La autora expone pautas para «educar hijas fuertes», felices y seguras. Meeker se centra muy especialmente en historias reales de pacientes, así como en la experiencia derivada de sus propias vivencias
Meg Meeker, madre y pediatra, hace tiempo que comparte con el lector sus más de 30 años de experiencia clínica y personal por medio de libros claros, concisos, de fácil lectura y rebosantes de sentido común. Obras como Padres fuertes, hijas felices; Cien por cien chicos; Los diez hábitos de las madres felices y Héroe. Cómo ser el padre fuerte que tus hijos necesitan son algunas de las que preceden a su última publicación, centrada esta vez en las hijas, Educar hijas fuertes en una sociedad líquida (Palabra, 2020).
Aunque la autora no hace referencia explícita a ello, la expresión «sociedad líquida» que aparece en el título de este libro fue utilizada por vez primera por Zygmunt Bauman en su obra Modernidad líquida. Y es importante aclarar el término para ubicarnos en el marco histórico-social en el que se sitúa la obra de Meeker. Bauman acuñó los conceptos de «modernidad líquida», «sociedad líquida» o «amor líquido», para definir el actual momento de la historia; una situación de perpetua inestabilidad que tiene profundos efectos sobre la identidad personal. Nos encontramos ante la disolución del sentido de pertenencia social del ser humano para dar paso a una marcada individualidad. La metáfora de la liquidez intenta dar cuenta de la precariedad de los vínculos humanos en una sociedad hiperindividualista y egocéntrica, marcada por el carácter volátil y transitorio de sus relaciones. La sociedad liquida es siempre cambiante, incierta, imprevisible. Un tiempo sin certezas.
En este complejo entorno, la autora muestra once pasos concretos a dar para garantizar la felicidad, bienestar y seguridad de nuestras hijas, centrándose muy especialmente en historias reales de pacientes, así como en la experiencia derivada de sus propias vivencias familiares.
El conocimiento de las hijas es el paso previo a toda comprensión y amor. Algo que parece evidente pero que necesitamos recordar. Al respecto, conviene traer a colación las palabras de la Madre Teresa de Calcuta. En el cincuenta aniversario de Naciones Unidas, invitada al evento, subió poco más de 30 segundos al estrado y dijo: «Así que queréis cambiar a la gente, pero ¿conocéis a vuestra gente? Porque si no conocéis a las personas, no habrá comprensión, y si no hay comprensión, no habrá confianza, y si no hay confianza, no habrá cambio».
Por lo tanto, el primer paso para lograr hacer de nuestras hijas mejores personas y por lo tanto jóvenes felices es el conocimiento de su corazón, tal como titula la autora este primer capítulo. Y para ello, el tiempo y la presencia resultan imprescindibles: «La cuestión no es ser perfectos, sino estar presentes −física, mental y emocionalmente− y procurarles una experiencia general del amor y la comprensión».
La simple presencia física del padre y la madre no basta para un desarrollo equilibrado de las hijas. Aquella debe ser una presencia activa, real, operativa, consciente, creativa, nutricia, que orienta y da referencias, que registra, mira, ve, escucha, siente, comprende, toca, empatiza, ama. Presencia significa dación de afecto y comprensión; pero también significa la imprescindible imposición sin complejos de normas familiares que garanticen la armonía en el hogar, así como la imposición de sanciones o penalidades cuando aquellas resulten incumplidas. Y conocer a nuestras hijas significa ser conscientes de que estamos ante mujeres con una especificidad propia, diferentes de los varones, con una esencia femenina peculiar que, como señala Meeker, tiene «una base psicológica y genética».
Según Meeker toda hija precisa una respuesta para cuatro preguntas esenciales.
«¿De dónde vengo?». La respuesta, según la autora, debería estar basada en el plano espiritual pues «las chicas que tienen fe son inmensamente más felices y fuertes».
