Evangelio del XXXII domingo del Tiempo ordinario (Ciclo A) y comentario al evangelio
Evangelio (Mt 25,1-13)
Entonces el Reino de los Cielos será como diez vírgenes, que tomaron sus lámparas y salieron a recibir al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco prudentes; pero las necias, al tomar sus lámparas, no llevaron consigo aceite; las prudentes, en cambio, junto con las lámparas llevaron aceite en sus alcuzas. Como tardaba en venir el esposo, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: “¡Ya está aquí el esposo! ¡Salid a su encuentro!” Entonces se levantaron todas aquellas vírgenes y aderezaron sus lámparas. Y las necias les dijeron a las prudentes: “Dadnos aceite del vuestro porque nuestras lámparas se apagan”. Pero las prudentes les respondieron: “Mejor es que vayáis a quienes lo venden y compréis, no sea que no alcance para vosotras y nosotras”. Mientras fueron a comprarlo vino el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas y se cerró la puerta. Luego llegaron las otras vírgenes diciendo: “¡Señor, señor, ábrenos!” Pero él les respondió: “En verdad os digo que no os conozco”. Por eso: velad, porque no sabéis el día ni la hora.
Comentario
Las celebraciones nupciales en tiempos de Jesús estaban revestidas de una particular solemnidad, en un ambiente festivo y gozoso. Unos meses antes tenían lugar los desposorios, donde los futuros esposos ya quedaban públicamente comprometidos en matrimonio, pero sólo un tiempo después la esposa era recibida en su nueva casa por el esposo para iniciar su vida en común formando una familia. En esta segunda ceremonia los amigos de los novios participaban activamente en los festejos.
Acompañaban a la esposa sus amigas de infancia y juventud, las “vírgenes” de las que habla la parábola, solteras como ella hasta ese momento. De ordinario llegaban con cierta antelación al lugar de la boda y, cuando al caer la tarde, llegaba el esposo acompañado por sus amigos, también jóvenes como él, salían a su encuentro con sus lámparas de aceite encendidas y comenzaba la fiesta. Sonaba la música, corría el vino y los manjares, y se bailaba con alegría hasta la medianoche.
Jesús habla de una boda en la que un retraso excesivo en la llegada del novio provocó el desconcierto entre las amigas de la novia. Algunas poco previsoras, al retrasarse tanto el esposo, se quedaron sin aceite para salir con sus lámparas a recibirlo y, mientras iban a comprar lo necesario, se cerró la puerta y se quedaron fuera.
El Maestro se sirve de esta parábola para recomendar la necesidad de estar siempre bien preparados para recibir al Señor cuando se presente, ya que no sabemos el día ni la hora. Vendrá al final de los tiempos, pero también saldrá al encuentro de cada uno de nosotros cuando llegue el final de nuestra vida terrena para juzgarnos. “Llegará aquel día −recordaba san Josemaría−, que será el último y que no nos causa miedo: confiando firmemente en la gracia de Dios, estamos dispuestos desde este momento, con generosidad, con reciedumbre, con amor en los detalles, a acudir a esa cita con el Señor llevando las lámparas encendidas. Porque nos espera la gran fiesta del Cielo”[1].
La imprevisión o el atolondramiento, el retrasar el arrepentimiento o la confesión, dilatar las decisiones de entrega, pueden privarnos para siempre de la gloria. En cambio, una vida vivida cara a Dios, sin descuidar detalles, nos puede abrir la puerta del cielo, como sucedió a aquellas amigas de la novia, que fueron previsoras, y entraron a disfrutar de la fiesta, mientras que las otras se quedaron fuera. Aquellas muchachas “No supieron o no quisieron prepararse con la solicitud debida, y se olvidaron de tomar la razonable precaución de adquirir a su hora el aceite. Les faltó generosidad para cumplir acabadamente lo poco que tenían encomendado. Quedaban en efecto muchas horas, pero las desaprovecharon”[2], seguía comentando san Josemaría.
De ahí que nos invitase a reflexionar y sacar propósitos: “Pensemos valientemente en nuestra vida. ¿Por qué no encontramos a veces esos minutos, para terminar amorosamente el trabajo que nos atañe y que es el medio de nuestra santificación? ¿Por qué descuidamos las obligaciones familiares? ¿Por qué se mete la precipitación en el momento de rezar, de asistir al Santo Sacrificio de la Misa? ¿Por qué nos faltan la serenidad y la calma, para cumplir los deberes del propio estado, y nos entretenemos sin ninguna prisa en ir detrás de los caprichos personales? Me podéis responder: son pequeñeces. Sí, verdaderamente: pero esas pequeñeces son el aceite, nuestro aceite, que mantiene viva la llama y encendida la luz”[3].