Hay que realzar el concepto de amor sólido, de entrega total y para siempre como fuente de felicidad. Y formar para el amor que hace feliz a...
¿Se puede educar para el amor sólido en los tiempos líquidos que vivimos? ¿Se puede cristalizar un amor firme en la civilización ligera actual? Mi respuesta no solo es positiva, sino que, además, pienso que de ello depende buena parte de nuestra felicidad. Para confirmarlo, me sirvo del reciente ensayo de Gilles Lipovetsky, De la ligereza.
La revolución de la ligereza
Lipovetsky advierte sobre el comienzo de la «revolución de la ligereza», de su creciente dominio en esta nueva era «que coincide con un momento de tecnología avanzada». Y con su mirada de filósofo, va pasando su lupa erudita por muchos campos de la vida personal, cultural y social, sin realizar ni «una apología ni una condena moral o política de la ligereza». Ofrece, entonces, un ensayo sobre «la pluralidad de lo ligero», pero por su honradez intelectual, se pueden obtener valiosas ideas éticas.
Por ejemplo, cuando declara con firmeza, frente a los frívolos, que «erigida en principio o en ideal de vida la ligereza es inaceptable e irresponsable». O también, cuando anota con contundencia que «toda educación basada en el principio de ligereza conduce al fracaso».
La presencia de las frustraciones
Lipovetsky es un pensador hondo. Por eso advierte la paradoja de que esta vida de ligereza con sus consecuencias de consumo marcado, de tendencia a lo lúdico, a lo sensual, al viaje, al ocio, etc., «no discurre sin diversas frustraciones e insatisfacciones». Además, accede a su núcleo duro y nos explica dónde resulta más implacable su peso: «en los dominios de la vida afectiva, profesional y subjetiva, en los dominios cargados de sentido existencial profundo». En suma, amores de barro, desilusión profesional, narcisismo e inseguridad interior, y falta de espiritualidad religiosa que proporcione sentido vital último.
Además, el pensador francés anota un comentario magistral: «El peso ejercido por la sociedad de hiperconsumo es real, pero no entra en la categoría de lo insoportable, no puede equipararse a una carga tan insostenible que llegue a ser trágica». Es decir, que quien padece sus consecuencias negativas estará incapacitado para reconocerlas, deslumbrado por los reflejos multicolores del consumismo, excitado por una multitud gigantesca de estímulos comerciales para satisfacer con urgencia.
Liquidez e hipermodernidad
Este verano, durante un viaje, trabé conversación con un joven; me relató que ya debía haber terminado su carrera universitaria, pero suspendió algunas asignaturas. Su intención era finalizarla a corto plazo, para luego viajar a algún otro país y cursar algunos estudios sobre Relaciones Internacionales. Su proyecto era muy vago, pero le gustaba viajar y había llegado ese momento, me decía. Al final, me contó que tenía novia, y que, seguramente, no sería posible mantener su relación. O sea, amor líquido, por usar el término descriptivo de Zygmunt Bauman, quien aparejaba la debilidad de los vínculos al aumento del miedo −directamente proporcional− en los individuos de las sociedades hipermodernas.
Jamás juzgo a una persona y, por tanto, aquí solo deseo valorar esa tendencia social a la ligereza que expone Lipovetsky −y lo hago porque no conozco ni siquiera su nombre−. ¿No refleja bastante de amor narcisista, individualismo e inmadurez? También porque puede servir para subrayar la necesidad de educar a los jóvenes para el amor de entrega y donación; y vacunarlos contra el pseudoamor en el que domina por encima de todo la sensación subjetiva, contra el pobre amor ombliguista en el que el otro hace de complemento afectivo.
Felicidad y solidez
Hay que realzar el concepto de amor sólido, de entrega total y para siempre como fuente de felicidad. Y formar para el amor que hace feliz a la persona querida. Porque la propia idea que se tiene del amor influye, y mucho, en cómo se vive esa relación. Y desterrar el triste narcisismo para, así, poseer y educar en una idea de amor fuerte.
«Existe una razón para sentir orgullo / en mitad de esta fiebre que no acaba. / Somos custodios de un metal pesado, / lujosas gotas de mercurio amante». Así, Carlos Marzal.