Durante los años 70, Salvatore, un ingeniero italiano que acababa de conocer a san Josemaría, vivió una aventura digna de una novela de espías.
En medio de la Guerra Fría, dentro de un palacio en Viena, se sientan dos delegaciones de científicos, una de los Estados Unidos y la otra de la Unión Soviética. Alrededor de ellos hay investigadores europeos, diplomáticos y agentes encargados de promover los intereses de sus respectivas facciones políticas. Se trata de una reunión del Organismo Internacional de Energía Atómica de las Naciones Unidas, fundado en 1957.
Durante un descanso, un agente ruso se acerca a un joven ingeniero italiano y se dirige a él como “Zalvatore”. ¿Cómo sabía el agente ruso el nombre del ingeniero, que asistía a la reunión por primera vez y no conocía a nadie allí? Para eso tenemos que retroceder unos años.
Su amistad con San Josemaría
Salvatore, nacido en 1941, fue profesor de hidráulica subterránea en la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Calabria. Antes de convertirse en profesor trabajó en un laboratorio de investigación del Comité Nacional para la Energía Nuclear, que en 1982 se convirtió en el Comité para la Energía Nuclear y las Energías Alternativas.
Supernumerario del Opus Dei desde 1967, en 1970 se casó con Franca, y dos días después de su boda tuvieron la oportunidad de conocer a san Josemaría. Varios años después tuvieron otra oportunidad de estar con él. En esa ocasión la esposa de Salvatore preguntó a al fundador del Opus Dei cómo podía rezar cuando los niños lloraban y gritaban. San Josemaría respondió que, para Dios, el llanto de los niños suena como la música de órgano que se toca en una catedral.
Salvatore también le preguntó sobre cómo hacer apostolado en el difícil entorno de la investigación universitaria, que durante esos años estaba profundamente afectado por ideologías opuestas a la cultura cristiana. El fundador del Opus Dei le aconsejó que no intentara ser “predicador”, sino que diera testimonio con su propia alegría de hijo de Dios.
Varios años después, San Josemaría recibió una carta de Salvatore con la noticia del fallecimiento de su primera hija. Salvatore le dijo que ofrecía todo su dolor por lo que entonces se llamaba la “intención especial” del Opus Dei (es decir, lograr el estatus jurídico adecuado para el Opus Dei en la Iglesia), y el fundador le respondió inmediatamente con una carta escrita a mano.
Un día apareció en la oficina de Salvatore un investigador ruso, una persona con sólidas credenciales profesionales pero que, según Salvatore, en realidad intentaba crear una célula de la KGB soviética en su ciudad. “Me di cuenta enseguida de que su primer objetivo era que todos los investigadores de nuestro laboratorio se convirtieran en activistas de la CGIL (Confederación General Italiana del Trabajo, fuertemente influenciada por el Partido Comunista). Pero yo no estaba dispuesto a hacer esto”.
Cada mañana durante un mes, el investigador ruso se presentó en el laboratorio junto con una persona que parecía no tener interés en las discusiones científicas, y que pasaba el día leyendo el periódico. Era un funcionario del Partido Comunista Soviético, probablemente encargado de vigilar al investigador para que no intentara pedir asilo político.
Un día Salvatore los invitó a ambos a almorzar. “Gracias a Dios tuve la oportunidad de hablar con ellos sobre algunos temas de la vida cristiana”. Pero sus palabras no parecieron causarles mucha impresión.
El investigador ruso, que Salvatore pensaba que era un colaborador de la KGB, le hablaba todos los días de temas filosóficos relacionados con el marxismo. A pesar de esto, Salvatore y el investigador se hicieron buenos amigos, aunque algún tiempo después él y su “guardia” desaparecieron.
Vuelta al palacio vienés
Un poco más tarde, Salvatore se convirtió en el representante italiano de una comisión de estudio del Organismo Internacional de Energía Atómica de las Naciones Unidas sobre los efectos del desastre de Chernóbil en las aguas subterráneas. Y aquí es cuando nuestra historia regresa al palacio vienés, donde se reunieron los científicos rusos, americanos y europeos más importantes.
Salvatore asistió a una reunión de esta comisión de estudio. No conocía a ninguno de los participantes. Así que cuando uno de los rusos de allí se dirigió a él por su nombre, el joven ingeniero italiano se sorprendió. “Por la forma en que me miró, y por el hecho de que me había llamado por mi nombre, me quedó inmediatamente claro que sabía perfectamente quién era yo. Me miró atentamente con sus gélidos ojos azules. Creo que estaba tratando de decidir si todavía había una oportunidad de que yo me acercara a su lado. Después de unos segundos, me tendió la mano, como para felicitarme por la firmeza de mi negativa. Nos dimos la mano sin decirnos nada, y nunca nos volvimos a ver”.