El Papa ha impartido hoy la bendición Urbi et Orbi a Roma y al mundo entero tras celebrar la Misa de Pascua en la basílica de San Pedro
Con el rito de la Resurrección y la aspersión ha comenzado la misa del Domingo de Pascua presidida por el Papa Francisco en la Basílica de San Pedro. Una celebración solemne en la que la ausencia de la homilía ha acentuado los significados de los rituales y los gestos.
Queridos hermanos y hermanas, ¡feliz Pascua! ¡Feliz, santa y serena Pascua!
Hoy el anuncio de la Iglesia resuena en todas partes del mundo: “Jesús, el crucificado, ha resucitado, como dijo. Aleluya”.
El anuncio de Pascua no muestra un espejismo, no revela una fórmula mágica, no indica una vía de escape ante la difícil situación que atravesamos. La pandemia todavía está en pleno apogeo; la crisis social y económica es muy grave, especialmente para los más pobres; a pesar de ello −y es escandaloso− los conflictos armados no cesan y los arsenales militares se fortalecen. Y este es el escándalo de hoy.
Ante, o mejor dicho, en medio de esta compleja realidad, el anuncio pascual contiene en pocas palabras un acontecimiento que da la esperanza que no defrauda: “Jesús, el crucificado, ha resucitado”. No nos habla de ángeles o fantasmas, sino de un hombre, un hombre de carne y hueso, con rostro y nombre: Jesús. El Evangelio da fe de que ese Jesús, crucificado bajo Poncio Pilato por haber dicho ser el Cristo, el Hijo de Dios, resucitó al tercer día, según las Escrituras, como Él mismo lo predijo a sus discípulos.
El crucificado, y no otro, ha resucitado. Dios Padre resucitó a su Hijo Jesús porque cumplió su voluntad de salvación hasta el final: tomó sobre sí nuestras debilidades, nuestras enfermedades, nuestra misma muerte; sufrió nuestros dolores, llevó el peso de nuestras iniquidades. Por eso Dios Padre lo exaltó y ahora Jesucristo vive para siempre, y Él es el Señor.
Los testigos relatan un detalle importante: Jesús resucitado lleva las llagas en las manos, los pies y el costado. Esas llagas son el sello perenne de su amor por nosotros. Cualquiera que sufra una prueba severa, en el cuerpo y en el espíritu, puede refugiarse en esas llagas, recibir a través de ellas la gracia de la esperanza que no defrauda.
Cristo resucitado es esperanza para quienes aún sufren la pandemia, para los enfermos y para quienes han perdido a un ser querido. Que el Señor les dé consuelo y apoye la labor de médicos y enfermeras. Todos, especialmente las personas más frágiles, necesitan asistencia y tienen derecho a tener acceso a la atención necesaria. Esto es aún más evidente en este momento en el que todos estamos llamados a luchar contra la pandemia y las vacunas son una herramienta fundamental para esta lucha. Con espíritu de un “internacionalismo de las vacunas”, insto a toda la comunidad internacional a un compromiso compartido para superar los retrasos en su distribución y facilitar su intercambio, especialmente con los países más pobres.
El Crucificado Resucitado es un consuelo para quienes han perdido su trabajo o atraviesan serias dificultades económicas y carecen de una protección social adecuada. Que el Señor inspire la acción de los poderes públicos para que a todos, especialmente a las familias más necesitadas, se les ofrezca la ayuda necesaria para su adecuado sustento. Lamentablemente, la pandemia ha aumentado drásticamente el número de pobres y la desesperación de miles de personas.
“Es necesario que los pobres de todo tipo retomen la esperanza”, dijo San Juan Pablo II en su viaje a Haití. Y precisamente mi pensamiento y aliento van al querido pueblo haitiano en este día, para que no se sienta abrumado por las dificultades, sino que mire al futuro con confianza y esperanza. Y diría que mi pensamiento va especialmente a vosotros, queridísimas hermanas y hermanos haitianos: estoy cerca de vosotros, estoy cerca y me gustaría que los problemas se resolvieran definitivamente para vosotros. Rezo por esto, queridos hermanos y hermanas haitianos.
Jesús resucitado es también esperanza para muchos jóvenes que se han visto obligados a pasar largas temporadas sin asistir a la escuela o la universidad y compartir tiempo con amigos. Todos necesitamos vivir relaciones humanas reales y no solo virtuales, especialmente en la edad en la que se forma el carácter y la personalidad. Lo escuchamos el viernes pasado en el Vía Crucis de los niños. Estoy cerca de los jóvenes de todo el mundo y, en esta hora, especialmente de los de Myanmar, que están comprometidos con la democracia, haciendo que sus voces se escuchen pacíficamente, conscientes de que el odio solo puede disiparse con el amor.
Que la luz del Resucitado sea fuente de renacimiento para los migrantes que huyen de la guerra y la miseria. En sus rostros reconocemos el rostro desfigurado y sufriente del Señor que sube al Calvario. Que no les falten signos concretos de solidaridad y fraternidad humana, prenda de la victoria de la vida sobre la muerte que celebramos en este día. Agradezco a los países que acogen generosamente a los que sufren y buscan refugio, especialmente el Líbano y Jordania, que acogen a muchos refugiados que han huido del conflicto sirio.
Fuente: vatican.va
Traducción de Luis Montoya
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