Meditación del prelado del Opus Dei sobre el Adviento. En este audio, considera los efectos del ‘Fiat’ −el “así sea”− de la Virgen y de cómo ella se preparó para acoger a su Hijo
Audio: Meditación del Prelado del Opus Dei en Adviento 2020
“Preparad los caminos del Señor, enderezad sus sendas” (Mc 1,3). La liturgia del Adviento nos propone estas palabras de Isaías −proféticas− respecto a Juan Bautista, como vemos también en el evangelio. El Adviento es una espera y una preparación, no una espera pasiva, sino una preparación para la llegada del Señor.
Celebraremos en la Navidad, precisamente, la Encarnación, el Nacimiento del Hijo de Dios hecho un niño, para nosotros. Ya nos tenemos que ir preparando para contemplar este ministerio extraordinario que es una manifestación −sobre todo− del amor de Dios por nosotros, de la entrega del Señor por nosotros. Quien es omnipotente, quien es el Creador, el Infinito, se quiere hacer un niño pequeño para nosotros y por nosotros.
Tenemos que ir preparándonos, precisamente, para recibir -con la novedad que la Navidad nos propone de nuevo cada año- este don de Dios con un enorme agradecimiento. También sabemos bien que la liturgia del Adviento hace referencia a esa segunda venida del Señor al final de los tiempos que, de alguna manera, se adelanta para cada persona con su propia muerte, con el final del paso por la tierra. Algo que no nos tiene que dar miedo, sino que nos tiene que hacer sentir también nuestra propia vida como una preparación, como un adviento: que va a venir el Señor a recogernos. Toda nuestra existencia es, de algún modo, un tiempo de espera hasta ese día en el que Jesús vendrá para llevarnos junto a sí.
Un tiempo de espera activa. Nuestro caminar hacia Belén tiene que ser un buscar a Jesús en todas las dimensiones de nuestra vida ordinaria. Pero para eso hay que “enderezar sus sendas”. ¿Qué significa “enderezar sus sendas”? Significa, para nosotros, quitar obstáculos a la venida del Señor a nosotros, a nuestras almas, a nuestra vida.
¿Y qué obstáculos encontramos? Muchos. Cada uno podemos ver: ¿qué hay en mi vida que sea, de alguna manera, un obstáculo para que el Señor venga más? Por decirlo de otro modo, ¿qué obstaculiza el abrir mi alma, mi día, mi vida corriente para que entre más el Señor plenamente con su fuerza, con su gracia, con su bien, con su alegría? Dicho de otro modo, todo se puede resumir en un obstáculo grande que es nuestro propio yo, la propia soberbia con la que tendremos que luchar siempre, sin desalentarnos, cuando la veamos surgir.
Es, en el fondo, la conversión. Una conversión que es, sí, fruto de nuestro esfuerzo, pero sobre todo, de la gracia de Dios. Una gracia de Dios que nos tiene que dar luz para ver en qué tenemos que mejorar, en qué tenemos que abrir más el camino a la venida del Señor a nuestra vida. Y a la vez, la fuerza que el Señor nos da con su gracia, para que podamos realizarlo, para que podamos corresponder.
Por eso, ver nuestras limitaciones, nuestros límites, no nos tiene que desalentar. Nos tiene que dar, de alguna manera, alegría, no porque sean límites, sino porque son una luz que nos permite mejorar, que nos permite abrirnos más al don de Dios. Y sobre todo, ver esta gracia de Dios, esta luz de Dios como fruto, como consecuencia, de algo tan grande como es el amor omnipotente de Dios por cada uno de nosotros, que se nos manifiesta ahora en esa venida −que esperamos, a la que nos prepararnos activamente− de Dios hecho un niño por nosotros y para nosotros.
Meditar en la venida del Señor a nosotros nos lleva también lógicamente a pensar en la Eucaristía, porque es donde encontramos toda la fuerza −cada día, si queremos cada día− para abrir el alma a esa venida que es ya una realidad plena en la comunión, que como dice un Padre la Iglesia −concretamente san León Magno, en un texto que también la liturgia recoge alguna vez− “la participación del cuerpo y de la sangre de Cristo no hace otra cosa sino convertirnos en lo que recibimos”[1]. Nos va identificando con Jesucristo, porque este “abrir los caminos”, este “enderezad las sendas”, este “prepararnos para la venida del Señor”, es prepararnos para identificarnos con Él. Y eso lo hacemos fundamentalmente en la Eucaristía −¡lo hace Él en la Eucaristía!− para que esa identificación sea real, para que nuestro pensamiento esté de acuerdo con el pensamiento del Señor, para que nuestras reacciones ante las personas o ante las circunstancias, sean las reacciones que tiene el Señor.
Que nos identifiquemos con Jesucristo, también durante el Adviento, pensando en la sencillez del Niño, en la disponibilidad del Niño, en el dejarse manejar del Niño ¿por quién? Pues nada menos que por la Virgen santísima.
Y así entramos, en otro aspecto que yo querría que fuese objeto de nuestra oración, para pedirle a la Virgen −se lo pedimos ahora− que también, con ocasión de la gran solemnidad de la Inmaculada Concepción, ella nos acompañe. En realidad, que nosotros la acompañemos en el camino hacia Belén para encontrar más intensamente a Jesucristo −una vez más considerado, contemplado− como expresión de su amor infinito hecho un Niño por nosotros.
