Resulta incomprensible que en un país como España, donde los mártires se cuentan por miles, no solo no haya más cruces que recuerden su amor y su memoria, sino que algunos se empeñen en quitarlas
Recuerdo que un sacerdote me dijo en Iraq que si escarbabas la tierra, además de petróleo, lo que ibas a encontrar era sangre de los mártires. Que por otro lado, es mucho más fértil y valiosa que el crudo. En España sucede algo parecido. Si bien aquí encontraríamos muy poco crudo, manantiales inmensos de sangre de mártires que ya disfrutan de la Vida Eterna, seguramente, los encontraríamos como en ningún otro país del mundo.
Solo en el siglo XX ha habido miles de mártires reconocidos por la Iglesia. En los años 30 se asesinó a 4.184 sacerdotes, 2.365 frailes y religiosos, 283 monjas y más de 3.000 seglares. Unos 10.000 muertos cuyo único delito fue profesar la Fe Católica y no renegar de ella.
Todos murieron por lo mismo: por su amor incondicional a la Cruz. Los asesinaron porque estaban enamorados del Crucificado. Y tan grande era su amor que algunos incluso se acercaron a la muerte entre cantos. Sí, entre cantos. Hay una película preciosa, de bajo presupuesto, que refleja fielmente esto y que recomiendo vivamente: Un Dios prohibido, la historia de los mártires de Barbastro.
Podemos, por tanto, estar muy orgullos de que fueran miles quienes por amor vivieron y por amor murieron antes que nosotros. Pues ese y no otro fue el motor de sus vidas y el mejor legado que nos dejaron quienes nos precedieron. Ese amor, concretado en la Cruz, que intentaron, sin éxito, arrancarles de su corazón.
El odio a la Cruz fue tan grande que algunas de las torturas infligidas son difíciles de describir. Pero su respuesta a tanto odio fue más amor todavía. Amor que se concretó en perdón a los verdugos, en hermosos cantos y en una inmensa paz de espíritu incluso en los últimos momentos de su vida mortal. Ese es el legado de los mártires. La fidelidad y el amor a la Cruz y al prójimo −también al prójimo enemigo−. Y por eso resulta tan incomprensible que en un país como España, donde los mártires se cuentan por miles, no solo no haya más cruces que recuerden su amor y su memoria, sino que algunos se empeñen en quitarlas.
Por eso es tan importante empezar una cruzada que inunde España de cruces. Para hacer más visible cada día esa Cruz que salva y que inunda de amor a todos quienes están dispuestos a abrazarla. Y por eso es tan importante el éxito de esta cruzada, que no tiene más objetivo que el de facilitar que cada uno de nosotros pueda abrazar su propia cruz.
El Mundo no quiere la Cruz
Por eso es tan triste que Carmen Flores, alcalde de Aguilar de la Frontera, diga que la cruz es un «agravio a las víctimas del franquismo» y una «anomalía democrática». Y por eso es tan bonito que, ante unas palabras y una decisión tan desacertada, la respuesta del pueblo haya sido fiel a los mártires que nos precedieron, más amor. Amor que en ese caso se ha concretado en una multitud de cruces y flores hermosas en la entrada de las Descalzas donde estaba la cruz hasta hace bien poco.
Lo decía el otro día un sacerdote en Misa: «El Mundo no quiere la Cruz, pero nuestra obligación es llevar la Cruz al Mundo», y los vecinos de Aguilar de la Frontera han entendido esto a la perfección.
La Cruz nos recuerda que existe un Amor que ha sido capaz de vencer a la muerte. Nos muestra que el final de este valle de lágrimas es dulce, pero que inevitablemente tenemos que cruzar el valle. Nos enseña que la muerte no es el final. Y nos ayuda a cargar nuestra propia cruz −que siempre nos acompaña− y a no olvidar que no es más el discípulo que el maestro, y el nuestro murió crucificado. Por todo ello necesitamos más cruces.