Entre las cuatro han ayudado a miles de personas. Son mujeres con un norte claro, influencers de humanidad en un mundo herido
Tiziana es una ejecutiva italiana que convirtió su empresa en un volcán de dignidad profesional y personal donde, por ejemplo, tener hijos es una fiesta. Pilar vive en Shanghái y ha puesto en marcha un orfanato que ofrece calor y horizontes a niños abandonados. Celine es ginecóloga en Kinsasa y atiende a mujeres que dan a luz en un entorno sociosanitario con muchas sombras. Y María José dirige una asociación que lucha para que jóvenes chilenos con discapacidad intelectual disfruten de condiciones laborales justas. Entre las cuatro han ayudado a miles de personas. Son mujeres con un norte claro, influencers de humanidad en un mundo herido.
Tiziana Bernardi es una alta ejecutiva en la banca italiana. Nació en 1956 en Nomadelfia, una comunidad fundada en 1947 en la Toscana donde unas sesenta familias ponen todo en común: no tienen sueldos, ni apellidos, ni horarios, pero son una piña, intentando imitar el espíritu de los primeros cristianos. De hecho, el papa Francisco les visitó en 2018 y les animó a seguir adelante con ese modelo de vida donde rige «la ley de la fraternidad».
Sus padres, huérfanos, se criaron allí. Crecieron y formaron una familia con cinco hijos en un contexto de pobreza crónica. Cuando Tiziana cumplió tres años dejaron la comunidad, pero esa denominación de origen quedó en ella para siempre.
Desde pequeña arrimó el hombro para ayudar a sus padres, empleados en una empresa metalúrgica. Vaciaba las papeleras de los despachos y soñaba con ser secretaria. Durante los veranos volvía a Nomadelfia a respirar «la riqueza y la raíz de aquellos valores». A los quince años trabajaba por las mañanas y estudiaba por las tardes un diploma superior en Finanzas. Lo hacía contra la voluntad de su padre, «que pensaba que una mujer entre libros estaba perdiendo el tiempo».
Cuando cumplió dieciocho, empezó una intensa trayectoria en la banca, una mezcla de prueba de obstáculos y salto de altura. La secuencia puede dar vértigo: comenzó de asistente en el Banco de América en Italia y terminó, varios años y miles de horas de trabajo después, siendo vicepresidenta de Unicredit, uno de los grupos más importantes de Europa. En medio, su boda con Carlo, un inspector bancario «que viajaba entre semana y paraba en casa los sábados y domingos», dos embarazos que le impidieron ocupar puestos directivos en principio previstos para ella, y traslados a Luxemburgo, Verona y Roma. Y una conclusión: el sector necesitaba un nuevo liderazgo.
En 1996, con cuarenta años, Tiziana llegó a la cúspide de un mundo empresarial donde reinan la eficiencia, la agresividad −«tenéis que cortar cabezas», «si hace falta, se maltrata a quien sea para que se vaya»− y los beneficios, «aunque también hay hueco para los valores». Bernardi se puso manos a la obra con un lema claro como punto de partida: «Competencia, competencia, competencia»: trabajo de calidad. Para eso, la jefa no se encierra en su despacho: escucha, come en la cafetería con los empleados y se toma en serio «invertir en el personal». Las ideas que proponen las desarrolla con rapidez y los trabajadores dejan de mirarla de reojo y le ofrecen su confianza.
Por ejemplo, una mujer le planteó: «¿Por qué no ponemos una guardería de la empresa? Me gustaría tener familia, pero vivo muy lejos y no sé cómo cuidar de los hijos que vengan». Tiziana respondió: «A partir de ahora trabajarás para poner en funcionamiento una guardería. Eres la persona perfecta para resolver este problema de muchos padres». Unos meses después se inauguró la primera guardería de Unicredit.
