Para ser hijos de la consolación, antes de decir algo hay que escuchar, dejarse cuestionar, descubrir al otro, compartir
Beatitud, queridos obispos del Santo Sínodo, me alegro de estar entre vosotros y agradezco la cordial acogida. Gracias, querido hermano, por tus palabras, por la apertura de corazón y por el compromiso de promover el diálogo entre nosotros. Deseo extender mi saludo a los sacerdotes, diáconos y fieles de toda la Iglesia Ortodoxa de Chipre, con un pensamiento especial para los monjes y monjas, que con sus oraciones purifican y elevan la fe de todos.
La gracia de estar aquí me recuerda que tenemos un origen apostólico común: Pablo pasó por Chipre y luego llegó a Roma. Por tanto, descendemos del mismo ardor apostólico y nos une un solo camino, el del Evangelio. Por eso me gusta vernos en el mismo camino, en busca de una fraternidad cada vez mayor y de la unidad plena. En esta franja de Tierra Santa que difunde la gracia de esos lugares del Mediterráneo, es natural recordar tantas páginas y figuras bíblicas. Entre todas, me gustaría volver a referirme a san Bernabé, destacando algunos aspectos que pueden orientarnos en el camino.
«José, a quien los apóstoles dieron el sobrenombre de Bernabé» (Hch 4, 36). Así lo presentan los Hechos de los Apóstoles. Lo conocemos y veneramos pues a través de su apodo, tan indicativo era de su persona. Ahora, la palabra Bernabé significa a la vez “hijo de la consolación” e “hijo de la exhortación”. Es hermoso que ambas características, indispensables para el anuncio del Evangelio, se fundan en su figura. En efecto, todo verdadero consuelo no puede permanecer intimista, sino que debe traducirse en exhortación, orientando la libertad hacia el bien. Al mismo tiempo, toda exhortación en la fe sólo puede basarse en la presencia consoladora de Dios y estar acompañada por la caridad fraterna.
Así Bernabé, hijo de la consolación, nos exhorta como hermanos a emprender la misma misión de llevar el Evangelio a los hombres, invitándonos a comprender que el anuncio no puede basarse únicamente en exhortaciones generales, en la repetición de preceptos y normas que deben observarse, como a menudo se ha hecho. Debe seguir el camino del encuentro personal, prestar atención a las preguntas de la gente, a sus necesidades existenciales. Para ser hijos de la consolación, antes de decir algo hay que escuchar, dejarse cuestionar, descubrir al otro, compartir. Porque el Evangelio se transmite por comunión. Esto es lo que, como católicos, queremos vivir en los próximos años, redescubriendo la dimensión sinodal, constitutiva de ser Iglesia. Y en esto sentimos la necesidad de caminar más intensamente con vosotros, queridos hermanos, que realmente podéis ayudarnos a través de la experiencia de vuestra sinodalidad. Gracias por vuestra colaboración fraterna, que también se manifiesta en la participación activa en la Comisión mixta internacional para el Diálogo teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa.
Espero sinceramente que aumenten las posibilidades de encontrarnos, de conocernos mejor, de romper muchos prejuicios y de escuchar dócilmente nuestras respectivas experiencias de fe. Será una exhortación estimulante para que cada uno lo haga mejor y traerá a ambos un fruto espiritual de consuelo. El apóstol Pablo, de quien descendemos, habla a menudo de consolación y es bonito imaginar que Bernabé, hijo de la consolación, fue el inspirador de algunas de sus palabras, como las que, al comienzo de la segunda carta a la Corintios, nos recomienda consolarnos unos a otros con el mismo consuelo con que nos ha consolado Dios (cfr. 2Co 1,3-5). En este sentido, queridos hermanos, deseo aseguraros mi oración y mi cercanía y la de la Iglesia católica, en los problemas más dolorosos que os angustian, así como en las esperanzas más hermosas y atrevidas que os animan. Vuestras tristezas y alegrías nos pertenecen, ¡las sentimos nuestras! Y sentimos que también necesitamos mucho vuestra oración.
Más tarde –segundo aspecto– San Bernabé es presentado por los Hechos de los Apóstoles como «levita y chipriota de nacimiento» (Hch 4,36). El texto no añade más detalles, ni sobre su apariencia ni sobre su persona, pero inmediatamente después revela a Bernabé mediante una acción emblemática: «tenía un campo, lo vendió, trajo el dinero y lo puso a los pies de los apóstoles» (V. 37). Este magnífico gesto sugiere que para revitalizarnos en la comunión y en la misión también necesitamos el valor de despojarnos de lo que, aunque precioso, es terrenal, para favorecer la plenitud de la unidad. Ciertamente no me refiero a lo que es sagrado y ayuda al encuentro del Señor, sino al riesgo de absolutizar ciertas costumbres y hábitos, que no son esenciales para vivir la fe. ¡No nos dejemos paralizar por el miedo a abrirnos y realizar gestos audaces, no nos dejemos llevar por esa “irreconciliación de las diferencias” que no se refleja en el Evangelio! No permitamos que las tradiciones, en plural y con “t” minúscula, prevalezcan sobre la Tradición, en singular y con “T” mayúscula. Esta nos urge a imitar a Bernabé, a dejar atrás lo que, aunque bueno, puede comprometer la plenitud de la comunión, el primado de la caridad y la necesidad de unidad.
