Estos días no podemos acompañar por las calles a la Dolorosa, para paliar de algún modo su dolor, su desamparo, su soledad, al ver a su Hijo cosido al madero. Pero podemos hacerlo con el corazón
Cada año cobran nueva luz las estaciones del Vía Crucis. Unas veces son unas escenas del Calvario; en ocasiones, otras. La Pasión de Nuestro Señor es fuente inagotable. El otro día me entretenía mirando La Piedad de Miguel Ángel, con una Madre de Jesús sorprendentemente joven; La Dolorosa, de Murillo, y tantas Dolorosas y Soledades que han sido llevadas a hombros de costaleros por la geografía española. ¡Cómo no conmoverse ante las lágrimas de nuestra Madre!
Me detengo ahora en alguna pincelada de tres estaciones: Jesús encuentra a su Santísima Madre (lV estación), Muerte de Jesús en la Cruz (XII estación), y Desclavan a Jesús y lo entregan a su Madre (XIII estación). Lo intentaremos hacer de la mano de dos santos universales, santa Teresa de Jesús y san Josemaría Escrivá, y un arzobispo recién fallecido a causa de la pandemia, don Juan del Río, a buen seguro uno de esos “santos de la puerta de al lado”, como los denomina el Papa Francisco.
Gemidos en la epidemia de 1580
En 1580, una epidemia de gripe asoló Europa, y se llevó por delante a muchas personas; entre ellas, varios amigos de Teresa de Ávila, como el caballero don Francisco de Salcedo, el arzobispo de Sevilla don Cristóbal de Rojas, y el P. Baltasar Álvarez, su antiguo confesor, a quien lloró mucho Teresa. También falleció ese mismo año su hermano e hijo espiritual, Lorenzo de Cepeda.
“La herida fue honda y le arrancó gemidos”, escribe Marcelle Auclair en su biografía sobre la santa. “No sé para qué me deja Dios sino para ver muertes de siervos de Dios, que es gran tormento”, escribió Teresa de Jesús a los 65 años, enferma casi siempre y sin embargo de asombrosa resistencia.
Llegó a estar decaída, sin ánimos, como tantos hoy, y se resistía a fundar los monasterios de Palencia y de Burgos. Hasta que “un día, después de comulgar, el Señor le repuso con tono de reproche: ‘¿Qué temes? ¿Cuándo te he yo faltado? El mismo que he sido, soy ahora; no dejes de hacer estas dos fundaciones’. A lo que la Madre exclamó: ‘¡Oh, gran Dios, y cómo son diferentes vuestras palabras a las de los hombres! Así quedé determinada y animada, que todo el mundo no bastara a ponerme contradicciones”.
“Teresa de Jesús pronunció su palabra favorita: determinación”, señala la biógrafa. “La voluntad se ha fortalecido tanto en ella que cuanto decide una cosa puede darse por hecha”, porque “el Señor ayuda a quieres determinan servirle y glorificarle”. Son palabras de Teresa de Jesús.
“No queremos dejarla sola”
En estos días intensos, en los que revivimos los misterios de nuestra fe, muchos nos preguntamos cómo consolar a Jesús, y acompañar a Santa María. El encuentro de Jesús con su Santísima Madre en la vía dolorosa, por las calles de Jerusalén, nos da una pista. Es la IV estación.
A esa voluntad de Dios se refiere san Josemaría en su libro Vía Crucis: “En la oscura soledad de la Pasión, Nuestra Señora ofrece a su Hijo un bálsamo de ternura, de unión, de fidelidad: un sí a la voluntad divina. De la mano de María, tú y yo queremos consolar a Jesús, aceptando siempre y en todo la Voluntad de su Padre, de nuestro Padre”, escribe.
En el Calvario, cuánto querríamos tener la fortaleza del joven apóstol Juan, para estar al pie de la Cruz con María, y recibirla como Madre. Porque “la Virgen Santísima es nuestra Madre, y no queremos ni podemos dejarla sola”, exclama el fundador del Opus Dei en esta obra póstuma, que vio la luz en 1981, seis años después de su muerte.
Anegada en dolor con su Hijo en brazos, queremos acompañarla estos días, con el amor.
“Nuestra soledad, derrotada”
El 1 de enero de 2018, el Papa Francisco decía en la solemnidad de la Madre de Dios: “En su Madre, el Dios del cielo, el Dios infinito se ha hecho pequeño, se ha hecho materia, para estar no solamente con nosotros, sino también para ser como nosotros.
He aquí el milagro, la novedad: el hombre ya no está solo; ya no es huérfano, sino que es hijo para siempre. El año se abre con esta novedad. Y nosotros la proclamamos diciendo: ¡Madre de Dios! Es el gozo de saber que nuestra soledad ha sido derrotada”. Estas palabras nos traen a la memoria tantas soledades de nuestro mundo. Don Juan del Río, el arzobispo castrense recién fallecido, se refería hace unos años al drama de la soledad. “De ahí que la familia deba ser rehabilitada en la primacía del amor y la unidad; también sintiéndonos parte de esa otra familia, la Iglesia, que nos acompaña en todas nuestras soledades y vacíos existenciales, ofreciéndonos la compañía de Alguien que nunca nos abandona, hasta más allá de la muerte: Jesucristo, el Señor”. Santa María, Madre Dolorosa, Madre de la Iglesia, ruega por nosotros.