Para el pensamiento platónico la belleza era buena y verdadera; la bondad, bella y verdadera… la verdad era bella y buena
Desde la Grecia clásica, la Tríada que resume los grandes valores de la humanidad es el bien (o bondad), la verdad, y la belleza. Si por algo merece la pena vivir, es por contemplar la belleza. Eso nos dijo Platón en su obra el Banquete. Pero, ojo, lo que él entendía por belleza no es igual a lo que entendemos hoy. Para nosotros lo bello estaría relacionado con: “Aquello que da placer a la vista, al tacto, al oído, al gusto, al olfato. En una palabra, a los sentidos”. Los sofistas estarían totalmente de acuerdo con la idea anterior, pues entendían la belleza igual que nosotros, un gusto para los sentidos; mero placer sensual. Sin embargo, para el gran maestro, esa sería apenas una parte de la belleza. La belleza íntegra abarcaría todo lo que provocara admiración, agrado en cualquiera de sus formas. Para Platón lo más hermoso que un ser humano puede contemplar es la sabiduría. Por tanto la belleza iba más allá de los valores estéticos; incluía también los morales y cognoscitivos, al igual que el bien. Y es que, para nuestro filósofo, bien y belleza eran sinónimos. Pero, ¿y la verdad? De la misma manera que para el pensamiento platónico la belleza era buena y verdadera; la bondad, bella y verdadera… la verdad era bella y buena. Por tanto, la Tríada era indisociable. No era posible un valor sin el concurso de los otros. La resultante de los tres valores estaría en la sabiduría. Y sabio sería aquel capaz de apreciar el bien, la verdad y la belleza. A Kant le pareció demasiado exigente el planteamiento platónico, y estando de acuerdo con la Tríada, estableció que cualquiera de ellas podía darse por separado. Si para Platón, un malvado (alguien portador del mal, por tanto, lo antagónico del bien) no podría aportar belleza (una composición musical) porque su maldad corrompería todo lo demás, para Kant sí era posible y esa flexibilidad ha formado parte de la ética de nuestra época, pero… Platón era más sabio que Kant, infinitamente más. Por ejemplo, si nos mostraran unos cuadros maravillosos y nos dijeran que su autor es un asesino, ¿veríamos la obra con los mismos ojos? Posiblemente no. Eso mismo pensaba el discípulo de Sócrates. Platón es mucho Platón, aunque el utilitarismo ilustrado de Kant decidiera descargar el peso de nuestras conciencias con tanta exigencia del filósofo griego. Pero la exigencia de Platón nos permite, a modo de juego, poner a prueba nuestro grado de sabiduría. ¿Seríamos capaces de hacernos preguntas incómodas, perturbadoras, que nos hicieran pensar de verdad si las causas que cada uno apoya o considera justas incorporan en ellas el bien, la verdad y la belleza, o simplemente preferimos no recapacitar y dejarnos arrastrar por la marea de la complacencia, de la comodidad? Si viéramos la necesidad de replantearnos cosas, ¿lo haríamos? Todos estamos igual. Nadie está seguro de casi nada. Y la confusión nos envuelve. Pero tenemos que salir de ella. Necesitamos volvernos subversivos. Sí, eso que ya no se dice. Ser subversivo hoy es darle una patada en el culo a lo políticamente correcto, que de correcto sólo tiene la falsa urbanidad de ser amable con quien no lo merece. ¡Hay tantas preguntas en el alero! Se me ocurren un par a modo de ejemplo, sin pretender otorgarles prioridad ante otras que cada uno pueda plantearse. Las elijo por una sola razón: ser espinosas. ¿Hay bien, verdad y belleza en una sociedad que preconiza que el sexo es una construcción social y que cada uno puede ser hombre, mujer, niño o niña, independientemente de su edad, y cambiarse a su antojo las veces que lo crea oportuno? ¿Hay bien, verdad y belleza en una sociedad que considera al hombre y a la mujer, por el mero hecho de serlo, enemigos históricos en vez de compañeros de viaje complementarios? ¿Hay bien, verdad y belleza...? Preguntémonos cosas incómodas. Tenemos que decir se acabó, y eso no se consigue con comodidad y sin enfrentar a la confusión. ¿Hay bien, verdad y belleza en que toda la fuerza se nos vaya por la boca? Efectivamente, ¡hay tantas preguntas en el alero...! Quizá el bueno de Platón podría ayudarnos a salir de este laberinto.