Después de la resurrección, Pedro se dio cuenta de cuál era la clave de su grandeza. En este primer texto de la serie “Como en una película”, nos metemos en su conversación con el Señor que le hizo descubrir esta realidad
San Josemaría animaba a contemplar la vida de Jesús “como en una película”. Sin muchos libros ni demasiadas palabras, sino echando a volar la imaginación: mirar el taller en el que trabajó junto a José, oír su voz en el monte de las bienaventuranzas, tocar junto a Tomás su costado abierto... En definitiva, procurar adentrarnos en sus pensamientos y en los de la gente que estuvo a su lado.
Tal vez todos tenemos una lista de películas favoritas, aquellas que a lo largo de nuestra vida nos han impresionado especialmente. Los motivos pueden ser muy variados: una trama cautivadora, las emociones que nos provocaron, un personaje con el que nos sentimos identificados… Otras veces la razón principal será porque las asociamos a un determinado momento. ¿Quién no guarda con gran recuerdo una película vista en una ocasión especial?
Lo mismo podría decirse del Evangelio. Tenemos algunos pasajes que nos ayudaron en ciertos momentos o con los que nos resulta más fácil rezar. Algo parecido les sucedería a los apóstoles: cada uno tendría algunos recuerdos de su trato con Jesús que meditaría con frecuencia. «Nos hace bien a todos nosotros pedir la gracia de conservar la memoria de todo lo que el Señor ha hecho en mi vida»[1]. Si nos pusiésemos en la piel de san Pedro, es fácil imaginar que le gustaría volver una y otra vez al episodio de su conversación con el Señor después de la resurrección (cfr. Jn 21).
Los apóstoles se habían pasado toda la noche trabajando y no habían pescado nada. No era la primera vez que les ocurría. Años atrás, cuando Jesús les había llamado, había sucedido exactamente lo mismo. Y ahora estaban teniendo una experiencia similar.
Estando ya de regreso, de repente ven una figura al borde del lago. No la pueden distinguir con claridad. Ese misterioso personaje les da una indicación: «Echad la red a la derecha de la barca». Es el mismo consejo que Jesús les había dado al inicio de su vida pública. Vienen fogonazos de aquellos momentos a su memoria. Del mismo modo que eso les había hecho ver que tenían al lado al Mesías, ahora se dan cuenta de que aquella persona a quien no lograban distinguir era el mismo Señor. El más joven es el primero que lo advierte.
Pedro se tira inmediatamente al agua. No puede esperar: quiere alcanzar cuanto antes al Maestro. Los demás apóstoles tratan de alcanzar la orilla con la barca. Cuando llegan a tierra firme, apenas consiguen pisar la arena y «ven que hay unas brasas preparadas, un pez puesto encima y pan». Jesús les indica que saquen algunos de los peces que acababan de pescar y les invita a sentarse con él. Al terminar de comer, nos podemos imaginar a Jesús pidiéndole a Pedro que le acompañe a caminar junto al lago. Los dos solos. Un momento de intimidad con el Señor que Pedro no olvidará jamás.
Probablemente Jesús dejara al principio un poco de silencio. Irían despacio. Pedro sabe que está junto a Jesucristo. Pero, ¿qué puede decirle? Todavía tiene el recuerdo reciente de las tres negaciones: «No conozco a ese hombre, no sé de qué habláis…» Es el Señor quien se adelanta y le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?». Pedro rememora entonces la experiencia de su pecado, de su abandono. Es una experiencia que todos tenemos, y por eso nos resulta fácil colocarnos en esta perspectiva: sentir que el Maestro nos dirige esta pregunta con nuestro propio nombre. Pedro, armándose de valor, contesta de un modo distinto a como lo había hecho antes de la Pasión: «Sí, tú sabes que te quiero». Y entonces escucha del Señor esta inesperada muestra de confianza: «Apacienta mis corderos».
Siguen caminando. Lo único que rompe el silencio es el ruido de sus pisadas y el sonido del mar. Otra vez es Jesús quien toma la palabra, al cabo de un rato: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» Es la segunda vez que le dirige la misma pregunta en pocos minutos. Quizá Pedro pensaría que antes, en su primera respuesta, no había sonado muy convincente o que ahora tendría que reafirmarse con más fuerza. Podría haberse complicado y llenado de dudas, pero se arma nuevamente de valor: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Jesús contesta del mismo modo, dándole a entender de nuevo que se fía de él: «Pastorea mis ovejas».
