Muchísimos contagiados de coronavirus pudieron morir sintiendo la cercanía, el calor y la paz de Dios gracias a que tantos sacerdotes prolongaron existencialmente el lavatorio de pies del Jueves Santo
Hemos entrado de lleno en los días santos del Triduo Pascual, días en los que nos hacemos especialmente contemporáneos de los misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. No es una época cualquiera: es el centro del año litúrgico. El Oficio del Jueves Santo que celebraremos hoy en la Iglesia conmemora la última cena de Jesucristo con sus apóstoles, en la que instituye la Eucaristía y el orden sacerdotal y consagra el mandamiento nuevo del amor con el lavatorio de los pies.
«Si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros» (Jn 13, 14). El tiempo de pandemia ha limitado muchos signos de la liturgia que perfuman de clara belleza y profundo sentido las celebraciones de los misterios de la fe. Este Jueves Santo se omite un gesto muy expresivo de la fuerza de la caridad cristiana y muy querido por el pueblo fiel: el sacerdote que lava los pies de doce personas durante la Misa de la Cena del Señor. Desde un prisma negativo podría pensarse que omitiendo este gesto perdemos mucho y empobrecemos notablemente la liturgia de este día santo.
Mirándolo con sentido sobrenatural y optimismo, que es la auténtica actitud cristiana, nos asomamos a un insondable don que Cristo ha hecho al mundo en este tiempo de miedo e inquietud. Ese signo externo de lavar los pies es manifestación de algo que debe suceder internamente: una actitud de abajarse, despojarse de sí, olvidarse de uno mismo para entregarse al otro, saber sacrificar la propia vida para que otros tengan vida. ¿Acaso por suprimir este gesto, tan bello y expresivo pero en estas circunstancias tan inapropiado, desaparece esa manifestación tan maravillosa de amor desinteresado e incondicional por todos los hombres?
No salieron mucho en los medios de comunicación ni fueron aplaudidos desde los balcones. Pero allí estuvieron los sacerdotes, de forma callada y escondida
Me atrevería a decir que durante el último año el Señor nos ha bendecido con un Jueves Santo permanente: sus sacerdotes se han mostrado verdaderamente como otros Cristos, como el mismo Cristo que en medio de la oscuridad hace brotar la luz. Son numerosos los curas que han estado al pie de las camas de los enfermos a los que ni siquiera sus familiares podían ir a ver para ungirles con el aceite del Espíritu Santo, para darles palabras de aliento, para ofrecerles una esperanza, para hacerles saber que Dios estaba con ellos y que eso era lo más importante en ese momento de soledad.
En medio de una situación casi apocalíptica, de terror y desconsuelo generalizado, muchísimos contagiados de coronavirus pudieron morir sintiendo la cercanía, el calor y la paz de Dios gracias a que tantos sacerdotes prolongaron existencialmente el lavatorio de pies del Jueves Santo. Allá donde los médicos ya no podían llegar, porque cuando termina la vida biológica del paciente también termina su posibilidad de hacer algo por él, sí llegaba el sacerdote. Y cuando se acercaba a una cama donde agonizaba un enfermo que respiraba fatigosamente ahí verdaderamente se estaba acercando Cristo.
Este servicio sacerdotal que muestra el amor hasta el extremo de Jesús por los hombres lo recordaba el papa Francisco en la homilía de hace un año en la Basílica de San Pedro: «más de sesenta han muerto aquí, en Italia, atendiendo a los enfermos en los hospitales, juntamente con médicos, enfermeros y enfermeras. Son “los santos de la puerta de al lado”, sacerdotes que dieron su vida sirviendo». No salieron mucho en los medios de comunicación ni fueron aplaudidos desde los balcones. Pero allí estuvieron, de forma callada y escondida, poniendo en los corazones de los enfermos la luminosa esperanza de la felicidad eterna. La muerte no tiene la última palabra porque Cristo la ha vencido. Estamos llamados a una vida para siempre. Jesús nos espera con los brazos abiertos para regalarnos la plenitud. Cuando partimos de este mundo después llega lo mejor. Pero mientras el ser humano se encuentra en sus últimos momentos necesita que todo esto se lo recuerden, no sólo con teorías sino con gestos: una sonrisa, una caricia, una palabra de consuelo, un sacramento administrado con piedad y cariño.
Son muchos los sacerdotes que han lavado los pies de los fieles cada día. Los lavaron con delicadeza, con la finura y el mimo con que se manifiesta el amor auténtico por alguien. Los lavaron como Cristo, que se levantó de la mesa, se quitó sus vestidos, tomó la toalla y se la ciñó, echó agua en un lebrillo y limpió y secó los pies de los apóstoles. Se levantaron, porque lo cómodo era encerrarse en la parroquia. Se quitaron los vestidos, porque quedaron desprendidos de la armadura del miedo que esos días a todos atenazaba. Tomaron la toalla y se la ciñeron, con mascarilla, gel y los ropajes que fueran necesarios, entrando en unos hospitales desbordados de enfermos y en los que muchas veces no eran acogidos. Echaron el agua más poderosa, la que salta hasta la vida eterna, la del Espíritu Santo. Limpiaron y secaron, porque no se limitaron a administrar un sacramento como funcionarios sino que pusieron todo el corazón y el alma en llevar consuelo y paz. Supieron, como enamorados del Amor, autentificar su entrega por todos los hombres, una entrega que no consiste en dar cosas sino en darse a uno mismo.
Hoy, Jueves Santo, es un buen día para acordarse especialmente de ellos: agradecerles, cuidarles, interceder por ellos. Son hombres de carne y hueso, que también tienen miedo, dificultades, que sufren como los demás pero que llenos de la fuerza de Dios son sus suaves instrumentos en este mundo. Ellos hicieron lo que casi nadie podía o quería hacer por miedo al contagio: acercarse a los enfermos con la cercanía de Cristo, tocarles con las manos de Cristo, animarles con el ánimo de Cristo. Sí, este año hemos asistido a un Jueves Santo permanente. Hoy no lavarán físicamente los pies. Quizá sea porque no han dejado de lavarlos.