Con el Via Lucis recorremos algunas claves que nos presentan los relatos evangélicos de las siete semanas pascuales
Tras haber recorrido en estos días de la Semana Santa el “camino de la cruz” vamos a adentrarnos en el “camino de la luz”, para acompañar a Cristo.
Es Pascua, hoy se ha manifestado la gloria de Dios en todo su esplendor, hoy la fe se hace visión y la esperanza se reviste de consuelo. Todo el camino de dolor recorrido florece hoy y se hace vida la afirmación de Cristo: “No temáis, yo he vencido al mundo”. Hoy florece el árbol de la cruz.
La resurrección es el fundamento de la fe cristiana, pues creemos en Cristo vivo y resucitado de la muerte: si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía es también nuestra fe, dirá San Pablo (I Co 15, 14).
Fernando Rielo, Fundador del Instituto Id de Cristo Redentor, misioneras y misioneros identes, lo explica comentando que “si es vana nuestra fe, sería en todo aquello, efectivamente bueno, de las muchas cosas que Cristo habla… carecería de fundamento… carecería de sentido. Lo vano significa eso, no tiene sentido, sería pura vaciedad” (20-1-1991).
La resurrección es confirmación de la veracidad de todo lo que Cristo mismo ha hecho y enseñado, de la autoridad de sus palabras y de su vida, de la verdad de su misma divinidad, pues sólo Dios puede vencer a la muerte. Por eso decían de Él quienes le insultaban al pie de la cruz: “Ha resucitado a otros, ¡que se baje de la cruz a sí mismo!”. Precisamente no es tanto el hecho de “resucitar a otro” sino la realidad de “salvarse a sí mismo”, “resucitarse a sí mismo” lo propio de Dios. Así san Pablo afirma de Cristo: “Se resucitó a sí mismo”. El ser humano no puede salvarse a sí mismo; necesitamos la salvación que viene de Dios.
Benedicto XVI se hizo eco de esta necesidad de salvación cuando en la homilía de un jueves santo expresaba: “¿Qué hace al hombre inmundo? El rechazo del amor, el no querer ser amado, el no amar. La soberbia que cree que no tiene necesidad alguna de purificación, que se cierra a la bondad salvadora de Dios. […] La soberbia no quiere confesar ni reconocer que tenemos necesidad de purificación. [En cambio] el amor del Señor no conoce límites, pero el hombre puede ponerle un límite. […] Sólo el amor tiene esa fuerza purificadora que nos limpia y nos eleva a las alturas de Dios (13-4-2006).
El resucitado, que no es otro que el crucificado, sana las heridas de la humanidad desolada. La resurrección de Cristo es la victoria del amor sobre la raíz del mal, una victoria que traspasa el sufrimiento y la muerte, abriendo un camino en el abismo, transformando el mal en bien, lo que es signo distintivo del poder de Dios, nos decía el Papa Francisco el Domingo de Resurrección del pasado año.
Ésta es la realidad de la presencia salvadora de Cristo que hoy celebramos: la salvación, que nos introduce en una vida nueva que consiste en la victoria sobre la muerte y el pecado y en la nueva participación en la gracia. Esta verdad se refleja en la enseñanza paulina sobre el bautismo: “Fuimos, pues, con Él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rm 6, 4).
Y esta vida nueva se caracteriza por la posibilidad de nuevas relaciones con Dios: es la hora de un nuevo culto, como desveló Jesús a la samaritana: “Llega la hora −ya estamos en ella− en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad” (Jn 4, 23).
“El Evangelio, donde deslumbra gloriosa la Cruz de Cristo, invita insistentemente a la alegría” (Francisco, Evangelii gaudium 5). La alegría, el gozo de una vida nueva ha de traducirse en una nueva forma de mirar la realidad. ¿Qué lección extraemos para nuestra vida de la Resurrección de Jesucristo?
Vamos a recoger algunas claves que nos presentan los relatos evangélicos de las siete semanas pascuales. Tras haber recorrido en estos días de la Semana Santa el “camino de la cruz” vamos a adentrarnos en el “camino de la luz”, para acompañar a Cristo también en su Via lucis.
Desde la edad media existe muy enraizada en la devoción popular el Via Crucis, en el que se recorren los momentos más sobresalientes de la Pasión y Muerte de Cristo: desde la oración en el huerto hasta la sepultura de su cuerpo. Pero la historia no acaba en un sepulcro, continúa en la mañana de la Resurrección y se extiende durante cincuenta días llenos de acontecimientos, inolvidables y trascendentales, hasta la efusión del Espíritu Santo.
