La persona humana no es viable si intenta vivir aisladamente. Necesita de la vida social, no como un añadido artificial sino como una exigencia profunda de su naturaleza
La apertura y el diálogo hacia los otros, los servicios recíprocos, la comunidad de fin y de destino hacen que cada hombre responda a su vocación mancomunadamente con los demás. “Todos los hombres son llamados al mismo fin: Dios. Existe cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la fraternidad que los hombres deben instaurar entre ellos, en la verdad y el amor (...). El amor al prójimo es inseparable del amor a Dios” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1878).
Sólo el hombre es persona. La sociedad no lo es. Esta última tiene solamente un carácter relacional. “Una sociedad es un conjunto de personas ligadas de manera orgánica por un principio de unidad que supera a cada una de ellas. Asamblea a la vez visible y espiritual, una sociedad perdura en el tiempo: recoge el pasado y prepara el porvenir. Mediante ella, cada hombre es constituido «heredero», recibe «talentos» que enriquecen su identidad y a los que debe hacer fructificar” (Catecismo..., n. 1880).
Cada sociedad se orienta hacia un determinado fin, y en razón de él tiene su peculiar organización. Pero la relevancia y el tamaño de las sociedades no debiera hacernos perder la perspectiva personalista: “el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana” (Conc. Vaticano II. Const. Gaudium et spes, n. 25).
Hay algunas sociedades, como la familia y la comunidad política, que derivan inmediatamente de la naturaleza humana, y son siempre necesarias. Junto a ellas hay una multitud de sociedades que tienen su origen en la libre iniciativa y contribuyen a la perfección de cada hombre, favoreciendo su participación en la vida social, junto con otras muchas personas, “para fines económicos, sociales, culturales, recreativos, deportivos, profesionales y políticos, tanto dentro de cada una de las naciones como en el plano mundial” (Beato Juan XXIII. Enc. Mater et Magistra, n. 60).
La acentuación de la cooperación y el establecimiento de vínculos comunitarios pueden constituir ciertamente una valiosa ayuda. “Esta «socialización» expresa igualmente la tendencia natural que impulsa a los seres humanos a asociarse con el fin de alcanzar objetivos que exceden las capacidades individuales. Desarrolla las capacidades de la persona, en particular, su sentido de iniciativa y de responsabilidad. Ayuda a garantizar sus derechos” (Catecismo..., n. 1882).
La socialización puede presentar también el peligro de acentuar tanto la importancia de lo colectivo que se menoscabe la libertad y la iniciativa personal. Desde la Encíclica Quadragesimo anno de Pío XI la enseñanza social de la Iglesia viene hablando del llamado principio de subsidiaridad, que asegura espacios de actuación a las personas y a las comunidades menores. Así “una estructura social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándole de sus competencias, sino que más bien debe sostenerle en caso de necesidad y ayudarle a coordinar su acción con la de los demás componentes sociales, con miras al bien común” (Juan Pablo II. Enc. Centesimus annus, n. 48).
Las sociedades de ámbito más amplio, como el Estado, no deben suplantar sino incentivar a las comunidades de radio más reducido. “El principio de subsidiaridad se opone a toda forma de colectivismo. Traza los límites de la intervención del Estado. Intenta armonizar las relaciones entre individuos y sociedad. Tiende a instaurar un verdadero orden internacional” (Catecismo..., n. 1885).
La libertad humana merece siempre el mayor respeto y consideración, no sólo en atención a la dignidad de cada persona, sino también como fuerza creadora y propulsora del progreso social. El afán de monopolio en quien gobierna agosta las mejores energías que podrían ponerse al servicio del bien común. No es sensata la postura de quien no considera bueno ni provechoso lo que él mismo no realice. El acaparador de responsabilidades no es capaz de cubrir eficazmente todas las competencias, pero impide que otros lo hagan. Ni lava ni presta la batea.
El proceder divino es siempre un buen ejemplo para todo gobernante. “Dios no ha querido retener para El solo el ejercicio de todos los poderes. Entrega a cada criatura las funciones que es capaz de ejercer, según las capacidades de su naturaleza. Este modo de gobierno debe ser imitado en la vida social. El comportamiento de Dios en el gobierno del mundo, que manifiesta tanto respeto a la libertad humana, debe inspirar la sabiduría de los que gobiernan las comunidades humanas. Estos deben comportarse como ministros de la providencia divina” (Catecismo..., n. 1884).