Algunos, obnubilados por el progresismo, por el relativismo, llevan una vida desnortada
Pienso que a todos nos gustaría tener un amigo, un hermano cercano, amable, inteligente. Siempre disponible para hacer un favor, hábil para sacarnos de un apuro. Que no traicione nunca y, además, que sea influyente. Si fuera capaz de ayudar a dar sentido a mí vida y de hacer milagros, sería un tesoro. Podemos pensar que alguien así solo existe en los cuentos.
Si este amigo estuviera dispuesto a perdonarme siempre, fuera paciente, supiera sacar de mí lo mejor, e incluso pagara mis culpas y diera la vida por mí, tendría un valor incomparable. El diverso comportamiento de muchos coetáneos nos puede hacer dudar de la existencia de un modo correcto de ser humano, de un referente a seguir, o si toda actuación es válida, si todo da igual. Algunos, obnubilados por el progresismo, por el relativismo permisivo, llevan una vida desnortada. Habría que preguntarles si así son felices. Yo lo dudo.
Todos tenemos la experiencia de que unos comportamientos nos degradan, y que otros nos enaltecen. Nos hacemos amables u odiosos, útiles o pesados, recorremos la senda de la felicidad o nos amargamos y deprimimos.
“En realidad, el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado… Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre… es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado”. Esto enseña el último de los Concilios. Hay un modo de ser hombre, un camino para ser felices, y este es Jesucristo.
Hagamos la prueba, acudamos a los Evangelios y aprendamos las enseñanzas del Maestro, del Amigo, del Hermano. Por ejemplo, hoy nos dice: “Entonces le responderán los justos: ’Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, o sediento y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos peregrino y te acogimos, o desnudo y te vestimos?, o ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y vinimos a verte?’ Y el Rey, en respuesta, les dirá: “En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis”.
Jesús se identifica con los hombres, nos dice que le tenemos que reconocer en nuestro prójimo. Revela la grandeza del hombre: es hijo de Dios. Tenemos que tratar a los nuestros: esposos, hijos, hermanos, amigos, compañeros… como trataríamos a Jesús. Es más, deberíamos hacerlo con su misma delicadeza, acierto y dedicación. Este es el camino, y no hay otro. Seguir el modelo del Hijo de Dios hecho hombre.
¡Qué grandeza! Si el Evangelio no nos lo dijera, sería una temeridad, una utopía. No vivir así, renunciar a esa grandeza es lo que arruina a la persona y a la sociedad. Es vivir en la luz o en las tinieblas. Celebramos la fiesta de Cristo Rey, un Rey que sirve, que lava los pies, que da de comer, que cura, que perdona, que resucita a los muertos, ¡que da la vida por nosotros! Aprendamos a servir, aprendamos a amar. No le tengamos miedo.
En la homilía de la inauguración de su pontificado decía Benedicto XVI: “¡No! quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada −absolutamente nada− de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Solo con esta amistad se abren las puertas de la vida. Solo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Solo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera.
Así, hoy, yo quisiera, con gran fuerza y gran convicción, a partir de la experiencia de una larga vida personal, decir a todos vosotros, queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida. Amén”.
Me atrevería a decir que solo hay un modo de ser persona, de ser realmente humano: mirar a Cristo.