Iba de frente «buscando relaciones transparentes y auténticas» con los profesionales, «que, para mí −asegura− eran más importantes que los clientes». Evaluaba los ascensos con el jefe de Recursos Humanos con criterios claros. «Una vez rechazó a una candidata para un cargo por ser una joven guapa que, según él, se casaría y se quedaría embarazada. Aquello me recordó lo que yo había vivido, así que le pedí que pensara inmediatamente en un sistema para celebrar por todo lo alto el nacimiento de los hijos de cualquier empleado». Se produjo una revolución: por cada recién nacido se plantaría un árbol en un parque cercano. Fueron cientos y se bautizaron con los nombres de los bebés. Se instituyó el Día del Niño y, por supuesto, estar embarazada dejó de ser discriminatorio para lograr un ascenso.
Otro ejemplo. Hace unos años sufrió un cáncer de mama y comprobó que la cobertura del seguro de la empresa no era suficiente. «Expuse mi caso y las pólizas se cambiaron a favor de todas las mujeres». A partir de entonces, estableció una estrategia de apoyo a la salud de los empleados con exámenes médicos anuales, ayudas para dejar de fumar, respaldo psicológico gratuito en horario laboral o un servicio de osteopatía. Además, partido a partido, logró que el consejo de administración afianzara buenas prácticas como dinamitar las brechas salariales entre hombres y mujeres o facilitar el teletrabajo.
Después de más de diez años como directora general de Unicredit Process and Administration y vicepresidenta del grupo Unicredit, puede decirse que Bernardi consiguió el oro en reputación interna y externa, demostrando «que el salario no es la palanca más importante para motivar a las personas».
Pero en 2013 la vida de Tiziana cambió de registro. Su marido enfermó de cáncer. Aunque «el primer diagnóstico fue terrible», salió adelante pronto. Sin embargo, aquella nueva experiencia cercana del dolor supuso un shock para la familia. Pararon. Pensaron. «Sentimos una necesidad enorme de felicidad, porque lo que teníamos no nos parecía suficiente». En busca de esa alegría honda, su hijo Pietro decidió hacer un voluntariado en Tanzania y Tiziana le acompañó. Un giro de guion radical. Tras cuatro décadas en la banca, negoció su salida en 2015 por una corazonada con fundamento: «Expliqué las razones al director general del grupo. Le hablé de África y me dijo que tenía mucha suerte de ser tan libre para tomar decisiones valientes».
Tanzania la fascinó. Decidió involucrarse a fondo, hasta el punto de utilizar la indemnización del banco para fundar la ONG Onlus Golfini Rossi y de pagar con su actual pensión a los que se encargan de profesionalizar sus proyectos en esta reserva educativa y asistencial en torno al monasterio benedictino de Mvimwa. De ella se benefician los veinte mil vecinos de la localidad, los usuarios de cuarenta y seis dispensarios médicos que dependen de la abadía y, de algún modo, toda Tanzania, porque hacen promoción de la salud, higiene y nutrición de la mano del Ministerio de Sanidad. Desde hace más de cinco años Tiziana vuelca en las personas pobres de las aldeas rurales el mismo compromiso y la misma pasión de siempre porque las considera familia. Puro ADN de Nomadelfia.
Sigue viviendo en Milán, pero allí tiene solo un pie. La cabeza, el corazón, las manos y el otro pie están en Mvimwa. En 2021 comenzarán la construcción de un centro de salud maternal y pediátrico y abrirán la primera residencia para niños y jóvenes con discapacidad. Entre Italia y Tanzania trabaja «con la certeza de haber encontrado la nueva felicidad que buscaba».
Pero nadie regala nada. Entre julio y agosto de 2020 tuvo una crisis; a su marido le diagnosticaron otro tumor maligno; ella se cayó en la calle y su recuperación fue algo complicada; su madre sufrió dos accidentes cerebrovasculares y un hermano, un infarto. «Además, ¡el coronavirus! No entendía nada. Le pedí a Dios que me hiciera ver si debía abandonar África. La Providencia intervino con sencillez y eficacia. Comprendí que debía tener más fe y quedarme».
