La laicidad tal como la entienden las democracias avanzadas, no es una religión, sino una actitud del Estado ante el fenómeno religioso
El ministro de Cultura y “secretario de laicidad” del Partido Socialista ha remitido recientemente una carta a las ejecutivas provinciales del partido bajo el lema “laicidad, religión de la libertad”.
El documento se ha dado a conocer en diversos medios de comunicación. Debo reconocer que como eslogan suena bien. A la vez, como muchos eslóganes, encierra en pocas palabras equívocos, simplificaciones y contradicciones. En este breve comentario me referiré a tres de ellos.
En primer lugar, entender la laicidad como religión. Los ilustrados del Siglo XVIII, empezando por Rousseau, propusieron la laicidad como religión civil, con unos dogmas fijados por el gobernante, que los revolucionarios franceses pretendieron imponer a toda la sociedad mediante la violencia. Esta religión laica se ha manifestado en diversos momentos históricos como intolerante (así la diseñaron Proudhon, Marx, Feuerbach, entre otros), porque se entiende como la única verdadera.
Afortunadamente la laicidad tal como la entienden las democracias avanzadas, no es una religión, sino una actitud del Estado ante el fenómeno religioso. Laicidad es ante todo neutralidad. La neutralidad no es equidistancia entre creer y no creer.
Consiste más bien en respetar y no tomar partido ante las distintas creencias y estilos de vida que los ciudadanos decidan seguir. Desde la neutralidad no cabe promover una política basada en una concreta religión, ni siquiera la civil, con la intención de imponerla a todos mediante las leyes.
La segunda falacia de esta laicidad entendida como “religión civil” es su pretensión de ser la única verdaderamente libre. ¿Desde cuándo la libertad es monopolio de alguien? Ni es más libre el laico que el creyente; ni deja de ser tan esclavo el laico −como puede llegar a serlo el creyente− cuando pretende convertir sus dogmas en dogmatismos. La libertad, sencillamente, no es patrimonio de nadie más que del ser humano que no abdique de ella.
En tercer lugar, quien convierte la laicidad en religión, acaba cayendo en un discurso demagógico e inconsistente que, mientras propugna la laicidad como “antídoto frente al monismo de valores, el fanatismo o el dogmatismo”, trata de imponer a todos una sola visión (su visión) del mundo.
Un mundo en el que Dios no cuente nada, o casi nada. Un mundo en el que no molesta que haya cierta apariencia de pluralidad, siempre que ninguna de esas otras religiones contradiga los dogmas de la religión civil.