La última entrega de los diarios de notas de José Jiménez Lozano se publica bajo el título de ‘Evocaciones y presencias’ y gira en torno a esta pregunta
¿Nos habremos vuelto idiotas?, ¿idiotas de remate? Es la pregunta que, con mayor o menor explicitud, tal vez cada vez mayor según van avanzando las páginas, se hace de continuo José Jiménez Lozano a lo largo de los textos que componen la última entrega de sus diarios de notas que, bajo el título de Evocaciones y presencias y en edición de su hijo Javier Jiménez y de Guadalupe Arbona, conocedora como pocos del escritor y autora del certero prólogo que abre el volumen, acaba de publicar la editorial Confluencias.
Desde 1973 hasta pocos días antes de su fallecimiento en marzo de este dichoso año de 2020, Jiménez Lozano fue escribiendo en sus cuadernos, a vuela pluma muchas veces y como si se lo comentara en voz alta a alguien, con la misma oralidad que lo caracterizaba como hablante y como escritor, una larga serie de apuntes y comentarios, de más o menos breves y rápidas observaciones sobre −nunca mejor dicho− todo lo divino y lo humano cotidiano, que constituye, ahora ya completa, en su conjunto y pieza por pieza −son ocho volúmenes, desde el hoy inencontrable Los Tres Cuadernos Rojos de 1986, y casi medio siglo abarcado−, uno de los repertorios de notas testimoniales, de impresiones y reflexiones al vuelo de los días más fecundo de este período de nuestra vida y nuestra cultura. También una de las andanadas de avisos más vivos y cruciales y, cómo no, más desatendidos.
¿Nos habremos vuelto idiotas? es desde luego una pregunta retórica, cuya respuesta ni falta hace que se esfuerce en dar quien va leyendo el día a día de las páginas del libro o de las de su propia vida cotidiana en sociedad. Cabe, eso sí, una gradación, cabe matizar si bastante idiotas o muy idiotas o idiotas del todo, pero de que nos hemos atontado no cabe en efecto mucha duda. Tampoco de que, por lo menos hasta ahora, parecemos estar bastante a gusto con nuestra idiotez, bastante o muy o del todo −¿irremediablemente? Espiguemos por lo pronto un poco en las páginas de Jiménez Lozano: «¿Es que estamos imbecilizándonos?», escribe por ejemplo nada más empezar ya el año triunfal de 2019; y páginas más adelante: “tal es el triunfo de la idiotización colectiva”. Hacia el final, comentando la muerte −como si se hubiese ido «harto de una inundación de estupidez»− del filósofo Roger Scruton, escribe: «y todo esto es ya muy hartante, demasiado estúpido y decididamente brutal».
Nuestras generaciones (…) mostraron ser capaces de vivir normalmente y con alegría y esperanza (…) aunque parece que nos equivocamos pensando que aquel momento histórico iba a tener prolongación ya imparable José Jiménez Lozano, Evocaciones y presencias
«Todo esto» es nuestra cultura de ahora mismo, el nihilismo imperante y sus protocolos de estupidez que sofocan ya nuestros días con la neobeatería y la neoinquisición actuales de lo políticamente correcto y sus dramáticas consecuencias en el ámbito de la conquista de las mentes, de la captación de mentes −mente capti− que nos vuelve literalmente mentecatos. Captados y mentecatados, de un lado, por los nuevos y grandes púlpitos y confesonarios de la Comunicación y, del otro, por el afán de estupidez y sumisión voluntarios de buena parte de la sociedad, vaciados de valores distintos a que no haya más valor que el precio o el logro a poder ser inmediato de lo que sea o se desea, hueros y banales, enredadores, dispersos y mendaces, vamos corriendo que nos las pelamos por unos andurriales culturales más que propicios a nuevas tiranías y nuevos totalitarismos, de los que Jiménez Lozano nos avisa una y otra vez en páginas que remiten en ocasiones a autores que conocieron de primera mano las estructuras materiales y mentales del comunismo como Arthur Koestler o Alain Besançon, repetidamente sacados a la palestra de unas notas que son, también, una especie de guía de lecturas.