A sus 64 años, y con la perspectiva de su rica trayectoria profesional, Tiziana sueña con la aportación de la mujer al mundo de hoy: «Contamos con una capacidad natural y estructural para proteger la vida. La maternidad es muy poderosa, también la no biológica. ¡Mira cómo santa Teresa de Calcuta cambió el destino de millones de personas! Aunque todavía queda un largo recorrido en muchas partes para que liberemos todas nuestras posibilidades, las mujeres deberían ocupar más puestos estratégicos en la sociedad civil, porque pueden y deben llenar de humanidad el planeta. Tenemos un potencial increíble».
Pilar Tan nació en Taiwán hace cincuenta y seis años. Se crio en España y vivió más de veinticinco en la costa oeste de Estados Unidos; de ahí su grado en Economía en UCLA. Además, estudió un máster en Comunicación en Madrid. En 2005 su familia se trasladó a Shanghái. Su empresa destinó allí a su marido, Jason, y ella pensaba que disfrutaría de unos años tranquilos. «Pero, hijo, me cansé pronto de ese estilo de vida, que no terminaba de llenarme. Empecé a hacer voluntariado y me conquistaron los niños huérfanos, que muchas veces son invisibles».
En 2006 su familia atendió a un niño de un orfanato que necesitaba una operación para corregir su labio leporino bilateral. Después de tres cirugías, decidieron ser la familia de acogida de J. J. Encontrar un colegio adaptado a sus circunstancias resultó imposible y, en ese camino, Pilar se hizo preguntas: ¿cómo podía ayudar a estudiantes que necesitan más tiempo, que aprenden más despacio pero que están capacitados para avanzar y abrirse camino en la vida? De aquella cuestión salió una respuesta: fundó en 2011 WILL −acrónimo de Walk Into Life and Learn−, que, desde entonces, acoge a niños abandonados, generalmente por haber nacido con una discapacidad intelectual.
Según las autoridades chinas, en 2017 había 410.000 huérfanos en el país, cifra bastante menor que la que ofrecen Unicef y el Instituto de Investigaciones Filantrópicas de China. Además, la adopción de estos niños resulta muy complicada, porque más del 95% padece algún tipo de discapacidad, como publicó El País. Para ese altísimo porcentaje Pilar impulsó WILL. Allí dan oportunidades a muchos niños en un clima de esperanza, y tratan de que cuenten con «las mismas posibilidades que todos, haciendo que este mundo sea más sensato». WILL cuida, protege, educa, anima, desarrolla y da alas a chicos y chicas que estaban destinados al ostracismo social.
Pilar, madre de dos niños, cree que «la única diferencia entre nuestros hijos y los huérfanos es que los primeros tuvieron suerte. ¿Suerte? ¡Sí! Porque, el día en que nacieron, sus padres no los dejaron a la orilla del río, ni en el pasillo de un hospital, ni los arrojaron a un cubo de basura». Aquellas imágenes en primer plano fueron para ella una bofetada, una sobredosis de realidad.
Antes, Tan era una mujer china en medio de Occidente. Y afortunada. Admite que vivía, como muchos otros, «en una burbuja irreal que ni nos nutre, ni nos ayuda a ser más fuertes, ni nos ofrece retos apasionantes, ni estimula lo mejor de nosotros. La burbuja es solo la coraza de nuestro entorno cómodo». Aterrizar en Shanghái y convertirse en una mujer occidental en medio de Oriente le abrió los ojos y el corazón. Aunque su objetivo era adaptarse y llevar una vida sin aristas, «Dios tenía otro plan para mí −afirma−. Noto que estira constantemente mi potencial para que sea capaz de más, más y más.
Y así soy muy feliz. De hecho, aunque estoy un poco cansada por el esfuerzo de estos años, sé que nunca me jubilaré, porque tengo una especie de adicción a seguir mejorando la vida de nuestros hijos».
Mujeres brújula en un bosque de retos es un híbrido de ensayo e historias personales escrito por Isabel Sánchez, secretaria central del Opus Dei, según la editorial Planeta «una de las mujeres más influyentes de España». En el libro aborda con mirada trascendente y enfoque cristiano algunos de los grandes desafíos que, en su opinión, afronta nuestro mundo: educación, paz, trabajo, cuidado mutuo, liderazgo, solidaridad y sostenibilidad. Lo hace mostrando el potencial de la mujer en cada uno de esos campos a través de vidas y proyectos concretos, lo que convierte el libro en un vademécum de catarsis pacífica mundial que empieza en el interior de las personas.
