El deseo de ser felices está escrito en nuestra naturaleza
Existe una inclinación natural del ser humano hacia la felicidad, una llamada a la plenitud, al bienestar. Vivimos enfocando nuestro recorrido hacia una realidad que genere satisfacción. Todos queremos ser felices y tener una vida agradable. La persona tiende a la vida, no a la muerte, aunque esta forme parte de nuestra historia. Tenemos un instinto de supervivencia que moviliza recursos para seguir delante en el camino.
Tan natural es el deseo de felicidad, que numerosas psicopatologías están relacionadas con la ausencia de motivación, con el deseo de muerte, con la desesperanza. Elementos contrarios a la sensación de bienestar. Cuando el deseo de ser felices se desdibuja, es que algo no va bien.
En función de esa búsqueda de plenitud nos vamos desarrollando, tomamos decisiones, elegimos una carrera, un empleo, elegimos las personas con las que compartir nuestra vida, establecemos un estilo de vida. Sin embargo, en contra de nuestro deseo de felicidad, nos sentimos fácilmente insatisfechos, frustrados, tristes, decepcionados. Sufrimos, y el sufrimiento parece no ser amigo de la felicidad.
Entonces, si lo natural es ese deseo de plenitud, ¿por qué es tan difícil alcanzarlo? ¿por qué nos sentimos tan insatisfechos?
Quizá el problema resida en un concepto equivocado de felicidad, en entenderla únicamente como algo placentero, con el “todo va bien”. Quizá el error esté en buscar bienestar en aguas que jamás llegan a saciar como desearíamos. El reto es entender qué es realmente la felicidad y a partir de un concepto bien elaborado, enfocarnos en aquellos pozos que sí nos acercan a la plenitud deseada, que nos ayudan a conectar con el sentido de la vida.
Durante años se ha dado vueltas al concepto de felicidad. Desde los filósofos clásicos hasta los pensadores más actuales han mostrado interés en la felicidad como experiencia y como concepto.
Sócrates escribió que “el secreto de la felicidad no se encuentra en la búsqueda de más, sino en el desarrollo de la capacidad para disfrutar de menos”. Séneca afirmaba “Las grandes bendiciones de la humanidad están dentro de nosotros y a nuestro alcance. El sabio se contenta con su suerte, sea cual sea, sin desear lo que no tiene”. Ortega y Gasset definía la felicidad como “la vida dedicada a ocupaciones para las cuales cada hombre tiene singular vocación”. Actualmente, la Real Academia de la Lengua ofrece una definición de felicidad como “estado de grata satisfacción espiritual y física”.
En todas estas perspectivas hay algo en común, que la felicidad parece estar más relacionada con un estado interno de la persona que con elementos externos.
Si esto resultara cierto, tendría sentido la frustración que se experimenta cuando se busca colmar los anhelos del corazón con lo material, con dinero, con viajes, con afectos, con sexo, con consumo, con experiencias. Sería razonable no encontrar en ellos una satisfacción plena.
Por otra parte, en la búsqueda de felicidad, podemos encontrarnos con la esclavitud del positivismo, con la obligación de sentirnos siempre bien, con el yugo de tener obligatoriamente una mirada optimista ante todo lo que sucede. Una felicidad rígida que ahoga, que culpabiliza al que no la siente.
Cuando el concepto de felicidad se distorsiona, cuando se asocia a factores externos y se impone como una obligación, se convierte automáticamente en una fuente de insatisfacción. En este caso, cuanto más felices queramos ser más insatisfechos nos sentimos, qué contradicción.
Si en el intento de ser felices nos encontramos con la desesperanza es necesario reformular el concepto original. Y es que la felicidad es un estado interior, una disposición ante la propia realidad, una mirada de aceptación. Aristóteles defendía que la felicidad dependía de uno mismo, y aunque la realidad sea más compleja, atinó en la perspectiva.
Conseguimos vivir felices cuando estamos en paz con la propia realidad, sea la que sea, cuando sentimos que estamos en el lugar adecuado de la manera adecuada.
Sentir que estamos en el lugar adecuado significa aceptar la realidad, abrazar el presente, abrir las puertas a lo que tenemos delante. Actuar de la manera adecuada implica adaptarnos a esa realidad como realmente deseamos hacerlo.
Nos sentimos felices cuando hacemos lo que realmente queremos, entendiendo el querer no como una apetencia, no como una obligación impuesta, sino como un deseo elaborado desde la razón y el corazón. No consiste en hacer lo que se debe o lo que apetece, sino lo que realmente se quiere. Por tanto, si el ser humano tiene una tendencia natural a desear el bien, a anhelar lo bueno aún con su imperfección innata, cualquier conducta que suponga un acercamiento a ese bien nos hará felices. Nos sentimos más felices cuando hacemos las cosas bien. Es algo que quizá hayamos tenido la suerte de experimentar.
Teniendo en cuenta esta perspectiva, la felicidad sería compatible con el dolor, con el sufrimiento, con lo incómodo. La felicidad podría convivir con la alegría y con la tristeza, con el placer y con la angustia, con el control y con el caos. Cortaríamos con el yugo de tener que vivir una vida edulcorada, de verlo todo colorido.
La realidad va adquiriendo diferentes formas y colores, claros y oscuros. La realidad puede ser tan devastadora como maravillosa. En cualquier caso, abrazarla y responder bien ante ella, nos permite estar más cerca de eso que llaman felicidad.
Lucía Pérez Forriol, en forofamilia.org
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