Puppinck denuncia que estamos en la última estación de un viaje que nos lleva a los «derechos transhumanos»
Grégor Puppinck es doctor en Derecho, especialista en derechos humanos, derecho internacional y derecho de familia. Es director del Centro Europeo para la Ley y la Justicia (Estrasburgo), entidad que forma parte de la iniciativa europea One of us (federación europea que agrupa diferentes organizaciones que defienden la vida en todas sus formas y manifestaciones). Pero sobre todo es uno de esos juristas intelectuales, rara avis, capaz de ir más allá de la pura letra de la ley, contracorriente, sin miedo a las consecuencias que pueda acarrearle la exposición pública de sus opiniones mayoritariamente minoritarias.
Sus análisis se apoyan, no solo en sus consolidados conocimientos jurídicos, sino en su amplia experiencia personal ante instancias internacionales, como el Tribunal Europeo y las diferentes instituciones de Naciones Unidas.
«Mi deseo es la ley» es un libro para cualquier persona preocupada por la crisis de la civilización occidental una obra de lectura obligada en un momento histórico y social en el que nos encaminamos hacia la destrucción del espíritu de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 con la aprobación de una legislación que resulta a todas luces contraria a la dignidad humana; como sucede en el caso de España con la recientemente aprobada Ley de Eutanasia o con la próxima Ley estatal de transexualidad que implica sin pudor y de forma perversa y obscena a la infancia en esa estrategia colectiva, enloquecida y sin sentido, que es la ideología de género.
Esta obra nos refleja sin adornos la crisis actual de la concepción del ser humano; la mutación antropológica que estamos viviendo; la alteración de nuestros principales códigos simbólicos, elaborados a lo largo de siglos y sustentados sobre la tradición judeo-cristiana, la filosofía occidental iniciada con los greco-latinos y el derecho entendido, según palabras de Santo Tomás de Aquino, como el uso de la razón para la consecución del bien común. Este libro analiza la transformación de la concepción del hombre a través de la transformación de sus derechos.
Cumplidos más de setenta años desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, los derechos inalienables e imperecederos de la persona −deducidos de la propia naturaleza humana− se ven amenazados por la propia organización que los consagró. Naciones Unidas, convertida en autora de una «nueva ética mundial», está comenzando a poner en tela de juicio las verdades antropológicas esenciales del ser humano. Ciertos grupos de presión con una poderosa influencia sobre esta organización pretenden incluso la modificación de la declaración inicial por una «nueva declaración de los derechos emergentes del siglo XXI», entre los que se incluiría el derecho a la libre opción de género y de identidad sexual; el derecho al hijo; a la eugenesia; derecho al aborto; al suicidio asistido; a la eutanasia. Nuevos derechos que ofrecen al individuo la libertad de negar la naturaleza, la vida, el cuerpo, la familia, la religión, la moral… Derechos, como los califica el autor, «ofensivos, nihilistas, narcisistas y violentos», independientes de toda idea de bien o de justicia exterior al individuo. Todo ello en un marco de omisión voluntaria de Dios, de las raíces cristianas de Occidente y de la misma naturaleza humana.
En la actualidad, estamos experimentando el paso de los derechos humanos de 1948, a los derechos del individuo singular y autoreferencial. Se ha impuesto una moral universal basada en los derechos individuales, a través de la trama de una red de instituciones encargadas de garantizar su respeto a cada ser humano. Como expone Puppinck, «mientras los derechos de 1948 reflejaban derechos naturales, la afirmación del individualismo ha generado nuevos derechos antinaturales, tales como el derecho a la eutanasia o al aborto, que conducen a su vez a la aparición de derechos transhumanos que garantizan en nuestros días el poder de redefinir la naturaleza».
