Si estamos preocupados por el cariz que lleva el mundo, tendremos que tomar medidas
El domingo pasado, al terminar la misa, se me acercó una señora muy preocupada porque un hombre no llevaba bien puesta la mascarilla. Me sugirió, porque yo era la autoridad, según ella, que diese un aviso a los asistentes para que guardaran todas las medidas higiénicas a fin de nadie se contagiara. También estamos viendo estos días los efectos nocivos de la conjunción del calor y el exceso de nutrientes para los peces del Mar Menor. Si no tenemos cuidado, se puede romper el equilibrio ecológico con grave daño para todos.
También son muy repetitivas las noticias de delitos sexuales con un gran abanico de variantes. Estos desgraciados actos dejan muchas heridas, empezando en los que los cometen. Hay un escándalo mediático, social, que busca culpables mirando a otro lado, pero que no acierta en las verdaderas causas. Y, desde luego, no hay ninguna profilaxis, ninguna norma moral, más bien existe una temprana incitación al todo vale y al disfruta del asunto mientras puedas.
Con perdón, abunda el fariseísmo. Estos días estoy disfrutando de una serie, por cierto, gratuita, que se titula The Chosen, los Elegidos. Está basada en los Evangelios y es estupenda. Refleja de un modo plástico el entorno social, religioso y cultural que vivió Jesucristo. La tipología de los fariseos está muy lograda: son los guardianes de la Ley, de la religión, los maestros, los inquisidores, los perfectos. Contrastan los elegidos de Jesús: gente normal, sencilla, con defectos, pero con ganas de superarlos. Su característica es la alegría, la apertura, la libertad. No se alejan de los pecadores, ya que son conscientes de que ellos también lo son. Tienen en común un gran corazón, la alegría de haber sido elegidos para algo grande sin mérito alguno.
Leemos en el Evangelio: “Llamó Jesús de nuevo a la gente y les dijo: Escuchad y entended todos: nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los pensamientos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro”. El foco de contaminación es interno, somos yo y otros conmigo los portadores de los virus. En vez de acusar debería examinarme y curarme para dejar de ser tóxico.
No ser contaminantes. Los peores son los que se consideran sanos, los que tienen la solución para los demás y se descuidan ellos mismos. Los hipócritas. En la citada serie, junto al gremio fariseos, se encuentran los ocupadores romanos con los colaboracionistas; también la secta de los zelotes, que quieren restablecer el judaísmo con la violencia. Cada uno de estos grupos vela por sus propios intereses, van a lo suyo y consideran enemigos a los otros. Contrastan Jesús y los suyos, que se dedican a hacer el bien dando gloria a Dios. No se consideran enemigos de nadie, aunque levanten envidias. Al final serán la diana de todos los demás. ¡Qué pena da la pobre condición humana incapaz de reconocer el bien, cegada por sus prejuicios y vicios!
Si realmente estamos preocupados por el cariz que lleva el mundo tendremos que tomar alguna medida; lamentarse y criticar no llevan a nada. Veamos cómo anda nuestro corazón, lo podemos confrontar con nuestras obras. Si todo lo veo mal, si pienso que estoy rodeado de imperfectos, si destilo hiel, si todo me molesta es que estoy invadido por los miasmas. Hay en mi interior una septicemia generalizada. Me vendría bien pararme, aislarme, llamar a las cosas por su nombre: soy esclavo del consumismo, estoy atrapado por la sexualidad, me he encerrado en mi egoísmo, hace mucho tiempo que no me confieso, no soy coherente con mis ideales… Y a recomenzar.
Dice el Papa: “El hipócrita es una persona que finge, adula y engaña porque vive con una máscara en el rostro y no tiene el valor de enfrentarse a la verdad. Por esto, no es capaz de amar verdaderamente −un hipócrita no sabe amar−, se limita a vivir de egoísmo y no tiene la fuerza de demostrar con transparencia su corazón”.
Vivir en la verdad, enfrentarnos a ella, aunque nos duela, es el camino de la autenticidad. Es el mejor antídoto. Y la verdad no es la mía o la tuya, nadie está en posesión de ella. Es mucho más grande que nosotros mismos, sale a nuestro encuentro. Es una luz que puede cegar por su resplandor, pero que lo pone todo en su sitio. Es lo real, lo que queda, lo que soluciona los problemas. Muchas veces, el simple hecho de reconocer las cosas, mis hechos, de llamarlas por su nombre, tiene la eficacia de curar mis enfermedades, los males de la sociedad. La Verdad es Cristo que sale a nuestro encuentro.