Estudiemos nuestras destrezas para hacer la vida agradable a los que nos rodean
Me contaba un amigo una conversación que tuvo con su madre. Esta le decía que no se daba cuenta de lo bonita que era su sonrisa, no la apreciaba y no le sacaba partido. Con el tiempo, el hijo fue descubriendo cuánta razón tenía su madre. Pensaba que era tímido y no tenía don de gentes, pero con su franca sonrisa se ganaba a todo el mundo. Este es nuestro papel, ser descubridores de talentos. Ayudar a los nuestros a sacar lo mejor de ellos, potenciar todo lo bueno que Dios le ha dado. Sacarlo a la luz.
Pedro Salinas canta: “Perdóname por ir buscándote / tan torpemente dentro / de ti. / Perdóname el dolor, alguna vez. / Es que quiero sacar / de ti tu mejor tú”. Para descubrir el talento que tenemos dentro, el filón de metal precioso, tenemos que escarbar, profundizar, y eso cuesta, nos tienen que ayudar. Es la labor de padres y maestros, también de esposos y amigos: escarbar. El oro no suele estar en la superficie. Todos tenemos algún don.
El Creador, en su bondad y sabiduría infinitas, nos lo ha dado. Cada uno el suyo, distinto, a su medida, el que mejor nos va y conviene. Es una pena que, por envidia, por estar siempre comparándonos con los demás, por nuestro pesimismo existencial, no descubramos nuestras posibilidades. Y, peor aún, que nos fijemos tanto en los defectos de los que queremos, que no veamos todas las cosas buenas que tienen.
“Un hombre, al marcharse de su tierra, llamó a sus servidores y les entregó sus bienes. A uno le dio cinco talentos, a otro dos y a otro uno sólo: a cada uno según su capacidad; y se marchó”. El Evangelio sigue diciendo que el que recibió menos, por miedo, enterró su talento. Los otros se las ingeniaron para hacerlos rendir. Al final se les pide cuenta de su administración. No podemos hacer con nuestros dones lo que queramos: educación, aptitudes, fortuna… Son para que den fruto, para servir a los nuestros y a la sociedad.
Dice San Juan de la Cruz que “al atardecer de la vida nos examinarán del amor”. Y podríamos añadir que también al final de la pandemia. Todos debemos colaborar, cada uno según su posibilidad e ingenio a superar esta dura situación. Pon tus destrezas al servicio de los demás, no pienses que no puedes hacer nada, eso es comodidad, egoísmo.
En primer lugar, seamos responsables, podemos guardar la distancia social, pero con cercanía humana, con interés por los demás. Demos a nuestro trabajo sentido de servicio: con nuestras competencias haremos más llevadera la vida de los otros.
Estudiemos nuestras destrezas para hacer la vida agradable a los que nos rodean; tengo un amigo sacerdote que siempre tiene un chiste en la boca para hacernos reír. Ahora podemos dedicar más tiempo a la familia, jugar con los niños, contarles historias. Hacer pequeños arreglos en la casa. Escuchar a los demás. Volver a los juegos de mesa. Todo menos encerrarnos, aislarnos con el móvil o la tablet.
También dedicar tiempo a leer, que enriquece nuestro lenguaje y el conocimiento del mundo y los demás. Estudiar, ponernos al día en nuestra profesión, reciclarnos. Emprender nuevas tareas. La mejor sería ayudar a que los nuestros crezcan, desarrollen su valía.
“¡Qué tristeza no sacar partido, auténtico rendimiento de todas las facultades, pocas o muchas, que Dios concede al hombre para que se dedique a servir a las almas y a la sociedad (…) −señalaba san Josemaría− ¡Desentierra ese talento! Hazlo productivo: y saborearás la alegría de que, en este negocio sobrenatural, no importa que el resultado no sea en la tierra una maravilla que los hombres puedan admirar.
Lo esencial es entregar todo lo que somos y poseemos, procurar que el talento rinda, y empeñarnos continuamente en producir buen fruto”. Y no olvidemos que tendremos que dar cuenta de cómo hemos gastado nuestra vida.