El pueblo, en definitiva, tenía cuanto quería, y no era feliz. ¿Qué le faltaba?
Hay tres verbos que hoy nos ofrece la Palabra de Dios y que nos interpelan como cristianos y pastores en Europa: pensar, reconstruir, ver.
Pensar es lo que el Señor invita ante todo a hacer por medio del profeta Ageo: «Pensad bien en vuestra situación». Dos veces lo dice al pueblo (Ag 1, 5.7). ¿En qué aspectos de su situación debía pensar el pueblo de Dios? Escuchemos qué dice el Señor: « ¿Es momento de vivir en casas lujosas, mientras que el templo es una ruina?» (v. 4). El pueblo, vuelto del exilio, se había preocupado de arreglar sus
casas. Y ahora se contenta con estar cómodo y tranquilo en casa, mientras el templo de Dios está en ruinas y nadie lo reedifica. Esta invitación a pensar nos interpela: pues también hoy en Europa los cristianos tenemos la tentación de estar cómodos en nuestras estructuras, en nuestras casas y en nuestras iglesias, en nuestras seguridades dadas por las tradiciones, en la satisfacción de un cierto consentimiento, mientras todos los templos a nuestro alrededor se vacían y Jesús es cada vez más olvidado.
Pensemos: ¡cuántas personas ya no tienen hambre ni sed de Dios! No porque sean malas, no, sino porque falta quienes les haga tener el apetito de la fe y vuelva a encender esa sed que hay en el corazón del hombre: «la sed perpetua con el alma creada» de la que habla Dante (Paraíso, II,19) y que la dictadura del consumismo, dictadura ligera pero sofocante, tratar de extinguir. Muchos se dejan llevar solo por sentir necesidades materiales, no la falta de Dios. Y ciertamente nos preocupa, pero ¿cuánto nos importa realmente? Es fácil juzgar a quien no cree, es cómodo enumerar los motivos de la secularización, del relativismo y de tantos otros ismos, pero en el fondo es estéril. La Palabra de Dios nos lleva a pensar en nosotros: ¿sentimos afecto y compasión por los que no han tenido la alegría de encontrar a Jesús o la han perdido? ¿Estamos tranquilos porque, en el fondo, no nos falta nada para vivir, o estamos inquietos al ver a tantos hermanos y hermanas lejos de la alegría de Jesús?
Por el profeta Ageo, el Señor pide a su pueblo que piense en otra cosa. Dice así: «Coméis y no os llenáis; bebéis y seguís con sed; os vestís y no entráis en calor» (v. 6). El pueblo, en definitiva, tenía cuanto quería, y no era feliz. ¿Qué le faltaba? Nos lo sugiere Jesús, con palabras que perecen calcadas de las de Ageo: «Tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, […] estaba desnudo y no me vestisteis» (Mt 25, 42-43). La falta de caridad causa la infelicidad, porque solo el amor sacia el corazón. Solo el amor sacia el corazón. Encerrados en el interés por sus cosas, los habitantes de Jerusalén habían perdido el sabor de la gratuidad. Puede ser también nuestro problema: concentrarse en las diversas posiciones de la Iglesia, en debates, agendas y estrategias, y perder de vista el verdadero programa, el del Evangelio: el impulso de la caridad, el ardor de la gratuidad. La vía de salida de los problemas y de los encierres es siempre la del don gratuito. No hay otra. Pensémoslo.
Y después de haber pensado, está el segundo pasaje: reconstruir. «Reconstruid el templo», pide Dios a través del profeta (Ag 1, 8). Y el pueblo reconstruye el templo. Deja de contentarse con un presente tranquilo y trabaja por el futuro. Y como había gente que era contraria a eso, nos dice el Libro de las Crónicas que con una mano trabajaban las piedras, para construir, y con la otra mano la espada, para defender ese proceso de reconstrucción. No fue fácil reconstruir el templo. De eso necesita la construcción de la casa común europea: dejar las conveniencias de lo inmediato para volver a la visión de futuro de los padres fundadores, una visión –osaría decir– profética y de conjunto, porque no buscaban los consensos del momento, sino que soñaban el futuro de todos. Así se construyeron los muros de la casa europea y solo así se podrán reforzar. Esto vale también para la Iglesia, casa de Dios. Para hacerla bonita y hospitalaria, hay que mirar juntos al futuro, no restaurar el pasado. Desgraciadamente está de moda ese “restauracionismo” del pasado que nos mata, nos mata a todos. Ciertamente, debemos partir de los cimientos, de las raíces –eso sí, es verdad–, porque de ahí se reconstruye: de la tradición viva de la Iglesia, que nos funda en lo esencial, en el buen anuncio, en la cercanía y en el testimonio. De ahí se reconstruye, desde los fundamentos de la Iglesia de los orígenes y de siempre, de la adoración a Dios y del amor al prójimo, no de los gustos particulares, ni de los pactos y negociaciones que podamos hacer ahora, digamos, para defender la Iglesia o defender la cristiandad.
