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Definitivamente, el Concilio se irradia hasta hoy con estímulos y desafíos importantes que deberían dar los frutos tan esperados
Hace cincuenta años que se inauguraba el Concilio Ecuménico Vaticano II, sin duda el acontecimiento colectivo más importante de los últimos ciento cincuenta años en la Iglesia Católica. El entonces joven teólogo Joseph Ratzinger actuó como perito conciliar. Hoy es el Romano Pontífice, Benedicto XVI. En la última Audiencia General recordaba «la alegría, la esperanza y el impulso que nos dio a todos nosotros participar en este evento de luz, que irradia hasta hoy».
Sin embargo, algunos, como el P. González Faus, piensan que el Concilio Vaticano II fue una “primavera fugaz” y por él hay que entonar un réquiem (La Vanguardia 10.X.12, p. 24, reproducido aquí). No lo comparto, en absoluto. Diría más bien que el Concilio ha sido una primavera prolongada. Eso sí, con abundantes tempestades, inclemencias y granizadas, consecuencia de malas interpretaciones teológicas y de una notoria tibieza de muchos cristianos. El Concilio ya ha dado algunos frutos y estoy convencido que dará muchos más. Dios cuenta con el tiempo.
Leyendo atentamente los argumentos de González Faus, aprecio en ellos una visión muy sesgada de la Iglesia. Al destacar diez enseñanzas fundamentales del Concilio, hace una particular selección en la que predominan cuestiones relativas al poder eclesiástico y su ejercicio, y una gran preocupación por delimitarlo. Silencia, en cambio, que la Iglesia es visible y espiritual a un tiempo, como señala uno de los documentos más significativos el propio Concilio en la Constitución Lumen Gentium (LG) (n. 8). La única imagen de la Iglesia aportada es la de “Pueblo de Dios”; imagen que le permite aplicar muchas categorías sociológicas al aspecto humano de la Iglesia (poder, estructuras, condición igualitaria de sus miembros, colaboración con el mundo). La imagen de “Pueblo de Dios” es importante, pero no es la única. La Iglesia es también cuerpo místico de Cristo, redil, edificación de Dios, esposa de Cristo... (LG, 6-7) Es cierto que todos los bautizados son igualmente fieles, pero también es verdad que, por voluntad de Cristo, la Iglesia tiene una constitución jerárquica (LG, cap III) y en Ella existe un sacerdocio ministerial, esencialmente diferente del sacerdocio común de todos los fieles (LG 10). De la liturgia destaca la importancia de hacerla participativa y asequible, pero no subraya la presencia de Cristo en la liturgia y la importancia de las disposiciones personales, de lo que también habla el Concilio. Según el Dr. Joan Antoni Mateo, «hace cuarenta años que Faus y todos sus adláteres están cantando la misma palinodia. En el fondo se trata de una lectura parcial y sesgada del Concilio...».
Con todos mis respetos, creo que posturas como la del P. González Faus no sólo son sesgadas, sino que pertenecen al pasado. Ahora lo más relevante es plantearse algunos mensajes claves del Concilio que, a pesar de los esfuerzos de los últimos papas, siguen sin ser asimilados por amplios sectores del pueblo fiel. Son retos que es preciso afrontar con fe y decisión. Citaré diez, sin ánimo de ser exhaustivo y sin pretensión alguna de pontificar sobre si son las enseñanzas fundamentales del Vaticano II, aunque muchos seguramente coincidirán en que son de gran importancia. Son éstos:
1. Revitalizar la fe. Para Benedicto XVI una de las lecciones más simples y fundamentales del Concilio es que «el cristianismo en su esencia consiste en la fe en Dios y en el encuentro con Cristo, que orienta y guía la vida». Por ello lo más importante es que «se vea, de nuevo, con claridad, que Dios está presente, nos mira, nos responde; y que, por el contrario, cuando falta la fe en Él, cae lo que es esencial, porque el hombre pierde su dignidad».
2. Asimilar y responder a la llamada universal a la santidad, ya que «todos los fieles cristianos, en las condiciones, ocupaciones o circunstancias de su vida, y a través de todo eso, se santificarán más cada día si lo aceptan todo con fe de la mano del Padre celestial y colaboran con la voluntad divina, haciendo manifiesta a todos, incluso en su dedicación a las tareas temporales, la caridad con que Dios amó al mundo» (Lumen Gentium, 41).
3. Tomar plena conciencia de la misión de los laicos, a los cuales «corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios» (Lumen Gentium, 31).
4. Vivir la centralidad de la Eucaristía, recordando que los fieles, «participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella». Y, junto con la eucaristía y en estrecha relación con ella, valorar el sacramento de la penitencia, en el que los fieles obtienen «de la misericordia de Dios el perdón de la ofensa hecha a Él y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia» (Lumen Gentium, 11).
5. Acentuar la sacralidad de la liturgia, más allá de la participación externa y visualidades compartidas, ya que toda celebración litúrgica por ser «obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia» (Sacrosantum Concilium, 7).
6. Lograr que los corazones de los fieles se llenen con la lectura y estudio de la Sagrada Escritura, con lo que «es de esperar un nuevo impulso de la vida espiritual de la acrecida veneración de la palabra de Dios que “permanece para siempre”» (Dei Verbum, 26).
7. Asumir por parte de todos el deber y el derecho de hacer apostolado que tienen los fieles laicos, y no sólo los pastores. El Concilio recuerda que «los cristianos seglares obtienen el derecho y la obligación del apostolado por su unión con Cristo Cabeza (...) Por consiguiente, se impone a todos los fieles cristianos la noble obligación de trabajar para que el mensaje divino de la salvación sea conocido y aceptado por todos los hombres de cualquier lugar de la tierra» (Apostolicam actuositatem, 3).
8. Vivir con unidad de vida, que implica, entre otras cosas, armonizar la autonomía de las tareas temporales con el orden moral (Gaudium et Spes, 36). Sigue siendo verdad, como advertían los padres conciliares, que «el divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época» (Gaudium et Spes, 43).
9. Redescubir la necesidad de conocer y vivir la doctrina cristiana sobre la sociedad humana, en aspectos tan cruciales como el trabajo, la familia, la economía y la participación en la vida pública, entre otros (Gaudium et Spes, 23ss).
10. Lograr una efectiva transmisión de la fe en la educación, recordando que la educación cristiana no persigue solamente la madurez de la persona, «sino que busca, sobre todo, que los bautizados se hagan más conscientes cada día del don de la fe, mientras son iniciados gradualmente en el conocimiento del misterio de la salvación; aprendan a adorar a Dios Padre en el espíritu y en verdad...» (Gravisimum educationis, 2).
Definitivamente, el Concilio se irradia hasta hoy con estímulos y desafíos importantes que deberían dar los frutos tan esperados.
Domènec Melé
(*) Publicado originariamente por el autor, el 16.X.2012, en su blog: http://blog.iese.edu
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