Ella, María, concebida sin mancha alguna, llena de gracia. Este “llena de gracia” se lo dice como nombre el Arcángel en la Anunciación: “Dios te salve, llena de gracia” (Lc 1,26). Después le dirá también “María” cuando le diga “no tengas miedo, María” (Lc 1,30), pero el saludo es como si fuera su nombre propio: “Llena de gracia”. ¿”Llena de gracia”, qué es? Su significado original es: completamente transformada por la gracia. Así la contemplamos, sabiendo además que es Madre nuestra, Madre de Dios desde el momento de la Encarnación y Madre nuestra.
[Esta escena] le hacía exclamar a san Josemaría −con una admiración que queremos hacer nuestra−: “Más que tú solo Dios”. Mirando a la Virgen, diremos: “Más que tú solo Dios”. Ella recibe una vocación sorprendente. Pregunta para saber bien de qué se trata. Y cuando el Ángel se lo explica, está la respuesta de plena dedicación: Fiat!, “Hágase”. “Hágase en mí según tu Palabra” (Lc 1,38).
El primer Adviento es ya la espera del nacimiento del Señor desde que está en su seno virginal. En esta contestación de la Virgen vemos −como decía el Papa Francisco en una homilía− que la plenitud de gracia transforma el corazón, y lo hace capaz de realizar ese acto tan grande, el Fiat! de la Virgen, que cambiará la historia de la humanidad (Francisco, 8-XII-2015). Esa palabra: “hágase”.
También nosotros tenemos que responder así al Señor: “Hágase”. Porque todos tenemos una vocación muy precisa. San Pablo, en un texto −que seguramente habremos, muchos o todos, meditado, alguna vez o con frecuencia− de la epístola a los Efesios, dice que el Señor Dios “nos eligió antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos y sin mancha en su presencia por el amor” (Ef 1,4).
Es interesante ese texto en latín, porque cuando dice “sin mancha”, aunque significa lo mismo, dice: “inmaculados”. Nosotros “inmaculados”, realmente, no somos inmaculados, sino que nos llama a que lleguemos a ser inmaculados. ¿Y cómo? Por el amor, dice. Por el amor... Por eso, esa llamada universal a la santidad que san Josemaría predicó desde siempre −y que el Concilio Vaticano II recogió con solemnidad− no es una santidad de no tener defectos, de ser super perfectos o para estar en un museo... Es más bien la santidad que consiste en el amor, en la plenitud del amor. Porque podremos con la gracia de Dios amar a Dios cada vez más, a pesar de nuestras limitaciones, aunque sigamos teniendo defectos y limitaciones: amar a Dios y amar a los demás.
Benedicto XVI, en la encíclica “Deus Caritas est”, se preguntaba: ¿es posible amar a Dios a quien no vemos? Ciertamente, podría haber hecho una exposición filosófica y teológica para responder a esta pregunta, pero se limitó a la respuesta sintética fundamental. ¿Es posible amar a Dios a quien no vemos? En realidad, “Dios se ha hecho visible en Jesucristo”. Ahí tenemos que volcarnos: en contemplar al Señor, a Jesucristo, en el Evangelio, en nuestra misma oración personal. Porque también así podremos tener la fuerza de querer más a los demás, también de imitar a la Virgen santísima.
Es impresionante cómo, inmediatamente después de la Anunciación, inmediatamente después de haberse hecho −con ese fíat!− Madre de Dios, lo primero que, podremos decir así, se le ocurre a la Virgen es pensar en su prima. Porque el ángel le había dicho que su prima estaba esperando un niño, pero no le había dicho que fuese a verla. Aquello era un signo de la omnipotencia de Dios, porque era una prima ya anciana. Y la Virgen enseguida se da cuenta de que su prima necesitaría ayuda y se pone en camino. Y se pone en camino no para dar un saludo, para estar unas horas o unos días. ¡Está meses, meses…!
Vamos a pedirle a la Virgen que ella nos obtenga del Señor una gracia que nos mueva, primero, a descubrir las necesidades de los demás y, después, a tener la decisión, el deseo y la eficacia para servir, para ayudar, para sentir las necesidades de los demás como nuestras.
Y vemos a la Virgen Inmaculada, fruto de esa plenitud de gracia, cómo también sabe descubrir las necesidades en Caná. Están invitados el Señor, sus discípulos y la Virgen a aquellas bodas. La Virgen es la única que se da cuenta de que está faltando el vino. Podemos decir: es una cosa tan material… pero era importante para los novios, para que no quedasen mal. La Virgen descubre hasta esas pequeñas cosas y es por amor, por su plenitud de gracia.
Madre, nosotros no tenemos una plenitud de gracia, pero queremos con tu ayuda parecernos a ti para así parecernos más a Jesucristo. Prepararnos para recibir en este Adviento el regalo de la nueva Navidad, haciendo que nuestra vida sea un regalo para los demás, y especialmente para los que más lo necesiten. Hay tantas personas que viven solas, tantos enfermos, gente aislada, tantas personas que por la pandemia están sufriendo serias dificultades económicas, en sus familias.
Acudimos, para terminar, a la mediación materna de María, para que ella nos guíe con José también en nuestro camino hacia ese Belén constante de nuestro encuentro personal con Jesucristo.
Fuente: opusdei.org
[1] S. León Magno, Sermón 12 sobre la pasión del Señor, 3, 7: PL 54, 357
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