Dejar que los sentimientos o las modas dirijan nuestras vidas es renunciar a ser libres
Ulises tiene que atravesar el mar de las sirenas de regreso a su hogar. Estas atraían a los marineros con la belleza y dulzura de su canto, y los desdichados navegantes, embelesados, perecían ahogados. Por consejo de Circe, Ulises hace que sus tripulantes se taponen los oídos con cera, así pueden evitar la fatal atracción. Pero él, que quiere escucharlas, se hace atar al mástil del barco. Es consciente de su debilidad y pone los medios para no caer en ella. En muchas ocasiones se ensalza en la Odisea la prudencia de su héroe y no solo su fortaleza.
La prudencia somete la pasión a la razón, a lo justo y bueno, a lo que nos hace mejores y, por lo tanto, felices. Dejar que sean los sentimientos, las modas o las meras impresiones quienes dirijan nuestras vidas es renunciar a ser libres, a la dignidad de la persona que, por encima de los irracionales, está enriquecida por la razón.
El Evangelio nos relata la escena de diez doncellas que acompañan a la novia en la espera del esposo: “El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: '¡Qué llega el esposo, salid a su encuentro!'. Entonces se despertaron todas aquellas vírgenes y se pusieron a preparar sus lámparas. Y las necias dijeron a las prudentes: ‘Dadnos de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas’.
Lo único que las distingue es el acierto de llevar aceite de repuesto. Las insensatas se pierden la alegría del banquete. La enseñanza es que la prudencia ayuda a la felicidad.
Unos esposos prudentes saben guardar el aceite del amor, lo alimentan con el cariño diario, con las constantes atenciones. Defienden su corazón para el otro. No tontean con los compañeros de trabajo; el anillo nupcial que libre y gustosamente se entregaron, les recuerda que su vida está comprometida. No se ponen a prueba, pues son conscientes de su fragilidad.
Los creyentes debemos ser agradecidos por el don de la fe y ser consecuentes. No hacerlo es arriesgarse a perderla. Si no vivimos lo que creemos, acabaremos por pensar como vivimos. Nos tornaremos tibios y al final nos reiremos de los grandes ideales que enriquecieron nuestra vida, seremos irónicos, corrosivos. Daremos pena.
Ante la expansión del coronavirus y el nuevo confinamiento, la prudencia nos lleva a cuidar las distancias, a no poner en peligro nuestra salud; pero también a fortalecer nuestra espiritualidad. No es lógico, consecuente, que consideremos esencial ir al supermercado, a la farmacia… y no a la Iglesia.
Ahora es tiempo de rezar más, de vivir con más intensidad la fe, de acudir a la Eucaristía y a la confesión: lo necesitamos. Si creo, tengo la obligación de acudir al Dueño y Señor de la vida para implorar que ponga final a este tiempo de pandemia. También de poner en servicio de la sociedad todos los talentos que he recibido. En la presencia de Dios debería preguntarme: ¿qué más puedo hacer en estos momentos tan cruciales?, ¿es prudente encerrarme, aislarme, dejarme llevar por el miedo y olvidarme de los demás?
“Ser prudentes es dejar que la verdad del ser de Dios y del mundo, hondamente experimentadas, se conviertan en regla y medida del propio querer y obrar” (Pieper). Los cristianos debemos ser una lámpara encendida, sería triste que, por una falsa prudencia, nos apaguemos, dejemos el mundo a oscuras. Podemos dar criterio, aconsejar, corregir, alentar y acompañar.
Servir a la sociedad desde el buen ejercicio de la profesión y con el testimonio de nuestra fe. La razón, iluminada por la fe y fortalecida por la gracia, nos hará felizmente prudentes, pondremos en práctica aquello que pensamos es lo mejor, y no quedaremos paralizados por la “prudencia de la carne”. Pidamos a Dios esta sana prudencia para los que nos gobiernan.