«¿Soy importante (especialmente para mis padres)?». Es importante que cada hija se sienta única frente a sus padres para que adquiera una autoestima adecuada que le permita un equilibrado desarrollo personal y que evite posteriores dependencias emocionales insanas u otras patologías como el miedo constante al abandono. Nada eleva más la autoestima de una hija que saber que a sus padres les gusta estar con ella. Se sienten seguras sabiendo que son importantes para sus padres y merecedoras de su atención.
«¿Hay una norma moral?». La moralidad solo se puede enseñar desde el ejemplo personal. Para ser un modelo adecuado de conducta, padre y madre deben ser consecuentes con los principios que proclaman. Su conducta es su principal referente. Algunos padres exigen a sus hijas un comportamiento ejemplar mientras ellos incumplen las mismas normas que les han marcado. Esta incoherencia hará que la hija se sienta mal, engañada y generará un abismo emocional difícil de salvar. Toda joven, en su cabeza y en su corazón, necesita razones para querer ser como sus padres.
«¿A dónde voy?». Toda hija, especialmente a partir de la pubertad, siente el vértigo que genera la incertidumbre ante el futuro. A pesar de ello, los padres no deben caer en el proteccionismo sino, por el contrario, deben conceder a la hija autonomía personal e independencia para construir su propio proyecto de vida. La relación con los padres, así como se construye de forma progresiva, también, aunque pueda resultar difícil, se debe disolver progresivamente para permitir que la hija crezca y adquiera su propia autonomía. Desde el primer momento, padre y madre deben favorecer la desvinculación y hacer frente al desafío de lograr la justa distancia emotiva y física, vigilarla continuamente y redefinirla en función del momento evolutivo de la hija.
En este epígrafe, la autora destaca la Importancia del vínculo materno como modelo de comportamiento para las hijas: «Las madres orientan a sus hijas en un modo que la mayoría de los padres no pueden hacer»; entre otros motivos porque gozan de mayor empatía. La empatía podemos definirla como la capacidad de sintonizar de una forma espontánea y natural con los pensamientos y sentimientos de otra persona, sean los que sean; es el poder de leer la atmósfera emocional que rodea a la gente y preocuparse por sus emociones. Es la habilidad para «meternos en la piel del otro». Como regla general, las mujeres somos más afectivas, solidarias y empáticas que los hombres; entre otras cosas porque «si eres una mujer has sido programada para garantizar el mantenimiento de la armonía social» (L. Brizendine, El cerebro femenino, RBA, 2007). Para Edith Stein esta habilidad de las mujeres pertenece de lleno a su «especificidad anímica» (E. Stein, La mujer, Ediciones Palabra, 1996).
Según Meeker, «los padres son la plantilla de la que obtienen su modelo de hombre… la experiencia de una hija con su padre biológico afectará cada relación que vaya a tener con todos los hombres de su vida (…) Las niñas que mantienen un vínculo fuerte con sus padres de pequeñas crecen más seguras de sí mismas».
El estar «empadradas», es decir, saber que tienen especial importancia y valor para sus padres, proporciona a las hijas un orgullo sano y positivo en comparación con aquellas que no han gozado de tal apoyo paterno. Para las niñas, el orgullo de pertenecer a la feminidad depende mucho de la mirada y de las palabras también explícitas de aprobación y reconocimiento afectuoso por parte de su padre. Si la relación es la correcta, si el padre desprende fortaleza y cariño, representará su primer amor y una base indispensable para su autoestima. Y luego, será el filtro a través del cual la joven verá a todos los hombres que se acerquen a ella. Todo hombre que entre en su vida será comparado con su padre, toda relación que tenga con otro hombre será filtrada a través de la relación que tenga con su progenitor. Si el padre es caballeroso, atento, respetuoso y amable con ella y con su madre, esas serán las características que la hija buscará en otros hombres y desechará o se alejará de aquellos que no cumplan dichas expectativas. Por ello, todo padre debería esforzarse por ser como quiere que sea el futuro novio de su hija; pues ese es el modelo que ella buscará inconscientemente. La relación positiva de una niña con un padre presente y comprometido construye las bases para que en el futuro sus relaciones con los hombres sean maduras y equilibradas.