El Via Lucis es una devoción reciente. Es una devoción que va extendiéndose y seguro que arraigará, porque está llena de contenido. Si para los cristianos son cruciales los acontecimientos, palabras, gestos y hechos de Jesucristo durante los tres años de vida pública, ¡cómo no tomar en especial consideración los signos que quiso poner ya resucitado, en los cuarenta días que transcurren hasta su ascensión y el envío del Espíritu Santo diez días más tarde! Creo que ésta ha de ser materia de íntima oración y contemplación para cada uno de nosotros.
El camino del Via Crucis, impregnado de profundo dolor e impotencia, ha podido dejar en nuestro interior una imagen de fracaso. Permitidme que introduzca aquí un relato infantil: yo era una niña, no recuerdo que edad tuviera, pero tengo grabado el recuerdo de la lectura del evangelio de la Pasión que se hace el domingo de Ramos. Escuchaba muy atentamente siguiendo con la imaginación la narración: la cena, el huerto de los olivos, ante Pilatos… y esperaba ansiosa el final repitiendo en mi interior a manera de súplica y esperanza: ¡a ver si este año no le matan! Pero seguía el relato y finalmente un año más le mataban. Recuerdo con ternura aquella mezcla de tristeza e incomprensión ante la muerte de Cristo, el no resignarme a que la historia acabara siempre así… Hoy entiendo que mi éxtasis había quedado en suspenso, como herido, esperando otro desenlace… y es que en aquellos tiempos nuestra vivencia de la semana santa se centraba tanto en la tragedia y el dolor de la muerte que casi ocultaba la última victoria de la Vida. ¡Cuánto bien me hubiera hecho entonces conocer el via lucis, el camino de la luz!
Porque, como intuía y esperaba mi corazón de niña, efectivamente la historia de Jesús no acaba ahí: triunfa sobre el pecado y sobre la muerte. Resucitado, desborda su amor en encuentros llenos de intimidad, llevando la paz, devolviendo la fe y la esperanza a los suyos para, finalmente, darles la fuerza del Espíritu que les capacite para cumplir la misión que Él les ha confiado.
Todo se ilumina de una luz nueva. Verdaderamente Él hace nuevas todas las cosas. Vamos a dejarnos iluminar con la presencia y acción de Cristo resucitado que vive ya para siempre entre nosotros. Vamos a dejarnos llenar por el Espíritu Santo que vivifica el alma. Vamos a recorrer, a manera de un relato iconográfico, estas escenas del Nuevo Testamento, mostrando unas pinceladas de su contenido.
Pero antes de adentrarnos en las escenas pascuales, una mención de un testigo de excepción.
Nada impide pensar que antes de las apariciones “públicas” Jesús se apareció a su madre. No en vano María, desde que Jesús es colocado en el sepulcro, “es la única que mantiene viva la llama de la fe, preparándose para acoger el anuncio gozoso y sorprendente de la Resurrección” (san Juan Pablo II, Catequesis, 3-4-1996). San Juan Pablo II resaltará que “la espera que vive la Madre del Señor el Sábado santo constituye uno de los momentos más altos de su fe: en la oscuridad que envuelve el universo, ella confía plenamente en el Dios de la vida y, recordando las palabras de su Hijo, espera la realización plena de las promesas divinas” (Catequesis, 21-V-1997, 1).
“Es legítimo pensar −continúa diciendo san Juan Pablo II− que verosímilmente Jesús resucitado se apareció a su madre en primer lugar. La ausencia de María del grupo de las mujeres que al alba se dirigieron al sepulcro (cf. Mc 16,1; Mt 28,1), ¿no podría constituir un indicio del hecho de que ella ya se había encontrado con Jesús? Esta deducción quedaría confirmada también por el dato de que las primeras testigos de la resurrección, por voluntad de Jesús, fueron las mujeres, las cuales permanecieron fieles al pie de la cruz y, por tanto, más firmes en la fe. […] La Virgen santísima, presente en el Calvario durante el Viernes santo (cf. Jn 19,25) y en el cenáculo en Pentecostés (cf. Hch 1,14), fue probablemente testigo privilegiada también de la resurrección de Cristo, completando así su participación en todos los momentos esenciales del misterio pascual. María, al acoger a Cristo resucitado, es también signo y anticipación de la humanidad, que espera lograr su plena realización mediante la resurrección de los muertos” (Catequesis, 21-5-1997, 3-4).
Mañana, de la mano de María, en una segunda parte de este artículo empezaremos el recorrido de nuestro Via lucis.
Lourdes Grosso García, M.Id
Directora de la Oficina para las Causas de los Santos de la Conferencia Episcopal Española
Fuente: omnesmag.com
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