Miles de fieles de todo el mundo se han unido a la celebración, por medios electrónicos, a la misa de la noche de Navidad, celebrada este 24 de diciembre por el Papa Francisco en el Vaticano
Texto de la Homilía del Papa en la Misa de Navidad
En esta noche se cumple la gran profecía de Isaías: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado» (Is 9,5).
Un hijo se nos ha dado. Se oye decir a menudo que la alegría más grande de la vida es el nacimiento de un hijo. Es algo extraordinario, que lo cambia todo, pone en movimiento energías impensadas y hace superar fatigas, molestias y velas insomnes, porque trae una gran felicidad, ante la cual nada parece pesar. Así es la Navidad: el nacimiento de Jesús es la novedad que nos permite cada año renacer por dentro, encontrar en Él la fuerza para afrontar toda prueba. Sí, porque su nacimiento es por nosotros: por mí, por ti, por todos nosotros, por cada uno. Por es la palabra que resuena en esta noche santa: «Un niño ha nacido por nosotros», profetiza Isaías; «Hoy ha nacido por nosotros el Salvador», hemos repetido en el Salmo; Jesús «se entregó por nosotros» (Tt 2,14), ha proclamado San Pablo; y el ángel en el Evangelio ha anunciado: «Hoy ha nacido por vosotros un Salvador» (Lc 2,11). Por mí, por vosotros.
Pero, ¿qué quiere decirnos este por nosotros? Que el Hijo de Dios, el bendito por naturaleza, viene a hacernos hijos benditos por la gracia. Sí, Dios viene al mundo como hijo para hacernos hijos de Dios. ¡Qué don estupendo! Hoy Dios nos maravilla y nos dice a cada uno: “Tú eres una maravilla”. Hermana, hermano, no te desanimes. ¿Tienes la tentación de sentirte equivocado? Dios te dice: “No, ¡eres mi hijo!”. ¿Tienes la sensación de no ser capaz, el temor de ser inadecuado, el miedo de no salir del túnel de la prueba? Dios te dice: “Ánimo, estoy contigo”. No te lo dice con palabras, sino haciéndose hijo como tú y por ti, para recordarte el punto de partida de todos tus renacimientos: reconocerte hijo de Dios, hija de Dios. Ese es el punto de partida de cualquier renacimiento. Ese es el corazón indestructible de nuestra esperanza, el núcleo incandescente que mantiene la existencia: por debajo de nuestras cualidades y nuestros defectos, más fuertes que las heridas y fracasos del pasado, miedos y ansiedad por el futuro, está esta verdad: somos hijos amados. Y el amor de Dios por nosotros no depende ni dependerá jamás de nosotros: es amorgratuito. Esta noche no halla explicación en otra parte: solo la gracia. Todo es gracia. El don es gratuito, sin mérito de ninguno de nosotros, pura gracia. Esta noche, nos ha dicho san Pablo, «se ha manifestado la gracia de Dios» (Tt 2,11). Nada es más precioso.
Un hijo se nos ha dado. El Padre no nos da algo, sino a su mismo Hijo unigénito, que es toda su alegría. Sin embargo, si miramos la ingratitud del hombre con Dios y la injusticia con tantos de nuestros hermanos, viene un duda: ¿el Señor ha hecho bien al darnos tanto, hace bien en nutrir aún confianza en nosotros? ¿No nos sobrevalora? Sí, nos sobrevalora, y lo hace porque nos ama hasta morir. No es capaz de no amarnos. Esta hecho así, es tan distinto a nosotros. Siempre nos quiere, más de lo que logremos querernos a nosotros mismos. Es su secreto para entrar en nuestro corazón. Dios sabe que el único modo para salvarnos, para curarnos por dentro, es amarnos: no hay otro modo. Sabe que mejoramos solo acogiendo su amor incansable, que no cambia, pero nos cambia. Solo el amor de Jesús transforma la vida, cura las heridas más profundas, libera de los círculos viciosos de la insatisfacción, de la rabia y de la queja.
Un hijo se nos ha dado. En el pobre pesebre de un oscuro establo está precisamente el Hijo de Dios. Surge otra pregunta: ¿por qué vino a la luz en la noche, sin un sitio digno, en la pobreza y en el rechazo, cuando merecía nacer como el rey más grande en el más bello de los palacios? ¿Por qué? Para hacernos comprender hasta dónde ama nuestra condición humana: hasta tocar con su amor concreto nuestra peor miseria. El Hijo de Dios nació descartado para decirnos que todo descartado es hijo de Dios. Vino al mundo como viene al mundo un niño, débil y frágil, para que podamos acoger con ternura nuestras fragilidades. Y descubrir una cosa importante: como en Belén, así también con nosotros a Dios le gusta hacer grandes cosas a través de nuestras pobrezas. Puso toda nuestra salvación en el pesebre de un establo y no teme nuestras pobrezas: ¡dejemos que su misericordia transforme nuestras miserias!
Eso es lo que quiere decir que un hijo ha nacido por nosotros. Pero todavía hay otro por, que el ángel dice a los pastores: «Y tenéis por señal que encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,12). Esa señal, el Niño en el pesebre, es también para nosotros, para orientarnos en la vida. En Belén, que significa “Casa del pan”, Dios está en un pesebre, como recordándonos que para vivir tenemos necesidad de Él como del pan para comer. Necesitamos dejarnos atravesar por su amor gratuito,incansable,concreto. ¡Cuántas veces en cambio, hambrientos de diversión, éxito y mundanidad, alimentamos la vida con comida que no sacia y deja el vacío dentro! El Señor, por boca del profeta Isaías, se quejaba de que, mientras el buey y la mula conocen su pesebre, nosotros, su pueblo, no le conocemos a Él, fuente de nuestra vida (cfr. Is 1,2-3). Es verdad: insaciables de tener, nos metemos en tantos pesebres de vanidad, olvidando el pesebre de Belén. Ese pesebre, pobre de todo y rico de amor, enseña que el alimento de la vida es dejarse amar por Dios y amar a los demás. Jesús nos de ejemplo: Él, el Verbo de Dios, es un infante; no habla, pero ofrece la vida. Nosotros, en cambio, hablamos mucho, pero somos a menudo analfabetos de bondad.
Un hijo se nos ha dado. Quien tiene un hijo pequeño, sabe cuánto amor y cuánta paciencia hacen falta. Hay que alimentarlo, cuidarlo, limpiarlo, estar atentos a su fragilidad y a sus necesidades, frecuentemente difíciles de comprender. Un hijo hace sentirse amados, pero también enseña a amar. Dios nació niño para empujarnos a cuidar de los demás. Su tierno llanto nos hace entender lo inútiles que son tantos de nuestros caprichos; ¡y tenemos muchos! Su amor desarmado y desarmante nos recuerda que el tiempo que tenemos no es para llorar por nosotros, sino para consolar las lágrimas de los que sufren. Dios toma morada cerca de nosotros, pobre y necesitado, para decirnos que sirviendo a los pobres le amaremos a Él. Desde esta noche, como escribió una poetisa, «la residencia de Dios está junto a mí. La decoración es el amor» (E. Dickinson, Poemas, XVII).
Un hijo se nos ha dado. Eres Tú, Jesús, el Hijo que me hace hijo. Tú me amas como soy, no como sueño ser; ¡yo lo sé! Abrazándote, Niño del pesebre, abrazo mi vida. Acogiéndote, Pan de vida, yo también quiero dar mi vida. Tú que me salvas, enséñame a servir. Tú que no me dejas solo, ayúdame a consolar a tus hermanos, porque Tú sabes que desde esta noche todos son mis hermanos.