La formación no es sólo una ocupación intelectual, sino un proceso que abarca todas las dimensiones de la persona. Implica un cierto equilibrio entre las distintas potencias humanas, y un trabajo de educación moral y espiritual
En los últimos años es frecuente oír hablar sobre los riesgos del voluntarismo en la educación moral y espiritual de las personas, especialmente de los jóvenes. Se trata de un tema importante, porque la voluntad es la facultad con la que ejercemos nuestra libertad. Si educar consiste en enseñar a usar la libertad, lo primero es formar bien la voluntad.
Se suele señalar el pensamiento de Guillermo de Ockham como el origen de esa deformación de la vida moral que es el voluntarismo. En efecto, el teólogo inglés propuso el llamado voluntarismo divino que, para lo que aquí interesa, se podría resumir así: algo es bueno o malo porque Dios lo dice, y no al revés. En este planteamiento, la razón no es capaz de conocer cuál es el bien que alcanza al seguir la ley moral, más allá de saber que con su voluntad está obedeciendo a Dios. Sin embargo, y al margen del desarrollo histórico concreto de la teología moral, considero que esta asociación entre Ockham y el voluntarismo oscurece más que ilumina el sentido actual que se da a este fenómeno espiritual.
En mi opinión, ayudaría distinguir entre el “voluntarismo teológico” (de Ockham, sobre por qué un acto es bueno o debido), el “voluntarismo espiritual” (que se refiere a cierto modo de experimentar el esfuerzo por ser mejor) y el “racionalismo” o intelectualismo moral (que considera que es suficiente con conocer el bien para hacerlo). El racionalismo se opone claramente al voluntarismo teológico, pues considera que lo decisivo es la capacidad de la razón humana de conocer el bien. La ley moral se cumple porque manda lo bueno y porque obedecer a Dios es bueno. Lo llamativo es que, en este esquema, el “voluntarismo espiritual” está más cerca del intelectualismo moral que de la postura de Ockham.
La persona voluntarista es más bien racionalista, ya que su razón es la que dirige −de modo despótico− la voluntad. Tiene claro qué es lo bueno y lo hace, aunque no le atraiga ese bien concreto. Lo que falta es desarrollar la capacidad de amar lo bueno. Por tanto, el problema no es de inflación, sino de atrofia de la voluntad. El voluntarista necesita más voluntad, pero en el sentido que explicaré a continuación.
Siguiendo una venerable tradición que se remonta, al menos, hasta san Agustín, pueden distinguirse dos dimensiones de voluntad que llamaré la voluntad “como motor” y la voluntad “como corazón”. Ambas son necesarias para el crecimiento personal, pero cada una tiene una función propia. Si las consideráramos como dos extremos, tendríamos que si alguien solo desarrollara la voluntad como motor tendría una concepción técnica del ser humano, centrada en la eficacia de conseguir lo que se propone, sin necesitar a nadie. Desde el punto de vista moral, lo que buscaría es la propia perfección. En el otro extremo, cultivar la voluntad como corazón llevaría a comprender la persona como alguien encarnado, interesado en que su vida sea fecunda, sabedor de que lo realmente valioso solo se puede recibir como don gratuito de los demás o de Dios. En lo moral, su meta sería el amor.
La distinción sirve para explicar que el problema del voluntarismo espiritual consiste en reducir la función de la voluntad a ser motor, es decir, a la capacidad de realizar acciones correctas. Por su parte, el riesgo de entender la voluntad solo como corazón sería acabar en algún un tipo de quietismo espiritual, como si no hiciera falta esforzarse para lograr el bien y crecer moralmente.
La voluntad como corazón no debe entenderse de un modo “sentimental”, cambiante o superficial, sino tal y como lo hace, por ejemplo, Hildebrand en El corazón. Allí se refiere al corazón como el centro espiritual de la persona y órgano de su afectividad. Precisamente lo que necesita el voluntarista es cultivar sus afectos, de modo que no solo realice el bien porque sabe que es lo correcto, sino porque lo ama y se va identificando con él. Esto es posible porque el bien siempre lleva el nombre de alguien: lo bueno son acciones que realizamos para o con otras personas.
El voluntarismo espiritual lleva a organizar la propia vida sin −en el fondo− necesitar de los demás. En cambio, quien cultiva la voluntad como corazón afronta las dificultades junto con los demás, contando con su ayuda. Confía especialmente en Dios, según explica Torelló en Él nos amó primero. El voluntarista se desanima con facilidad, porque comprueba las limitaciones de su motor. Necesita crecer en esperanza, que es la virtud que prepara a la voluntad para recibir plenamente el don de Dios, la gracia.
La clave de la educación de la voluntad es que la persona descubra que los bienes (la amistad, el amor, el servicio o la justicia) llenan su vida y colman su corazón. Ciertamente, se trata de un proceso en el que, especialmente al comienzo, es muy necesaria la fuerza de voluntad (el motor). Pero ella sola no basta para mantenerse en el bien, sobre todo cuando pasa el tiempo. Los motores envejecen y se estropean. En cambio, si se consigue la identificación afectiva con los bienes de la propia vida, cada vez requerirá menos esfuerzo mantenerse fiel a ellos.
José María Torralba Director del Instituto Core Curriculum de la Universidad de Navarra