Queridos Hermanos, quisiera agradeceros este no fácil trabajo de reconstrucción, que lleváis adelante con la gracia de Dios. Gracias por estos primeros 50 años al servicio de la Iglesia y de Europa. Animémonos, sin ceder jamás al desánimo ni a la resignación: el Señor nos llama a una labor espléndida, a trabajar para que su casa sea cada vez más acogedora, para que cada uno pueda entrar y vivir, para que la Iglesia tenga las puertas abiertas a todos y nadie tenga la tentación de concentrarse solo en mirar y cambiar la cerradura. Las pequeñas cosas exquisitas… Y somos tentados. No, el cambio va por otra parte, viene de las raíces. La reconstrucción va por otra parte.
El pueblo de Israel reconstruyó el templo con sus propias manos. Los grandes reconstructores de la fe del continente hicieron lo mismo; pensemos en los Patronos. Pusieron en juego su pequeñez, confiando en Dios. Pienso en los Santos, como Martín, Francisco, Domingo, Pío al que recordamos hoy; en los patronos como Benito, Cirilo y Metodio, Brígida, Catalina de Siena, Teresa Benedicta de la Cruz. Empezaron por ellos mismos, por cambiar su vida acogiendo la gracia de Dios. No se preocuparon de los tiempos oscuros, de las adversidades y de algunas divisiones que siempre hay. No perdieron tiempo criticando y culpando. Vivieron el Evangelio, independientemente de la relevancia y la política. Así, con la fuerza mansa del amor de Dios, encarnaron su estilo de cercanía, de compasión y de ternura –el estilo de Dios: cercanía, compasión y ternura–; y construyeron monasterios, ganaron tierras, devolvieron alma a personas y países: ningún programa “social”, entre comillas, solo el Evangelio. Y con el Evangelio fueron adelante.
Reconstruid mi casa. El verbo está conjugado en plural. Toda reconstrucción se hace juntos, en el signo de la unidad. Con los demás. Puede haber visiones diversas, pero siempre debe preservarse la unidad. Porque, si custodiamos la gracia del conjunto, el Señor construye incluso allí donde nosotros no llegamos. La gracia del conjunto. Es nuestra llamada: ser Iglesia, un Cuerpo solo entre nosotros. Es nuestra vocación, en cuanto Pastores: reunir el rebaño, no dispersarlo ni preservarlo en agradables recintos cerrados. Eso es matarlo. Reconstruir significa hacerse artesanos de comunión, tejedores de unidad a todo nivel: no por estrategia, sino por Evangelio.
Si reconstruimos así, daremos la posibilidad a nuestros hermanos y hermanas de ver. Es el tercer verbo, con el cual se concluye el Evangelio de hoy, con Herodes que quería “ver a Jesús” (cfr. Lc 9, 9). Hoy como entonces se habla mucho de Jesús. En aquellos tiempos se decía: «Juan ha resucitado de entre los muertos […] Ha aparecido Elías […] Ha vuelto a la vida uno de los antiguos profetas» (Lc 9, 7-8). Todos apreciaban a Jesús, pero no comprendían su novedad y lo encerraban en esquemas ya vistos: Juan, Elías, los profetas... Pero Jesús no se puede encasillar en los esquemas de lo “escuchado” o de lo “ya visto”. Jesús siempre es novedad, siempre. El encuentro con Jesús te asombra, y si tú en el encuentro con Jesús no sientes asombro, no has encontrado a Jesús.
Muchos en Europa piensan que la fe es algo ya visto, que pertenece al pasado. ¿Porqué? Porque no han visto a Jesús obrar en sus vidas. Y a menudo no lo han visto porque nosotros con nuestra vida no lo hemos mostrado lo suficiente. Porque a Dios se le ve en los rostros y gestos de hombres y mujeres transformados por su presencia. Y si los cristianos, en vez de irradiar la alegría contagiosa del Evangelio, vuelven a proponer esquemas religiosos desgastados, intelectualistas y moralistas, la gente no ve al Buen Pastor. No reconoce a Aquel que, enamorado de cada una de sus ovejas, la llama por su nombre y la busca para ponérsela sobre los hombros. No ve a Aquel cuya increíble Pasión predicamos, precisamente porque Él solo tiene una pasión: el hombre. Ese amor divino, misericordioso e impactante es la perenne novedad del Evangelio. Y nos pide, queridos Hermanos, decisiones sabias y audaces, hechas en nombre de la loca ternura con la que Cristo nos salvó. No nos pide que demostremos, nos pide que mostremos a Dios, como hicieron los santos: no con palabras, sino con la vida. Pide oración y pobreza, pide creatividad y gratuidad. Ayudemos a la Europa de hoy, enferma de cansancio –esa es la enfermedad de la Europa de hoy–, a recuperar el rostro siempre joven de Jesús y de su esposa. Solo podemos darlo todo para ver esa belleza eterna.