Evangelio del 30° domingo del Tiempo ordinario (Ciclo A) y comentario al evangelio
Los fariseos, al oír que había hecho callar a los saduceos, se pusieron de acuerdo, y uno de ellos, doctor de la ley, le preguntó para tentarle:
− Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?
Él le respondió:
− Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es como éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas.
Fariseos y saduceos eran dos grupos muy influyentes en la sociedad en la que vivía Jesús, pero tenían puntos de vista distintos en la interpretación de la Ley. Los saduceos eran personas de la alta sociedad. De entre ellos habían salido, desde el inicio de la ocupación romana, los sumos sacerdotes que, en ese momento, eran los representantes judíos ante el poder imperial. Estaban más pendientes de la política y del Templo que de las cuestiones religiosas relacionadas con la vida diaria. Los fariseos, por su parte, eran muy minuciosos en el cumplimiento de las prescripciones de la Ley de Dios.
Quizá admirados por la brillantez de la respuesta de Jesús a unos saduceos, a los que había dejado sin palabras, unos fariseos lo pusieron a prueba con una pregunta muy delicada. En su cuidado meticuloso por cumplir hasta la más pequeña indicación de la Ley, los fariseos llegarían a establecer una lista de seiscientos trece mandamientos. Ante tal abundancia y variedad de preceptos, que hace muy difícil incluso recordarlos todos, no es superflua la pregunta que le hacen: ¿Cuál es el mandamiento principal de la Ley?
La respuesta de Jesús es un tanto sorprendente, pero muy certera. No les señala ninguno de los diez mandamientos del Decálogo, sino que menciona dos que no forman parte de él. Primero cita un texto que en el Antiguo Testamento forma parte de una oración llamada Shemá, contenida en el libro del Deuteronomio: “Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es Uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Dt 6,4-5). El segundo, “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19,18), es uno de los muchos preceptos incluidos en la denominada Ley de Santidad, que está en el libro del Levítico.
Lo singular en la respuesta de Jesús consiste en señalar esos dos mandamientos que estaban como perdidos en medio de la multitud de preceptos contenidos en la Ley, y mencionarlos juntos, poniendo de manifiesto que el amor a Dios y el amor al prójimo son inseparables y complementarios.
Lo primero es el amor a Dios, un amor que es justa correspondencia a quien se ha adelantado a amarnos a nosotros. Ahora bien, ¿en qué consiste el amor a Dios? Benedicto XVI nos lo explica en su Encíclica Deus caritas est: “La historia de amor entre Dios y el hombre consiste precisamente en la comunión de voluntad que crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más: la voluntad de Dios ya no es para mí algo extraño que los mandamientos me imponen desde fuera, sino que es mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío”[1].
A la vez, el amor a Dios nos lleva de la mano al amor al prójimo, como él mismo sigue explicándolo más adelante: “en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada o ni siquiera conozco. (…) Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo. (…) Al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor que él necesita”[2].
“Si queremos ayudar a los demás, hemos de amarles, repito −insistía san Josemaría−, con un amor que sea comprensión y entrega, afecto y voluntaria humildad. Así entenderemos por qué el Señor decidió resumir toda la Ley en ese doble mandamiento, que es en realidad un mandamiento solo: el amor a Dios y el amor al prójimo, con todo nuestro corazón”[3].
Fuente: opusdei.org.
[1] Benedicto XVI, Enc. Deus caritas est, n. 17.
[2] Ibidem, n. 18.
[3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 167.
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