Hoy, cercano el día internacional de la mujer, me he acordado de ellas…
Amanece y regresan al convento, tras pasar la noche en vela junto a una anciana enferma, dos hermanas de la Cruz. Nacieron mujeres y renunciaron a la maternidad para ser madres de muchos desfavorecidos. Ayudan sin importarles a quién, aun a sabiendas de ser muchas veces engañadas por gente que se aprovecha de su buena voluntad. No reclaman ni enarbolan sus derechos, pero luchan y trabajan por los demás sin buscar culpables para defenderlos. No tienen un trabajo remunerado, ni sindicatos que las defiendan, ni exigen nada a cambio, pero trabajan sin descanso día y noche, privándose de horas de sueño para que descansen otras personas.
Recogen las zurrapas del café que otros tiramos y con ellas hacen el suyo, dejando los granos recién molidos para las ancianas que cuidan con esmero y que muchos abandonamos y olvidamos. Defienden la vida ayudando a jóvenes que, huyendo de una sociedad que les aconseja abortar, buscan refugio en ellas para darle una oportunidad a los seres indefensos que crecen inocentes en sus vientres. Regalan oportunidades a muchas parejas jóvenes a los que otros insensatos inoculan la falacia de que el aborto es un derecho de las madres y la solución a sus embarazos indeseados cuando, ese ser que se abre camino en sus entrañas, afecta a la vida de tres.
Mujeres que acogen a familias rotas por la violencia cruel y sin sentido de algunos que se creen hombres pero que, haciendo daño a mujeres indefensas, demuestran su pura cobardía olvidándose que también nacieron de mujer. Que auxilian a enfermos en sus casas, a familias sin recursos, a madres solteras, a viudas, a huérfanos, a ex presidiarios, a proscritos… Que irradian amor y rezuman esperanza que se entregan generosas a tantas ancianas que otros pretenden ayudar acortando sus “inútiles” días con la muerte inducida a la que llaman eutanasia. Que renuncian a todo lo que no sea esencial para vivir, pero viven una vida plena porque sólo Dios les basta para ser libres y felices en esta vida y alcanzar el gozo eterno en la otra.
Son mujeres, solo mujeres y nada más que mujeres…
Pero sobre todo rezan, rezan sin descanso, para que Dios escuche sus plegarias y alivie las penas de la humanidad y de todas las almas perdidas que no encuentran otros hombros donde llorar sus penas.
Son mujeres, sólo mujeres y nada más que mujeres… Mujeres que reúnen el coraje y la fuerza interior necesarios para, libremente, regalar la verdadera libertad a tantos desfavorecidos y desheredados de una sociedad que les marca, interesadamente, su destino. Que dejan en sus celdas sus debilidades humanas para, con la ayuda de Dios, repartir fortaleza a los que ya no la tienen. Mujeres que no juzgan, ni critican, ni rechazan las peticiones de ningún necesitado. Que sólo ayudan en nombre de Dios a todo aquel que llame a sus puertas y que aceptan para los necesitados cuántos donativos les llueva del cielo. Piden para dar y lo agradecen con una sonrisa y con un amoroso “que Dios se lo pague” que resuena imponente en el alma de todo aquel que puede desprenderse de unas monedas.
Hoy, cercano el día internacional de la mujer, me he acordado de ellas, de esas Hermanas de la Cruz y de tantas y tantas siervas de Dios que trabajan sin descanso en todo el orbe conocido en favor de los demás. De esas madres sin hijos que han reservado ese instinto maternal para amar a tantos descarriados y desfavorecidos que comparten la vida con nosotros.
Por ellas brindo y por todas las mujeres de este mundo que lo han hecho más grande y más justo; trabajadoras, servidoras públicas, directivas, científicas, artistas, maestras, voluntarias, sanitarias, madres y defensoras en general de una sociedad más próspera y solidaria. Brindo por ellas, que no necesitan gritar, ni provocar, ni manifestarse con tambores y panderetas de estupidez para que la sociedad aprecie lo que vale la mujer. Que, en silencio y con constancia, luchan por una igualdad que se han ganado a pulso y para que, rendidos ante su grandeza, entendamos todos por qué nacemos de mujer. Una sociedad que no se sostendría sin el valor de esos seres premiados por la naturaleza a las que Dios ha encomendado la sublime tarea de dar vida, de protegerla y de perpetuarla.