En este marco, el autor expone, sobre la base de casos reales planteados ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, cómo tanto la legislación de los países occidentales, como la jurisprudencia del Tribunal Europeo, muestran que el único y verdadero criterio a tener en cuenta es la voluntad de la persona; el individuo es la fuente de sus propios derechos. El respeto de la voluntad individual se ha convertido en el criterio del respeto a la dignidad. Estamos ante el dominio de la voluntad sobre el ser, en una cultura que pierde su inteligencia metafísica. Entre estos nuevos derechos del individuo Puppinck hace referencia al derecho a disponer del propio cuerpo y a su mercantilización; el derecho a morir voluntariamente (suicidio asistido); el derecho a abortar como forma de liberar a la mujer de la servidumbre de la maternidad o la tiranía de la procreación (con su potencial extensión al infanticidio neonatal o aborto posnatal); el derecho a la eutanasia (muerte de un tercero con o sin su consentimiento); el derecho a la libertad sexual (libre elección de la identidad sexual al margen de la corporeidad, así como de las modalidades de sexualidad aunque sean física o moralmente perjudiciales o peligrosas); el derecho al hijo (deshumanización de la procreación, tráfico de seres humanos, mercantilización de la vida y dinamitación de la familia)…
Esta evolución de los derechos humanos refleja una transformación profunda en el concepto de dignidad humana que, según el autor, tiende a ser reducida exclusivamente a la «voluntad individual» que considera toda negación de la naturaleza y de sus condicionamientos como una liberación y un progreso. El aborto, la eutanasia, el eugenismo, prácticas prohibidas tras la II Guerra Mundial, son ahora derechos. Se trata en palabras de Puppinck de «derechos de la voluntad sobre el cuerpo», garantizan el ejercicio de un poder contra el cuerpo y no apuntan a la equidad, sino al poder. Todo acto realizado sobre uno mismo es bueno porque ha sido querido libremente; humanismo desencarnado y materialista que reduce a la persona a su voluntad. Cada uno es juez de su dignidad individual, que deja de ser inherente y absoluta, y pasa a ser subjetiva y relativa. Estamos ante lo que Eric Voegelin ha denominado la «egofanía» (Sciences, politique y gnose, 2004).
Se ignoran y desprecian las verdades antropológicas esenciales, y sobre todo se ha perdido la idea de una verdad sobre el hombre, cuya psicología se muestra fragmentada e impulsiva, carente de todo vínculo social. Como señaló Guzmán Carriquiry Lecour, en la Lectio inauguralis del año académico 2012: «Este es el callejón sin salida de la soberbia auto-referencial del individuo, sin vínculos, normas y límites, alimentada por una cultura relativista y hedonista por la que los propios deseos pretenden ser convertidos en derechos, aunque se trate de crímenes abominables contra la vida como es el caso del aborto» (Guzmán Carriquiry Lecour, La dignidad, razonabilidad y belleza de ser cristiano. Implicaciones para la Universidad).
La cuestión del hombre se ha transformado en la cuestión tabú de la cultura contemporánea moderna que es incapaz de dar una respuesta a esta pregunta antropológica que no sea relativista. Se cumple así la afirmación de Juan Pablo II: «La nuestra es una época en que más se ha escrito y hablado sobre el hombre, la época de los humanismos y del antropocentrismo. Sin embargo, paradójicamente, es también la época de las más hondas angustias del hombre respecto de su identidad y destino, del rebajamiento del hombre a niveles antes insospechados, época de valores humanos conculcados como jamás lo fueron antes» (Discurso inaugural, III Conferencia general del episcopado latinoamericano, Puebla. 1979).
Esta imposibilidad de responder a la pregunta del hombre, esta desaparición histórica del ideal del hombre, verdadero crepúsculo, es una crisis metafísica, de la que solamente se puede salir mediante una reconstrucción de la idea racional del hombre.
En el ámbito jurídico hemos superado incluso la proclamación que, en el Leviathan, hacía Thomas Hobbes sobre el derecho, «no es la verdad, sino la autoridad la que hace la ley»; porque hoy no es la verdad sino el deseo individual el que hace la Ley. Estamos ante el reino del individuo. Esto unido a un positivismo individualista exacerbado hace posible la sumisión «legal» de la sociedad a las ideologías. Pero no debemos olvidar que es precisamente el monopolio de la legalidad en manos del Estado al margen de toda moral lo que llevó en el siglo XX a la imposición de las dictaduras.
Este tipo de Leyes confían la biología del cuerpo humano a la libertad individual creadora, condicionada por los sentimientos y las emociones más básicas, junto a la técnica. Este tipo de leyes se nutren de una mezcla del marxismo freudiano y del liberalismo individualista que nos conduce, en definitiva, a lo que recientemente se ha venido a llamar tecno-nihilismo. Se trata de la sumisión de las personas por un poder totalitario que, en nombre de la libre voluntad individual, pretende abolir cualquier norma moral que impida el imperio de la libertad absoluta de la técnica sobre el cuerpo. Pero el concepto de libertad previsto en estas leyes aboca a un pensamiento totalitario: la absolutización de la voluntad que pretende ser la única creadora de la propia persona y la absolutización de la técnica −capaz actualmente de transformar exteriormente un hombre en mujer y viceversa− convertida en un poder prometeico e ideológico.
En palabras del autor: «La sociedad ha acometido la tarea de hacer efectivo el primado del individuo ofreciendo a su voluntad la capacidad de trascender todos sus condicionamientos… de este modo, algunas medidas contra la familia, la religión o la patria son consideradas como liberaciones». Así la ley se convierte en un instrumento narcisista. Estamos ante la negación misma del Derecho considerado como organizador del vínculo social y favorecedor de la relación a partir de las realidades objetivas y universales.