¿Pero desde dónde escribe Jiménez Lozano?, ¿desde dónde percibe?: desde un lugar intelectual hoy caído en desprestigio: desde el lugar de los grandes relatosque vienen de antiguo, desde las culturas grecolatinas y las culturas del cristianismo −no del eclesiastismo− y también desde una familia cultural de elección tan variopinta y excéntrica como la que reúne entre otros a Simone Weil y Pascal o Cervantes, a Spinoza y Teresa de Ávila o Américo Castro (la correspondencia entre ambos se acaba también de publicar y nos ocupará en próxima entrega). A mediados de los años treinta del pasado siglo, Walter Benjamin habló con insistencia de la pérdida de «autoridad» del «mensaje que viene de lejos». Si en esos años, ya aciagos, pero aún no tanto como los que les sucederían, los relatos que venían de atrás y las tradiciones culturales, religiosas y sapienciales más arraigadas hasta entonces ya cotizaban a su entender a la baja en la lonja de nuestros prestigios culturales, qué no podríamos llegar a decir hoy, cuando el presuntuoso cacareo del gallinero de la actualidad lo ensordece ya casi todo.
El tintineo de cualquier ruidosa calderilla actual, por más dudosas o hasta fraudulentas que puedan ser sus aleaciones, si está conveniente y machaconamente acogido y amplificado por los grandiosos dispositivos de difusión y formación sociales, goza hoy, como pauta de valor para la toma de decisiones, la elección de conductas o de temas y metodologías de estudio y atención en el sistema educativo, de mucha más autoridad que las antiguas monedas de ley de los metales más acreditadamente nobles durante siglos. La fascinación y el cambalache ya se ha producido y la bisutería con que engatusamos o nos engatusan parece ser resultona. Ni siquiera es un cambiazo sin precedentes, sino el de siempre: la razón por el brillo de las emociones, la prudencia por el enfebrecimiento y el meollo por la banalidad, el pensar y comprobar y aquilatar por la idolatría ideológica, la justicia por la revancha, o el respeto y la consideración del otro por el ninguneamiento y el rencor. A marchas forzadas, avanzamos hacia lo peor de los atrases.
La última anotación de Evocaciones y presencias, la última de la vida de Jiménez Lozano, data de menos de dos meses antes de su muerte, y en ella, como azaroso y sin embargo extremadamente significativo punto final, el autor consigna en cambio una nota de alegría: «la alegría que le han traído» ese día unas reproducciones de aves. La alegría de los pájaros, como la del campo o las estaciones, como la de las gentes sencillas o las lecturas o los cuadros, los gozos que traen los días, han sido siempre también una constante de su obra y de sus ocho volúmenes de notas. Tal vez en este último, aun figurando, han sido menos frecuentes, pero ese entreveramiento y tensión, esa dialéctica unitiva −religiosa− entre las dos mochilas que llevamos al caminar, la «mochila del horror del mundo» y «la mochila de la esperanza, que parece una bolsa de aire», es el gozne en torno al que gira el pensamiento existencial de Jiménez Lozano, como bien pone de relieve Guadalupe Arbona en el prólogo de Evocaciones y presencias y ya lo puso antes en Las llagas y los colores del mundo, las conversaciones con el autor que publicó la editorial Encuentro en 2011.
Un último apunte: en esta última reunión de notas se percibe en la entidad enunciadora una insistencia en la formulación de un nosotros como sujeto; más que en un yo, en el nosotros de su generación, de la generación que ya no hizo ninguna guerra, en cómo vivieron y vieron y dieron en convivir y sobre todo en cómo y qué leyeron. A estas últimas apreciaciones debemos observaciones jugosas que quienes pertenecemos a generaciones posteriores haríamos bien sin duda en pensar. Dada la coincidencia en su publicación, no es baladí comparar el amargo regusto que deja la lectura de Tercer acto de Félix de Azúa, su acusación a sí mismo y a su generación (o vamos a decir a las generaciones posteriores a la de Jiménez Lozano) por su insustancialidad dorada y narcisista y por el daño producido y las ruinas morales dejadas: lo que ahora tenemos, con el temple y el sesgo de la generación de la Transición que anota Jiménez Lozano por ejemplo hacia el final ya de Evocaciones y presencias: «nuestras generaciones (…) mostraron ser capaces de vivir normalmente y con alegría y esperanza (…) aunque parece que nos equivocamos pensando que aquel momento histórico iba a tener prolongación ya imparable, quizá porque se nos había entregado gratis a nuestra generación y no contábamos con que los hombres oscuros de los que hablaba Erasmo, de mentes muy confusas, desprecio de la cultura y esclavos de ideologías, podrían patearnos de nuevo. En nombre del pueblo, claro está».
«Pero las siguientes generaciones de este afortunado pueblo que fuimos nosotros, con un bastante bien logrado nivel económico, una convivencia inédita en nuestra historia moderna y una admiración internacional hacia nuestro país, fueron sometidas a la máquina de las conciencias unificadas en el desprecio de nuestra gran tradición cultural, el odio al padre y a la historia, y desde luego al saber, y la guerra de todos contra todos, una inmensa ruina y un inmenso basurero». Estará bien acabar aquí, pero para que no acabemos de pensarlo.