Ser hospitalario con los demás exige abrir nuestra intimidad y compartir lo que poseemos, algo que hoy suscita recelo
El uso del tiempo a menudo desgasta las palabras y borra poco a poco su sentido. Esta es la razón por la que en ocasiones conviene volver a desempolvar su significado primigenio: vemos, así, lo que se ha perdido por los pliegues de la historia, lo que la cultura ha olvidado o el progreso ha contribuido a sepultar.
Se trata de un ejercicio que excede el mero entretenimiento etimológico, aunque no cabe duda de que en las raíces de los términos brillan las semillas de la significación y resplandece, allí mismo y con mayor claridad, la belleza de un lenguaje prístino, lozano, casi recién salido de los labios de Adán, que no ha perdido ese vínculo con la realidad que nombra.
Se aprende mucho abismándose en el pasado de las palabras, especialmente cuando estas pertenecen al terreno de la ética. Por ejemplo, “caridad” estaba muy lejos de hacer referencia a esa solidaridad poco comprometida con el prójimo que nos mueve a despojarnos de la calderilla al salir de una iglesia; implicaba, en realidad, una auténtica entrega, una forma sublime de amor, gratuita, desligada de cualquier atisbo de egoísmo o interés. De hecho, según la teología, es la forma que reviste Se puede decir que ocurre lo mismo con hospitalidad, un vocablo marchito, desnudo de cualquier atisbo de grandeza moral. Sin embargo, ser hospitalario antes no consistía en recibir a quien acude a nosotros ni con indiferencia, ni con ese rictus de protesta que se dibuja en la cara cuando no esperamos visita o esta nos descabalga los planes. Exigía recibir a quien se presentara en el soportal con alegría, festejar su llegada, agasajarle, con el convencimiento de que su aparición era un don inmenso.
La hospitalidad desmantela la intimidad, pues requiere abrir las puertas de nuestro hogar; es el paso previo a la generosidad, ya que cuando el extraño franquea el umbral de la casa es porque nos decidimos a compartir con gozo todo aquello que es nuestro. Tal vez seamos menos hospitalarios porque vivimos en contextos sociales celosos de lo privado; no es, por tanto, que no queramos compartir lo nuestro, sino que rehusamos por principio a mostrarlo.
“Toda relación nos intimida porque deja expuesta nuestra identidad. No es que la mirada de quien se encuentra al lado nos cosifique o petrifique, sino que nos debilita, pues hace patente nuestra vulnerabilidad”
La antítesis suprema de la hospitalidad está bien expresada en la conocida afirmación de Sartre, según la cual la presencia del otro es experimentada como una condena infernal. Pero, aunque creamos que esa misantropía es un bacilo filosófico, al que los demás no nos encontramos expuestos, es posible que se esconda en los recovecos de nuestra intimidad una hostilidad, más o menos leve, más o menos enfermiza, a quien es distinto o diferente de nosotros.
Se han ofrecido todo tipo de razones para explicar esa resistencia que mostramos ante el prójimo. No nos hemos desprendido de nuestra condición tribal y el otro parece una amenaza que viene a retar con su alteridad la forma de vida en que vivimos. Toda relación nos intimida porque deja expuesta nuestra identidad. No es que la mirada de quien se encuentra al lado nos cosifique o petrifique, sino que nos debilita, pues hace patente nuestra vulnerabilidad.
Desde este punto de vista, la hospitalidad es un desafío, pero marca también el inicio de la aventura cultural. Cuando aceptamos el órdago que el forastero nos propone, ampliamos el estrecho confín de la etnia para enriquecernos con el intercambio recíproco de dones. En definitiva, ser hospitalario consiste en implicarse activamente en ese próspero y fecundo juego entre identidad y diferencia en que nos movemos como humanos.
Hay quien piensa que hemos retrocedido y que, aunque no podamos decir que en sentido estricto nos hemos retrotraído a la época en que vivíamos en clanes, sí que hemos pasado a pensar en “hordas”, distanciándonos entre nosotros infinitamente mucho más en el espacio virtual que en las sabanas ancestrales, para nuestra desgracia y la de nuestra cultura.
“Ser hospitalario consiste en implicarse activamente en ese próspero y fecundo juego entre identidad y diferencia en que nos movemos como humanos”
La hospitalidad, sin embargo, es mucho más que un valor ético y, por supuesto, desborda el plano de la política. Es, sobre todo, una actitud ante la realidad. Supone concebir al hombre como un ser abierto, dispuesto a recibir lo que la realidad o el prójimo le ofrece, en lugar de transformarlos, dominarlos o explotarlos. Exige la suficiente humildad como para dejar manifestarse a lo que es independiente de nosotros, sin intentar domeñarlo, y la suficiente inteligencia como para darse cuenta de que somos criaturas.
No es necesario aclarar por qué han sido los pensadores judíos los que con más clarividencia han reflexionado sobre los problemas de la hospitalidad. Les ha ido la vida en ello. Derrida ha escrito mucho sobre la cuestión, del mismo modo que encontramos una suerte de filosofía de la hospitalidad en Lévinas, para quien el encuentro con el rostro del otro suscita un compromiso ineludible, de donde arranca la ética.
Sin hospitalidad estaríamos condenados a vagar por un mundo gélido, preservados de la mirada ajena, desamparados, eternamente solos.