«La ley de eutanasia regula la colaboración médica en actos que atentan contra la vida del paciente, alterando esa otra tarea del profesional sanitario: aliviar y acompañar en el trance del sufrimiento»
No ha habido debate sobre la eutanasia. Pero yo no lo he echado de menos. Ni tampoco voy a intentar contribuir a una supuesta deliberación pública sobre el tema. Porque no la hay, ni la puede haber, y no voy a disimular que la está habiendo. Haría un flaco favor a todos. Pero antes de contar mi experiencia con la enfermedad de mi padre y de ofrecer un comentario final, quizá valga la pena justificar un poco este comienzo un tanto abrupto.
Con quien dice que la eutanasia es una ampliación necesaria de la libertad −frente a la imposición de la moralidad sobre cómo morir− no tengo nada de qué hablar. Sin acritud. Es que no hay por dónde empezar. Solo me queda desearle buena suerte. Me remito a los primeros capítulos de Tras la virtud, de MacIntyre: sobre la base de principios inconmensurables, el razonamiento moral solo puede ser una manipulación, una máscara. Si se trata de un juego simétrico, pueden alcanzarse las ventajas pragmáticas de una convivencia civilizada. Pero si es unidireccional, es mejor proceder al desenmascaramiento.
Aclarado esto, paso a relatar mi historia. Mi padre falleció el pasado mes de julio después de casi un año luchando contra el cáncer. Parecía que íbamos ganando, hasta que el bicho subió a las meninges y entonces el final fue fulminante.
Cuando los opositores a la eutanasia dicen que hoy en día es posible controlar el dolor, mi reacción es muy escéptica. Durante esos meses el dolor fue como un potro salvaje y caprichoso. En varias ocasiones −como en las Navidades pasadas− hubo que ingresarlo porque la situación se nos iba de de las manos. Y eso que estábamos en las mejores manos médicas, con la intervención de una unidad de cuidados paliativos puntera.
Cuando los médicos aún no habían diagnosticado el carcinoma, él ya me advertía de que tenía “síntomas neurológicos”. Comenzaron las dificultades motrices, algunas reacciones de carácter inéditas, y unos dolores insoportables. Las pruebas dibujaron un escenario en el que las probabilidades de éxito del tratamiento eran bajísimas así que finalmente fue ingresado. El carcinoma es muy agresivo, y −nos explicó el médico a él y a mí− podía dejarlo en coma, provocar episodios epilépticos, y en todo caso padecimientos insoportables. Esto último, era innecesario decirlo: junto a las lesiones en el esófago, llevaba días con un gran dolor en la nuca y la cabeza, que no acababan de remitir ante los analgésicos. Mi padre decía al principio de la enfermedad que no había perdido el “sentido del tumor” (luego dejó de decirlo, porque a algunas personas les resultaba molesto). Delante el médico, bromeamos con algo de humor negro: de toda la vida a un Calleja le han hecho bromas dándole “entre oreja y oreja, collejas”.
Mientras se disparaban las últimas balas de un tratamiento de quimioterapia a la desesperada comenzó la sedación. Durante unos días fue como un vuelo rasante que permitiera el mínimo de conciencia evitando en lo posible el dolor. Pero pronto desapareció toda esperanza de curación, mientras seguían las molestias. Así que decidimos proceder progresivamente a la sedación profunda, de la que ya no salió. Se fue apagando, sin más tratamiento ni intervención, aunque aguantó varios días más de lo previsto en una especie de ascenso jadeante a una montaña.
Aclaro: en una clínica del Opus, la familia −de acuerdo con los médicos− decidimos suspender todo tratamiento y proceder a la sedación que duraría hasta el fallecimiento de mi padre. Hacer de esto una complicada decisión moral sería exagerar. De las cosas más abracadabrantes que se mencionan a favor de la eutanasia es el fantasma del encarnizamiento terapéutico. Esos excesos −que pertenecen a otra época− no son sino un precedente de la mentalidad eutanásica sobre la muerte: la pretensión humana de dominar el misterio de la vida sin reconocer nuestros propios límites.
Mi padre fue un hombre de fe, pero no un estoico. Sufrió con desconcierto la montaña rusa de la enfermedad y el tratamiento, pero mantuvo siempre una mirada cristiana ante lo que le sucedía. Decía que el cáncer era un “talento” al que debía sacar rendimiento, que él entendía que se traducía en su intercesión por las intenciones que le confiaban sus amigos y que anotaba en su libreta. A la vez, siguió en lo posible atendiendo alumnos, escribiendo un libro con un colega, y dando algunas clases online. En una de esas clases decía que la enfermedad le había enseñado varias cosas: a él siempre le habían interesado más los aviones, primero, y después las organizaciones, las cosas que hacemos los hombres. Ahora abría más los ojos a la belleza hecha por el Creador. Y, sobre todo, repetía con una canción italiana, “O capito che ti amo”: se sorprendía del amor que sentía en su corazón, y se sonrojaba ante el cariño que le mostraban tantas personas.
Mi padre tuvo la bendición de estar acompañado de cerca por la familia, los amigos, y el cariño en la distancia de muchos alumnos. Algunos íntimos vinieron de Madrid para saludarle una última vez. Le dio los últimos sacramentos un capellán de la clínica, amigo desde la juventud. El equipo médico, el de cuidados paliativos y las enfermeras nos atendieron con una cercanía e implicación conmovedoras. Aunque a mi padre le sacaba de quicio que −recién ingresado− una enfermera navarrica le preguntara por el “dolorico”. “Dolorazo, joder”.
Sin duda −y aquí llega mi consideración− todo esto es un privilegio. A mí me gustaría que fuera lo normal para todos, sin importar su condición socio-económica. Pero claro: eso es imponer la moral, me dicen. Y seguramente tienen razón. Pero ahora son ellos quienes imponen la suya, al menos a quien no se pueda pagar una sanidad privada.
¿Pero sabéis qué? Yo tengo un buen seguro médico, y estoy rodeado de familia y amigos que me acompañarán hasta el final, con el apoyo de profesionales. Incluso si mis proyectos o nuestro sistema colapsaran −y sin duda algunos se empeñarán en que así sea− a mí ya nadie puede quitarme lo aprendido de la sabiduría de los siglos que ahora pretende echarse por la borda sustituido por banalidades, ni una cierta intuición del sentido del sufrimiento, o la esperanza de la vida eterna.
A mí me resulta obvio −pero, como digo, no pretendo argumentarlo− que la legalización de la eutanasia no se refiere principalmente a la “libertad de quitarse la vida”, sino que altera el espacio social en todo lo referido a la muerte, desde los incentivos a las expectativas, rituales y símbolos. Y por lo tanto condiciona cualquier decisión al respecto, tanto del interesado como de los profesionales o la familia. Y el diseño mismo del sistema de salud. Porque, sobre todo, la ley de eutanasia regula la colaboración médica en actos que atentan contra la vida del paciente, alterando esa otra tarea del profesional sanitario: aliviar y acompañar en el trance del sufrimiento. Desde luego, no tiene nada que ver con evitar tratamientos inútiles. Y por supuesto, no conseguirá eliminar el sufrimiento en nuestras vidas. Quizá lo aumente, al agudizar nuestro espejismo de control.
Porque nos va a doler.
Ricardo Calleja, en theobjective.com
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