Esos parecidos y diferencias quedan de manifiesto en los retratos de Tiziana, Pilar, Celine y María José. De norte a sur y de este a oeste −en Milán, Shanghái, Kinsasa y Santiago de Chile− andan alicatando sus entornos de humanidad.
A sus cuarenta y siete años, Celine Tendobi es la jefa de Ginecología del Centro Hospitalario Monkole, fundado en 1991: un torbellino de salud y dignidad ubicado en su ciudad natal, Kinsasa, una capital con más de catorce millones de habitantes y muchas necesidades propias del tercer mundo.
Ante la falta de medios, el exceso de enfermedades y los problemas de higiene y nutrición a su alrededor, desde niña supo que quería estudiar Medicina «para ayudar a los más desfavorecidos». Se licenció en su país y completó su preparación entre la Clínica Universidad de Navarra y el Hospital Sant Joan de Déu de Barcelona. «Mi objetivo era formarme y volver para que los congoleños pudieran aprovecharse de mis conocimientos. Quería servirles con mi trabajo bien hecho».
Eligió obstetricia porque «las personas más necesitadas son las madres y los niños. Me parecía la mejor manera, la más completa, la más bonita y la más satisfactoria de ofrecerme a los pacientes y sus familias».
En su departamento nacen cada año entre 900 y 1.250 niños. Unos 1.200 han visto la luz gracias a su pericia desde que viste bata verde. Entre ellos, unas veinte criaturas que hoy sonríen por Kinsasa por culpa de Celine porque eran carne de aborto pero ella medió para tender una mano a sus madres y animarlas a que siguieran adelante con el embarazo. «Bastantes mujeres que han decidido abortar se quedan perplejas cuando ven y oyen cómo late la vida de sus hijos en una ecografía», asegura.
En estos últimos años le toca instruir a los jóvenes que han optado por su misma especialidad. A ella le reservan las cesáreas: unas cuatro cada semana en esa ala de Monkole. Cuando nacer se complica, ahí está la mano de Celine.
Ejerce en una zona donde cualquier formación es de primera necesidad, a vida o muerte, sobre todo entre la población femenina: «Todavía hay muchas chicas sin escolarizar y parece como si el futuro de las mujeres no interesara». Cierto; aunque la situación va mejorando, todavía el 35% de las mujeres del país son analfabetas, según la Unesco. Por eso, además de su absorbente labor diaria en el hospital, Tendobi está involucrada en diferentes iniciativas que unen mujer y salud: maternidad sin riesgos, cribado del cáncer de cuello de útero, información sobre VIH-sida… Lleva catorce años sacando del pozo a chicas «sin un porvenir claro pero con muchas capacidades para aprender».
Sí. A veces le ha podido el cansancio físico «aunque, al ver las necesidades cada vez más numerosas −reconoce−, me olvido de mis cosas y vuelvo al trabajo con alegría y convicción».
Yendo al fondo de su tarea y de su pasión por todo lo que hace, Celine está convencida de que Dios, «al crear a la mujer, puso en su corazón algo que nadie más en la tierra puede sustituir. Solo hay que mirar a nuestras madres, hermanas, amigas, abuelas... Es algo que nos toca profundamente y nos cambia, animándonos a hacer bien las cosas para los demás y promover que las personas sean felices».
María José López es un acelerador social que palpita en Santiago de Chile. Tiene 49 años y una juventud que tintinea al otro lado del charco. Estudió Teología. ¿Por qué? Porque nació en una familia «donde Dios estaba aparcado» y ella tenía una inquietud especial que satisfacer. Además, siempre ha sentido otro fuerte runrún interior: servir como salvavidas para mucha gente.
Está casada y tiene tres hijos. Es una mujer reflexiva, humanista y activa. Tanto que en 2015 inició ConTrabajo y, desde entonces, está al frente como directora ejecutiva. La fundación ayuda a personas con discapacidad intelectual y se centra en «generar contextos» que hagan la vida más llevadera y más plena a hombres y mujeres acostumbrados a encerrarse en una burbuja, a veces de cuidados, a veces de indiferencia.
