“Sabía lo que había que decir, o no decir, para ayudarte a doblar la vida por donde más te convenía; quería a todo el mundo y vivía instalado en la esperanza y la gratitud”
De Javier Echevarría se ha escrito bastante, pero queda todavía mucho por contar sobre uno de esos «santos de la puerta de al lado», en expresión del Papa Francisco. Tal día como hoy, hace cuatro años, moría en Roma, a los 83, el obispo prelado del Opus Dei. Lo hacía con las botas puestas: metido en faena hasta el final. De hecho, la última carta suya que recibí, de su puño y letra, tiene matasellos del día en que fue ingresado. En ella se despide recordándome que es «imposible no caminar contigo y unirme a todos tus pasos». ¡Le quería tanto!
Don Javier era uno de esos hombres que se ponen en la piel del otro: sabía escuchar y sabía querer. Fuimos amigos, pese a no pertenecer yo al Opus ni abrigar intención alguna de serlo. Pero puedo decir que, cuando estábamos juntos, nos contábamos nuestras cosas, nuestras alegrías y anhelos; vamos, que hablábamos de la letra menuda del vivir, que es la que cuenta. A él, lo que más le gustaba era escuchar, mientras te seguía con una mirada encendida de gozo.
Don Javier sabía lo que había que decir, o no decir, para ayudarte a doblar la vida por donde más te convenía. Estuvo a mi lado en momentos muy duros y me ayudó inmensamente. Mi deuda con él es incancelable. No solo era buena gente, era remajo. La sencillez, el empeño en no hacer ruido, marcaron una vida apurada, pero fecunda.
La aportación a la Iglesia, de este movimiento universal de fieles, no se entiende sin la abnegación y lealtad de este madrileño al que vi sonreír siempre; incluso aquella vez que le avisé, en Burgos, que iban a por ellos. Se rió con ganas y encontró sobrados motivos para excusar cualquier animadversión. Don Javier quería a todo el mundo; vivía instalado en la esperanza y la gratitud. Además estaba convencido de que, en el Opus, metían también la pata y eran tan imperfectos como el que más, por más que intentaran hacer las cosas bien. Don Javier encarna, como el Papa Francisco ahora mismo, en un mundo roto, el Evangelio en carne viva.
La segunda vez que lo vi, en Roma, me recordó a Teresa de Calcuta, a cuyo encuentro me había mandado Ansón para entrevistarla. Tenían los dos un algo indescriptible; la misma ternura y espontaneidad. Tal vez fuera «ese no sé qué que se halla por ventura», del que hablaba aquel «frailecillo de risa», más conocido como San Juan de la Cruz. Las carticas de don Javier me daban paz; me removía su cariño y confianza. Cuando lo veía salía convencido de que nada malo podría pasarme después de estar con él. Hablábamos de Esther, mi querida mujer como si estuviera viva y me pedía la última hora sobre nuestra hija Aitana. Ese era don Javier. «De monseñor Echevarría me llamó la atención que no llamaba la atención. Que era una de esas personas con la que te apetece tomarte un café y contarle tus cosas». ¡Cómo me gusta esta definición del genial Álvarez Sánchez León! El escritor que mejor ha mostrado la vida de don Javier, su tamaño espiritual y su riqueza humana.
Hace cuatro años, tal día como hoy, este gacetillero estaba en Roma para despedir al amigo. Le di un beso en la frente y sentí de nuevo que aquellos ojos sin vida me miraban y me decían: «Jesús, imposible no caminar juntos».