Entrevista a Joan Carles Trallero, médico de familia especializado en acompañamiento al final de la vida
Tengo 59 años. Soy barcelonés. Estoy casado y tengo tres hijos. Básicamente me dedico a la formación y la docencia sobre el final de vida. Creé y presido la Fundación Paliaclinic. Los políticos están cada vez más alejados de la realidad de las personas. Su mundo difiere del nuestro. Soy creyente.
Fundó ‘Paliaclinic’ para ayudar, apoyar y acompañar a las familias más vulnerables que deben afrontar un proceso de enfermedad avanzada o el final de la vida. “Queremos dignificar la muerte como dignificamos la vida”. Con exquisita sensibilidad nos explica que acompañar es lo contrario de controlar, es estar al lado del otro mientras recorre su camino. “Cuando las personas perciben que te interesas de verdad por ellas, más allá de la enfermedad, experimentan su propia dignidad. Que alguien te dedique su tiempo, acercándose a tu dolor sin pretender nada más que estar a tu lado, como hacen los voluntarios, siempre sorprende y conmueve”. Tiene varios libros publicados y uno en camino: ¿Morirme yo? No, gracias (Libros de Vanguardia).
Cuando mi padre enfermó y murió prematuramente yo ya era médico de familia, y comprobé que no sabía apenas nada acerca de cómo manejar ni acompañar una situación así, y lo solo que te sientes.
Y se formó en cuidados paliativos.
Sí, tras otra experiencia durísima: atender el final de vida de una niña adolescente. Hicimos lo que pudimos, recuerdo que algún día al salir de su casa me flaqueaban las piernas. No estaba preparado para algo así.
¿Puede haber situaciones alegres dentro de la desgracias?
No todo es triste. Hay situaciones que se viven con alegría y también ocurren cosas cómicas.
¿Cómicas?
Visitaba a un anciano al que aún le quedaban fuerzas pese a su avanzada enfermedad. Cuando estaba escribiendo mis notas se me acercó por detrás y me echó en la cabeza un tónico y se puso a hacerme friegas. La cuidadora se partía de risa y yo no sabía qué hacer. Antes de irme me dio un montón de botellines y el consejo de cuidarme si no quería quedarme calvo.
¿Los enfermos saben que van a morir?
Casi siempre, aunque no lo digan. Recuerdo un caso en el hospital en el que la familia se debatía en si informar o no al paciente. No fue necesario, él hizo con su mano el gesto de un avión que despegaba hacia el cielo. No hicieron falta palabras.
¿Y por qué lo saben?
Cuando estamos enfermos no nos volvemos infantiles, esa es una fantasía que proyectan los que están alrededor: como nos gustaría que no te enteraras vamos a creernos que no te enteras.
Eso no debe ser bueno.
Lo peor, para mí, es la soledad de los enfermos fruto de la incomunicación y de la infantilización a la que a menudo se ven sometidos. La mirada del enfermo que sufre en soledad aunque esté rodeado de gente, no se te olvida.
Algunos enfermos se dejan ir.
Hasta cierto punto, deciden cuándo se dejan ir. Recuerdo el caso de una mujer gravemente enferma que hacía siete años que no veía a su padre, que vivía en Armenia. Ella quería despedirse, pero tardamos tres meses en conseguir traerlo a España. Pudo estar con ella unas pocas horas, luego falleció. No pasaron ni un día juntos, pero su reencuentro valió por toda una vida.
Cuénteme más acompañamientos que le hayan dejado huella.
La muerte de María de dos añitos que nadie esperaba. Sumergirme en el dolor de sus padres cuando mi hija estaba en tratamiento de un cáncer, me hizo conectar con el dolor que podría llegar a sufrir yo también como padre.
¿Qué necesitan las personas que pasan por un duelo así?
Que estén a su lado, que les permitan expresar sus emociones, que no las fuercen a pasar página ni les ofrezcan fórmulas mágicas.
Veo que la aceptación es básica.
La aceptación y el reconocimiento de que queda poco tiempo es lo que permite al enfermo activarse para exprimir la vida, y facilita que se cumplan sueños y deseos pendientes.
¿Recuerda algún deseo curioso?
Una anciana pidió un gin-tonic y un cigarrillo pocas horas antes del final. Nos asusta estar junto a alguien que va a morir porque no sabemos qué hacer, ni qué decir. Pero no hemos de hacer ni decir nada, simplemente estar, con eso basta. Los enfermos no esperan de nosotros soluciones, pero necesitan nuestro afecto y amor.
El amor y la compañía reconfortan.
Sí, un nieto se tumba en la cama junto a su abuelo enfermo que ya no coordina lo que dice, le coge de la mano, le dice “te quiero, abuelo”, y él le contesta “yo también te quiero”. Las conexiones de la estima se mantienen mucho más allá de las de la racionalidad.
¿Se ha sentido impotente?
Nos sentimos impotentes cuando no podemos cambiar los hechos, pero siempre podemos cambiar la vivencia de los hechos, y eso puede ser muy valioso. Una mujer cuyo marido iba a morir y a dejarla sola con tres niñas, tras darle yo la noticia me dijo si podía hacer algo por ella.
¿Qué quería?
Me pidió que la abrazara. Un abrazo que simbolizaba el encuentro humano en medio del sufrimiento, y que ella necesitaba más que promesas o psicofármacos. Pero cuando el enfermo se cierra en banda te sientes muy impotente.
¿Le ha ocurrido?
Nuestro empeño en que la vida no se acabe no solo puede acortarla sino deteriorar la calidad de lo que queda. “Uno vive más cuando deja de intentar vivir más”, dice Atul Gawande. Si en lugar de poner en el centro la enfermedad y el miedo ponemos el amor eso lo transforma todo.
Queremos controlar.
Confiamos poco en la naturaleza, intervenimos en exceso en los procesos de final de vida. Dejamos poco espacio a la sorpresa, a la magia, cuando lo hacemos ocurren cosas. El prodigio no lo es en sí mismo, está en nuestra forma de mirar, que es la que lo hace visible. Pero también he visto maravillas.
¿Por ejemplo?
Dos amigas vivían juntas y una enfermó y murió. Tenían un almendro muy querido que llevaba años sin florecer. Tras el proceso, que fue muy bonito, el almendro floreció, ¿Casualidad?, según con qué ojos lo mires.
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