Bernabé, dejando lo que poseía a los pies de los Apóstoles, entró en sus corazones. También nosotros estamos invitados por el Señor, para redescubrirnos parte del mismo Cuerpo, a bajarnos a los pies de los hermanos. Por supuesto, en el campo de nuestras relaciones, la historia ha abierto grandes surcos entre nosotros, pero el Espíritu Santo desea que con humildad y respeto nos acerquemos. Nos invita a no resignarnos a las divisiones del pasado y a cultivar juntos el campo del Reino, con paciencia, diligencia y concreción. Porque si dejamos de lado las teorías abstractas y trabajamos juntos, por ejemplo en la caridad, en la educación, en la promoción de la dignidad humana, redescubriremos al hermano y la comunión madurará por sí misma, para alabanza de Dios. Cada uno mantendrá su propio modo y estilo, pero con el tiempo el trabajo conjunto aumentará la armonía y resultará fecundo. Así como estas tierras mediterráneas han sido embellecidas por el trabajo respetuoso y paciente del hombre, así, con la ayuda de Dios y con humilde perseverancia, ¡cultivemos nuestra comunión apostólica!
Por ejemplo, es un buen fruto lo que sucede aquí en Chipre en la iglesia de la “Toda Santa de la Ciudad de oro”. El templo dedicado a Panaghia Chrysopolitissa es hoy un lugar de culto para varias denominaciones cristianas, amado por la población y elegido a menudo para la celebración de bodas. Es, por tanto, signo de comunión de fe y de vida bajo la mirada de la Santa Madre de Dios, que reúne a sus hijos. En el interior del complejo también se encuentra la columna donde, según la tradición, San Pablo sufrió treinta y nueve latigazos por haber anunciado la fe en Pafos. La misión, como la comunión, pasa siempre por los sacrificios y las pruebas.
Precisamente una prueba –es el tercer aspecto que saco de la figura de Bernabé– marcó su historia y los inicios de la difusión del Evangelio en estas tierras. A su regreso a Chipre con Pablo y Marcos, encontró a Elimas, «mago y falso profeta» (Hch 13,6), quien se opuso a ellos con malicia, tratando de hacer tortuosos los caminos rectos del Señor (cfr. 8.10). Tampoco hoy faltan las falsedades y engaños que el pasado nos pone delante y entorpecen el camino. Siglos de división y distancias nos han hecho asimilar, incluso involuntariamente, no pocos prejuicios hostiles hacia los demás, prejuicios muchas veces basados en información escasa y distorsionada, divulgada por una literatura agresiva y polémica. Pero todo eso distorsiona el camino de Dios, que apunta a la armonía y la unidad. Queridos hermanos, ¡la santidad de Bernabé es elocuente también para nosotros! ¡Cuántas veces en la historia entre los cristianos nos hemos preocupado por oponernos a los demás en lugar de aceptar dócilmente el camino de Dios, que tiende a recomponer las divisiones en la caridad! Cuántas veces hemos magnificado y difundido los prejuicios contra los demás, en lugar de cumplir la exhortación que el Señor repitió especialmente en el Evangelio escrito por Marcos, que estuvo con Bernabé en esta isla: hacerse pequeños, servir los unos a los otros (cfr. Mc 9,35; 10,43-44).
Beatitud, me conmovió hoy, en nuestro diálogo, cuando hablaste de la Madre Iglesia. Nuestra Iglesia es madre, y una madre siempre reúne a sus hijos con ternura. Confiemos en esta Madre Iglesia, que nos reúne a todos y que con paciencia, ternura y valentía nos conduce por el camino del Señor. Pero, para sentir la maternidad de la Iglesia, todos debemos ir allí, donde la Iglesia es madre. Todos, con nuestras diferencias, pero todos hijos de la Madre Iglesia. Gracias por esa reflexión que hiciste hoy conmigo.
Invoquemos del Señor la sabiduría y el valor para seguir sus caminos, no los nuestros. Pidámoslo por intercesión de los santos. Leontios Machairas, cronista del siglo XV, definió Chipre como “Isla Santa” por la cantidad de mártires y beatos que estas tierras han conocido a lo largo de los siglos. Además de los más conocidos y venerados, como Bernabé, Pablo y Marcos, Epifanio, Bárbara, Spiridione, hay muchos otros: innumerables huestes de santos que, unidos en la única Iglesia celestial –la Iglesia Madre–, nos empujan a navegar juntos hacia el puerto que todos anhelamos. Desde arriba invitan a hacer de Chipre, ya puente entre Oriente y Occidente, un puente entre el Cielo y la tierra. Que así sea, para gloria de la Santísima Trinidad, para nuestro bien y para el bien de todos. Gracias.