas a la cara con franqueza, eso ayuda en ciertos casos, y no decirlas por detrás con murmuraciones que no hacen bien a nadie. La discusión es ocasión de crecimiento y cambio. Pero recordemos siempre: se discute no para hacerse la guerra, no para imponerse, sino para expresar y vivir la vitalidad del Espíritu, que es amor y comunión. Se discute, pero seguimos siendo hermanos. Recuerdo, de niño, éramos cinco. Se discutía entre nosotros, fuertemente a veces, no todos los días, y luego en la mesa estábamos todos juntos. La discusión de la familia que tiene una madre, la madre Iglesia: los hijos discuten.
Queridos hermanos y hermanas, necesitamos una Iglesia fraterna que sea instrumento de fraternidad para el mundo. Aquí en Chipre existen tantas sensibilidades espirituales y eclesiales, varias historias de proveniencia, de ritos, de tradiciones diversas; pero no debemos sentir la diversidad como una amenaza a la identidad, ni debemos tener celos ni preocuparnos de los respectivos espacios. Si caemos en esa tentación crece el miedo, el temor genera desconfianza, la desconfianza lleva a la sospecha y antes o después lleva a la guerra. Somos hermanos, amados por un único Padre. Estáis inmersos en el Mediterráneo: un mar de historias diversas, un mar que ha acunado a tantas civilizaciones, un mar donde aún hoy desembarcan personas, pueblos y culturas de todas partes del mundo. Con vuestra fraternidad podéis recordar a todos, a Europa entera, que para construir un futuro digno del hombre hay que trabajar juntos, superar las divisiones, abatir los muros y cultivar el sueño de la unidad. ¡Necesitamos acogernos e integrarnos, caminar juntos, ser hermanas y hermanos todos!
Os agradezco lo que sois y lo que hacéis, la alegría con la que proclamáis el Evangelio y los esfuerzos y renuncias con que lo apoyáis y lo hacéis progresar. Ese es el camino diseñado por los santos apóstoles Pablo y Bernabé. Os deseo que seáis siempre una Iglesia paciente, que discierne, que nunca se asusta, que discierne, acompaña e integra; y una Iglesia fraterna, que da lugar al otro, discute pero permanece unida y crece en la discusión. Os bendigo a cada uno. ¡Y por favor seguid rezando por mí, porque lo necesito! Efcharistó! [¡Gracias!]
P.P. Francisco, en vaticannews.va/es
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