Nuestros veranos no suelen ser los de los spots publicitarios porque, entre otros motivos, tenemos hijos, tenemos padres, tenemos abuelos, tenemos nietos. Tenemos familia, tenemos vínculos
"Cuando me encuentro mal, cuando me siento desbordada, cuando siento que me superan los problemas, también cuando me he encontrado apaleada después de los partos... sueño con estar dentro de uno de esos anuncios que cada verano hace Estrella Damm...". Me contaba así hace unos meses una divertida mujer que pasó por mi consulta, madre joven ella. Se le iba el pensamiento a "esa cala preciosa, agua cristalina, luz de atardecer, luciendo un tipazo que nunca tendré, en compañía de gente sonriente y relajada con cara de actores y actrices del momento, música fresca y emotiva, chiringuito de madera con estilo... Menorca, por supuesto". Me preguntaba a ver si esto que le sucedía interiormente no podría definirse como un síndrome psicológico, qué graciosa. A todos nos gustan esos anuncios, qué bien hechos están. Nos gustan porque hacen resonar un deseo interno. Un deseo de descanso, de paz, de disfrute, que tiene relación, no sé si menor o mayor, con ese anhelo de plenitud que todos llevamos dentro. Y cuando nos planteamos las vacaciones cada año, de alguna manera pensamos en poder gozar un poquito de algo de eso.
Estamos exprimiendo agosto. Muchos de vacaciones, otros trabajando. Algunos, ni trabajando ni de vacaciones. Yo tengo el privilegio de estar trabajando, habiendo estado ya de vacaciones. Tengo primero el privilegio de tener trabajo y el privilegio especial de trabajar en el cuidado de otros. Tengo también el privilegio de tener salud, aunque me moleste el pie, bendito problema. Que cada uno repase sus motivos para saberse privilegiados, seguro que son muchos.
Esta semana me contaba otra paciente cómo está siendo su verano. Madre divorciada con dos hijos adolescentes. Su marido le anulaba. "He aprendido a vivir creyéndome sin derecho a ser feliz". Su hijo mayor consume drogas, maltrata verbalmente a su madre como antes lo hiciera su padre, y lo que más le duele a ella es que es desagradecido. Su hijo menor tiene buen corazón, le apoya, a la vez que vive con miedo, por el día a día con su hermano. "Me siento desbordada, todo me sobrepasa, no tengo fuerzas". Qué menos. Iban a ir a pasar unos días a una casa familiar, pero, cuando estaban casi montados en el coche, su padre le dice que es su hermano quien va a ir a la casa, que no tienen sitio. Llora. "Ni mi padre, ni mi hermano me consideran. Solo tengo a mis hijos, es suficiente, aunque me dan preocupaciones. Si al menos hubiera podido descansar unos días...". Y yo que me quejo por nimiedades.
En agosto vienen pacientes pidiendo ayuda, como siempre, pero también de una manera distinta. Pacientes a quienes sus cuidadores se han ido a descansar, pacientes sin vacaciones. Esto sucede en psiquiatría, pero colegas de otras especialidades pueden decir lo mismo: enfermos crónicos, dolor, discapacidad, envejecimiento, limitaciones. Historias y personas que nos recuerdan que el sufrimiento no tiene vacaciones.
Quizá el contraste entre los anuncios con playas de ensueño y la paciente que me removió haya sido demasiado, algo forzado incluso, pero nos puede ayudar. Hay también muchos ejemplos cercanos que nos hablan de las limitaciones de la vida, sin necesidad de irnos a los extremos de la enfermedad, del hambre o de las situaciones de guerra, que no deja de haberlas. Basta pensar en el día a día. Nuestros veranos no suelen ser los de los spots publicitarios porque, entre otros motivos, tenemos hijos, tenemos padres, tenemos abuelos, tenemos nietos. Tenemos familia, tenemos vínculos. Tenemos responsabilidades que asumimos y no queremos eludir ni un segundo. Es un problema cuando planteamos las vacaciones sin contar con nuestros lazos, cuando condicionamos nuestro descanso a unos días en los que solo luce el sol, sin mucho calor ni mosquitos, con noches divertidas y tranquilas a la vez, con hijos que no dan problemas y ni siquiera preocupaciones... esto ocurre pocas veces. No digo que nunca, pero pocas veces. Porque aquellos a los que cuidamos son niños, o son adolescentes, o son adultos, que podemos dar más quebraderos de cabeza que niños y adolescentes.
Lo previsible, por tanto, da mucho juego de por sí. Pero es que además están los imprevistos. Pensemos en veranos que hemos vivido en los que casi siempre suceden "cosas", a la vez que son maravillosos. El niño que se estozola con la bici. El que casi se ahoga. Fractura del brazo y escayola, se acabó la piscina. Abuela a quien cuidamos con cariño todo el verano, con su silla de ruedas, haciendo lo que sea necesario. Y las personas queridas y cercanas que mueren en verano, la muerte tampoco sabe de vacaciones. ¿Voy a tener que pasar uno de mis días de descanso en un servicio de Urgencias porque al tontolaba de mi hijo se le ha ocurrido romperse la nariz con la raqueta? Gracias a Dios, no reaccionaban así los que nos querían, y tampoco nosotros nos comportamos así con los que cuidamos.
Sin duda, una de las claves en el camino de la felicidad está en aceptar la realidad como es, sin autoengañarnos imaginando que no tiene aristas. Esto se aplica también a nuestra planificación de las vacaciones. Cuando esperamos levantarnos cada día con el sonido de los pájaros y pasar el día con banda sonora de fondo, entonces lo pasamos mal. Si planteamos el día a día con apertura, no nos asustamos ante las cosas que suceden y nos levantamos cada día para disfrutar dándonos. Entonces, visitar un hospital en el mes de agosto, aunque deseamos que no sea necesario, puede convertirse en una experiencia de transformación que nos ayuda a crecer en gratitud como actitud existencial.
Oye, pues a mi no me pasan esas cosas en vacaciones. Oye, pues que Dios te conserve la salud, a ti y a tu familia. Mi intención era compartir con aquellos a los que les pasan cosas, que somos mayoría. Seguro que somos capaces de encontrar el truco para ajustar la perspectiva y conseguir que no solo las vacaciones sino todo el año sean mejores que un anuncio de televisión.