El trabajo de María José es dirigir, pero sin perder la conexión con la gente. ¿Y qué hace desde su fundación? Estimular a jóvenes con discapacidad para que puedan encontrar empleo y seguir su progresión para no dejarlos cuando llegan a la meta.
Además de prepararles para el reto laboral, les ofrecen formación para tomar las riendas de sus vidas: aprenden a utilizar el transporte público, a «manejar la plata», a relacionarse con los demás, a ir al mercado… «Hace tiempo percibí que lo relacionado con las personas con discapacidad se podía hacer de otra manera porque, al menos en lo que yo conozco, actuábamos con parámetros muy anticuados y pocos recursos. Yo quería hacer algo que estuviera acorde a su dignidad». Y se van dando pasos. En estos cinco años, más de noventa jóvenes con algún tipo de discapacidad intelectual han descubierto un nuevo mediterráneo gracias a ConTrabajo.
«La cercanía con las personas que necesitan ayuda es lo que me motiva para despertarme todos los días», asegura María José, que ha conseguido «algo que busca todo el mundo y no siempre es posible: unir vocación y dedicación profesional. No me imagino trabajando en algo que no esté relacionado con compartir el destino de personas menos privilegiadas que yo. Ahí es donde he encontrado la humanidad más honda, más amor y más gozo».
En el camino, ha sido madre de un hijo con síndrome de Down. Aquello no fue el detonante, sino una sorpresa en el itinerario. Ahora tiene una doble motivación, «pero mi intención cuando empecé a trabajar en ese ámbito −recalca− no era personal. Yo solo buscaba profesionalizar al máximo la atención a los jóvenes con discapacidad».
El abordaje integral de ConTrabajo, explica, se dirige a tres esferas: en primer lugar, las familias, «porque muchas quieren que sus hijos trabajen y se adapten, pero después tienen miedo a que hagan vida normal, incluso a que se enamoren»; y, también, a la salud mental y al desarrollo personal. «A pocos les han preguntado “¿Tú qué quieres ser de mayor?”. Tratamos de orientarlos para que sepan qué hacer con lo que ganan, que cocinen, que tengan amigos. Les hablamos de afectividad y sexualidad, de lo que necesiten para ser ellos mismos».
La iniciativa de María José trasciende esta fundación. Su propuesta transversal es «romper el paradigma» para «dejar de pensar que nosotros somos los normales y los que sabemos. No. Mi idea es ayudar a construir una comunidad en la que convivimos personas diferentes aprendiendo unas de otras».
Pone el ejemplo de Purita que, a sus 36 años, consiguió empleo como auxiliar de limpieza en varias empresas de la ciudad gracias a ConTrabajo en julio de 2018. Cuando empezó su vida laboral, su primer objetivo era tener una habitación independiente porque, hasta entonces, siempre había compartido espacio con su madre. Logró ampliar su casa, tener su zona, adquirir una lavadora y una nevera e incluso instalar una ducha con agua caliente. «Ella refleja la situación media de la población con discapacidad de Chile, habitual entre los más pobres del país».
Además de la mejora de la calidad de vida, el caso de Purita muestra hasta qué punto se crece con una aproximación que abarque lo personal y lo profesional. Era una mujer tímida y ahora se desenvuelve con independencia. Ha enseñado a su madre a moverse en metro. Desde junio de 2019 tiene una cuenta donde reserva sus ahorros para abrir su futura vivienda en el sur de Chile, junto a su madre.
Este proyecto ha cambiado, en primer lugar, a la propia María José: «Cualquier relación humana enseña. Si vives sin problemas especiales, puedes perder la noción de lo que pasa alrededor. He intentado siempre superar esas fronteras e ir más allá. Estoy crónicamente expuesta a la conversación. Me interesa estar con gente distinta, hablar desde múltiples puntos de vista y desde realidades diversas. Ahí está mi aprendizaje».
Álvaro Sánchez León, en Nuestro Tiempo
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