Las leyes que favorecen lo indiferenciado, destruyen la base antropológica sobre la que se asienta nuestra sociedad. La consecuencia es la desprotección de la persona, como hombre y como mujer, con sus específicas características, inquietudes, prioridades, necesidades y exigencias vitales; lo que supone un atentado contra la ecología humana.
Estas leyes se nutren de deseos individuales e ignoran y desprecian la razón. Lo cual es propio de personas inmaduras o infantilizadas. El deseo se ve revestido de legitimidad y no puede ser puesto en tela de juicio porque entran dentro del ámbito de lo que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) denomina la esfera personal, ámbito sagrado e intraspasable pues, en palabras del propio Tribunal, «cada uno tiene la facultad de llevar su vida como él entienda»; de manera que puedes abortar, suicidarte o cambiar a tu hijo de sexo sin que nadie ose inmiscuirse en tus asuntos privados. Estos nuevos derechos tienen en común, como señala el autor, elevar al rango de libertad unas acciones hasta entonces generalmente prohibidas.
Pero ignorar la razón nos hace retornar, como señaló Pierre Lecomte du Noüy, a la animalidad, a la obediencia ciega a las órdenes fisiológicas, al desconocimiento por lo tanto de la dignidad humana (La dignité humaine, 1944). Es lo que Puppinck denomina el retorno a la «dignidad desencarnada» consistente en que cada cual es el creador de uno mismo y los derechos son expresión de su voluntad narcisista y autoreferencial. En esta situación, nos vemos obligados a defendernos frente a la propia ley que ha perdido su dimensión universal y que confunde la verdad objetiva con la verdad individual y subjetiva.
Estamos presenciando la existencia de una «bulimia» de legislar a propósito de la más mínima reivindicación individual, sin analizarla, sin confrontarla con la historia de la sociedad y de las mentalidades y sobre todo con una concepción antropológica del ser humano. Esto es muestra evidente de que hemos perdido el sentido de la ley y que no sabemos interpretar los comportamientos y acontecimientos.
En este tipo de leyes, al relativismo moral se une un radical positivismo jurídico, pues, a pesar de ser claramente perjudiciales para el desarrollo integral de la persona, al atentar contra su propia esencia, se consideran justas por el mero hecho de haber sido aprobadas por el Estado. En definitiva, lo importante, como dijera Niklas Luhmann, es la funcionalidad de la norma, y no la rectitud de sus contenidos.
Esto sucede porque, como advierte Puppinck, se ha subjetivizado una realidad que hasta ahora era objetiva. De este modo, cada individuo puede crear una realidad paralela o segunda a su imagen y semejanza, según sus deseos y caprichos que además se convertirán, solo por emanar de su voluntad, en derechos (derecho a tener hijos por parejas de homosexuales, derecho al cambio de sexo incluso en menores, derecho a la muerte por pura voluntad…). Se trata de crear cada uno su propia realidad superpuesta a la realidad humana, entre otros medios, por medio de la creación de un nuevo lenguaje para ser descrita. Pero la subjetivización es más bien una idealización (lo que refleja a su vez la profunda inmadurez y confusión sobre la que se asienta): el mundo no es percibido sino querido según la idea que nos hagamos de él. Como afirma el autor, «la subjetivización permite mentirse a uno mismo con toda buena fe». Lo terrible es que el derecho pretende hacernos obligatoria e imponernos esta falsa realidad. Y quien niegue la existencia de esta nueva realidad individual y subjetiva será despreciado por no ser capaz de comprender los avances y el desarrollo que implica en la evolución humana.
La realidad no puede reducirse a los sentimientos o deseos de cada cual. Y el Estado no puede erigirse en poseedor del sentido último. No puede imponer una ideología global, ni una religión (tampoco laica), ni un pensamiento único. Y el Derecho no puede ignorar las verdades antropológicas y científicas elementales sobre el ser humano. Pues construir conceptos normativos de espaldas a la ciencia e incluso al sentido común da pie a enunciados disfuncionales. Cuando las premisas son falsas, la lógica lleva irremediablemente al absurdo. La ley que ha permitido la transformación de los deseos y emociones en derechos no ha medido honestamente sus consecuencias sobre el individuo y sobre el completo tejido social al haber perdido los puntos de referencia esenciales; afectando a sus raíces antropológicas.
Es urgente devolver al Derecho y a la sociedad los fundamentos antropológicos extirpados; necesitamos recobrar los puntos esenciales de referencia para «rehumanizar» el ordenamiento jurídico y devolver a la persona humana −hombre y mujer− al centro de gravedad de la tarea legislativa como le corresponde, acabando con el relativismo jurídico que, paralelo al relativismo moral, impregna la regulación de los últimos años.
