Vivimos amodorrados, inconscientes de las consecuencias a las que nos aboca la vida
En un viaje, una señora, que estaba adormilada, al enseñar su billete al revisor, se dio cuenta de que había cogido un tren equivocado con el consiguiente sobresalto. No somos responsables de lo que soñamos, al despertar podemos comprobar que eso, que con tanta fuerza vivimos, solo era un sueño. Pero la realidad es distinta, la susodicha señora se encontraba lejos de su destino. Lo que hacemos tiene consecuencias. Nos marca.
Parece que vivimos amodorrados, narcotizados, inconscientes de las consecuencias a las que nos aboca una vida infantilizada. Me comentaba entre llantos un joven-viejo que, a sus veinte años, había llegado tarde; sin apenas darse cuenta su modo de vida le había apartado de sus sueños e ideales. Tenemos que despertar, vigilar. Es una pena que, de pronto, nos encontremos en la estación equivocada.
Decía el predicador Cantalamessa: “Hay una característica del sueño que no se aplica a la vida, la ausencia de responsabilidad. Puedes haber matado o robado en sueños; te despiertas y no hay rastro de culpa; tu certificado de antecedentes penales está sin mancha. No así en la vida; bien lo sabemos. Lo que uno hace en la vida deja huella, ¡y qué huella! Está escrito de hecho que Dios dará a cada cual según sus obras (Romanos 2,6)”.
Por esto la invitación del Evangelio a la vigilia: “velad, porque no sabéis a qué hora volverá el señor de la casa, si por la tarde, o a la medianoche, o al canto del gallo, o de madrugada; no sea que, viniendo de repente, os encuentre dormidos. Lo que a vosotros os digo, a todos lo digo: ¡velad!”
Los somníferos ayudan a dormir. Vivir sin pensar las consecuencias de nuestros actos, alocadamente, nos puede narcotizar. Velar es estar despiertos, atentos y vigilantes para que no se nos cuele el enemigo en casa. Ahora vivimos muy despreocupados, como lelos que se creen listillos, y nos meten goles por la escuadra. Deberíamos contrastar si la vida que llevo es la que me gustaría, si estoy siendo quien quiero ser, si he cogido el tren adecuado.
Quizás nos vendría bien un poco de calma, un parón. En el silencio puedo percibir mis ruidos internos y ver lo que desafina. Pensar y meditar. Tomar distancia de la inmediatez trepidante y otear el horizonte. Vienen muy bien los chequeos espirituales que son examinar la conciencia al final de la jornada o en un retiro. Ver qué estoy haciendo con mi vida, cómo marcha mi familia, en qué gasto mi tiempo y energías. Preguntarme qué soy para los que quiero, si estos perciben mi cariño, si les dedico tiempo: si me gano su querer.
Antes de las elecciones suele haber una jornada de reflexión, quizá sería interesante saber qué hago con mi voto y si los que he votado están construyendo el mundo que me gustaría. Si estoy satisfecho de la educación que reciben mis hijos. Si mi trabajo es útil a los demás y me hace crecer como persona: no soy una máquina de hacer dinero, sino un ser libre que se va realizando según cumple su misión, que camina hacia la felicidad.
El otoño nos presenta una naturaleza llena de colorido, pero también habla de la caducidad de la vida: “¿Has visto, en una tarde triste de otoño, caer las hojas muertas? Así caen cada día las almas en la eternidad: un día, la hoja caída serás tú”, dice Camino. Miremos nuestras manos, para qué las uso: para acariciar y trabajar, para bendecir y curar o para… Repasemos nuestros sueños de juventud, lo que nos ilusionaba y motivaba, en qué se han transformado. Si mi meta es ir al Cielo puedo preguntarme si voy por buen camino. Estamos a tiempo de despertar, de espabilar.
Me contaba un buen amigo que en una ocasión se durmió conduciendo y que “alguien” fue dirigiendo el vehículo. Se despertó y se paró asustado en la cuneta. En ese momento pensó en su vida, hizo examen y con agradecimiento se propuso vivirla en plenitud. Entendemos la importancia de la invitación a velar, a despertar.