Continúan bordeando el lago en el mismo silencio de antes. Cuando Jesús le hace por tercera vez la misma pregunta, Pedro se queda desarmado. Probablemente se acuerda en ese momento de otra conversación que tuvo con el Maestro justo antes de la Pasión. El evangelio de san Marcos nos cuenta que cuando se dirigían al huerto de los olivos, Jesús había predicho el abandono de sus discípulos: «Todos os escandalizaréis, porque está escrito: Heriré al pastor, y se dispersarán las ovejas». Pedro era el que había saltado más rápidamente: «Aunque todos se escandalicen, yo no». Pero el Señor le había hecho ver que lo decía también por él: «En verdad te digo que tú hoy, en esta misma noche, antes que el gallo cante dos veces, me habrás negado tres». Y Pedro, obstinado, había insistido: «Aunque tenga que morir contigo, jamás te negaré». Seguramente lo habría dicho convencido: no se trataba de una declaración ingenua o de un afán de aparentar. De hecho, pocos minutos después sacaría la espada e intentaría defender al Señor de toda esa multitud que iba a prenderlo.
Sin embargo, a pesar de aquel ímpetu, sabemos lo que ocurrió. Al decir «jamás te negaré», Pedro se había fiado más de su propia palabra que de la del Señor. Creía que para ser fiel bastaban sus propias fuerzas y sus convicciones. Por eso ahora, cuando el Maestro le pregunta por tercera vez si le ama, responde fiándose únicamente de Jesús: «Tú lo sabes todo, tú sabes que te amo». De algún modo, es como si dijera: «Si yo ahora estoy seguro de que te quiero, ya no es porque tengo una enorme confianza en mis posibilidades, sino sencillamente porque he aprendido que tú eres el soporte de mi amor, de lo bueno que yo tengo. He descubierto que me tengo que fiar de ti».
La respuesta del Señor a las palabras de Pedro lo llenarían de alegría, pues comprueba que no ha perdido su confianza en quien sería Roca de la Iglesia: «Apacienta mis ovejas». Los buenos propósitos de Pedro no se sustentan ya en sus cualidades o en su capacidad, sino en su contrición. Por eso Pedro es ahora mucho más fuerte, porque es mucho más consciente de su debilidad: sabe con mayor realismo quién es él y quién es el Señor.
Pedro nos da así una lección. Porque a veces, cuando las cosas van bien, podemos pensar que estamos siendo brillantes. Pero luego, cuando empiezan a torcerse, cuando nos equivocamos, quizá nos parece que no servimos para nada y nos dejamos invadir por una sensación de tristeza. Pedro nos enseña precisamente a encontrar en el Señor nuestra estabilidad, a dejarnos querer, a no fiarnos de nosotros mismos sino de Jesús. Y por eso podremos afirmar que le queremos: porque él lo sabe.
El fundador del Opus Dei definía la humildad como «la virtud que nos ayuda a conocer, simultáneamente, nuestra miseria y nuestra grandeza»[2]. Puede resultar paradójico, porque a veces pensamos que la humildad nos lleva a descubrir las cosas que hacemos mal y a no dar importancia a nuestras cualidades. En cambio san Josemaría señala que el conocimiento de nuestros defectos y de nuestras fortalezas han de ir de la mano: Dios nos ama siempre.
«No te asustes, ni te desanimes, al descubrir que tienes errores..., ¡y qué errores! −Lucha para arrancarlos. Y, mientras luches, convéncete de que es bueno que sientas todas esas debilidades, porque, si no, serías un soberbio: y la soberbia aparta de Dios»[3].
La humildad no consiste en decir cosas ingenuas sobre nosotros mismos, sino en saber y asumir la verdad sobre nosotros mismos, a la luz del amor de Dios. Él no nos ama por las cosas buenas que podamos hacer, sino simplemente porque somos nosotros: nos quiere porque sí.
De esa conversación a la orilla del lago, Pedro aprende a aceptar el amor que Jesús gratuitamente le ofrece. No tiene que hacer grandes cosas para conquistarlo o para merecerlo: basta que se deje querer como es. A partir de entonces su vida será distinta, comenzará a ver los éxitos y fracasos siempre desde la óptica del amor de Dios. Será de verdad la Roca sobre la que se fundamentará la Iglesia. Y, como en una buena película, no se cansará de rememorar una y otra vez esa escena en la que redescubrió la clave de su grandeza: que Dios le ama porque sí.
Julio Diéguez
Fuente: opusdei.org.
[1] Francisco, Homilía, 7-III-2019.
[2] Amigos de Dios, n.94.
[3] Forja, n.181.
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