La autonomía del hombre desnaturalizado es una ilusión patética y mortífera impuesta desde el poder público. Pero cuando desde las altas instancias del poder se siguen tomando decisiones sin buscar coherencia alguna con los fundamentos antropológicos del sentido del hombre que se han construido a lo largo de los siglos, el Estado pierde su función primigenia y deja de ser el garante del bien común. Cuando el Estado desprecia aquellos valores que se apoyan sobre fundamentos antropológicos, se convierte simplemente en el gestor de reivindicaciones y tendencias dispersas, expresadas por grupos de presión o individuos (vemos actualmente la fuerza inmensa de ciertos lobbies) perdiendo de este modo su credibilidad.
En estos momentos se hacen más vigentes que nunca las palabras pronunciadas por Benedicto XVI, dirigiéndose a la Asamblea General de las Naciones Unidas, en la conmemoración del 60.° Aniversario de la Declaración Universal: «Los derechos humanos se basan en la ley natural inscrita en el corazón del hombre y presente en las diferentes culturas y civilizaciones. Arrancar los derechos humanos de este contexto significaría restringir su ámbito y ceder a una concepción relativista, según la cual el sentido y la interpretación de los derechos podrían variar, negando su universalidad en nombre de los diferentes contextos culturales, políticos, sociales e incluso religiosos». Ley natural entendida como aquella ley grabada en el corazón del ser humano y accesible a la razón (Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica) que existe independientemente de la voluntad de los legisladores y que se encuentra en el origen de los derechos humanos, reconociendo a cada uno su derecho a realizarse en plenitud según su naturaleza humana. Estos derechos inalienables y universales deberían ser, por su propia naturaleza, inmutables, y por lo tanto, indisponibles para el poder político.
Sin embargo, como denuncia Puppinck, existe una intolerancia absoluta hacia todos aquellos que se pronuncien o manifiesten contra esta nueva concepción «progresista» de los derechos humanos que no acepta ninguna crítica por muy racional que sea, ni oposición alguna por mucha base científica que la sustente. Las ideologías se defienden tanto más ferozmente cuanto más vulnerables son. Y al crítico se le trata como una amenaza, un enemigo de la sociedad. A aquellos que no apoyan esta visión se les considera retrógrados, ultraconservadores, «retardatarios»; personas que no merecen ningún respeto, perjudiciales para el progreso de la humanidad, por lo que estaría justificada la limitación de sus derechos, entre otros, el derecho a la libertad de expresión (la censura se ejerce ahora por intimidación). Como afirma Roger Scruton, «la herejía no se debate, se extirpa” (R. Scruton, Cómo ser conservador, 2018). Y no faltan entre los nuevos inquisidores personas con puestos de alta cualificación profesional, política e incluso académica.
Todos aquellos que creemos firmemente en la necesidad de defender las raíces de nuestra civilización occidental, cristiana, demócrata y liberal y que estamos convencidos de la existencia de ciertas verdades antropológicas del ser humano inamovibles y universales, debemos ejercer lo que Roger Scruton denomina un «conservadurismo metafísico», basado en la creencia en cosas sagradas y el deseo de defenderlas frente a su profanación. «Las cosas por las que se luchó y murió no deberían derrocharse en vano. Porque son la propiedad de otros, de los que todavía no han nacido». La elaboración y reconocimiento de los derechos humanos reconocidos en la Declaración del 48 ha supuesto cientos de años de luchas y sacrificios (muertes incluidas). Sin embargo, su destrucción está siendo rápida, fácil y euforizante. Este es uno de los motivos, como señala Scruton, por los que los conservadores se enfrentan a una situación de desventaja ante la opinión pública y el imaginario social: su posición es correcta pero aburrida, mientras que la de los supuestos progresistas es emocionante pero absolutamente falsa.
Soplan vientos de desprecio intelectual y social alrededor de aquellos que defendemos la conservación de los cimientos de la civilización occidental (la tradición clásica greco-romana, la tradición judeo-cristiana) y los derechos inalienables de la persona, pero merece la pena luchar por la verdad como disidentes que conocemos el valor de la memoria, de nuestras raíces, y luchar por la libertad frente a las insolentes pretensiones de quienes desean rediseñarnos. En este momento histórico, los conservadores (siguiendo el concepto de Scruton), debemos abandonar la discreción, el silencio, las melancolías paralizadoras y el pesimismo resignado. Es tiempo para la acción. La labor es ingente y urgente. Está en juego el ser humano.
María Calvo Charro
Fuente: nuevarevista.net
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