Por el contrario, la joven que experimenta un déficit paterno sufre profundamente en su autoestima. Como señala Ceriotti, «todas las mujeres con poca autoestima relatan historias de las que se deduce una relación filial difícil o insatisfactoria con su padre: hablan de un papá ausente, incapaz de gestos afectuosos, a veces abiertamente despectivo. En todo caso es un padre privado de aquella mirada que hace que la niña se sienta apreciada y reconocida en la especificidad de su condición femenina» (M. Ceriotti Migliarese, Erótica y materna. Un viaje al universo femenino, Rialp, 2019).
En esta sociedad digitalizada, Meeker nos advierte de que «las chicas buscan aprobación y las plataformas sociales son un medio de obtenerla…. una vez que son aceptadas y han obtenido suficientes likes, se considerarán válidas… Los estudios han demostrado un claro vínculo entre el uso de redes sociales y la depresión entre las jóvenes (…) Las fotos y textos no son sustitutivos de las relaciones humanas reales… resultan decepcionantes y fomentan relaciones poco saludables entre las jóvenes».
En este sentido, debemos tener en cuenta que casi un 60 por ciento de las niñas y jóvenes de todo el mundo han sido víctimas de diferentes formas de acoso online en plataformas de redes sociales, según el informe elaborado por la ONG Plan International, con motivo del Día Internacional de la Niña (11 de octubre 2020). Los resultados del estudio, basado en testimonios y entrevistas en profundidad a más de 14.000 chicas de entre 15 y 25 años de 22 países, entre ellos España, revelan que las niñas se enfrentan a experiencias de acoso desde los 8 años, y es entre los 14 y los 16 años cuando lo sufren con mayor frecuencia. Las niñas, adolescentes y jóvenes usuarias de redes sociales están expuestas de forma habitual a esta forma de violencia, que incluye la recepción de mensajes explícitos, imágenes de contenido sexual, amenazas de violencia física y sexual y comentarios racistas entre otros.
Meg Meeker plantea algo propio del feminismo hipermoderno: la mujer ha alcanzado la igualdad formal y profesional, es una mujer, como media, triunfadora en el ámbito público, sin embargo, no es feliz o se siente incompleta en el marco existencial, independientemente del nivel cultural y económico al que pertenezcan. Este fenómeno ha sido denominado por los investigadores B. Stevenson y J. Wolfers, La paradoja de la felicidad femenina decreciente (National Bureau of Economic Research, 2009).
La mujer, en términos generales, en los países desarrollados ha alcanzado niveles de desarrollo profesional magníficos, pero se siente más sola que nunca, entre otras cosas porque muchas han renunciado a la maternidad en pro de un desarrollo profesional exacerbado justo durante los años en los que su cuerpo está mejor preparado para la maternidad. Luego, cuando ya no tienen edad para procrear, experimentan el vacío existencial que la falta de desarrollo de su instinto maternal les ha dejado.
Como afirma la autora, «parece existir un vínculo muy real entre el triunfo social del feminismo y una cultura de la soledad, ansiedad y depresión mayor que nunca», entre otras cosas porque se imponen a sí mismas los parámetros masculinos del éxito sin percibir que las mujeres, con su especificidad femenina, tienen otras exigencias personales que les satisfacen bien diferentes a las de los varones. Tener la capacidad y la inteligencia para poder hacer profesionalmente lo mismo que los varones no significa que queramos lo mismo ni de la misma manera ni que nos motive o satisfaga como a ellos el éxito profesional al precio de perder parte de nuestra vida familiar y personal.
Tras siglos de lucha por sus derechos, la mujer ha logrado la independencia pero no la libertad, pues se halla sometida a una serie de esclavitudes mucho más perversas que las de siglos pasados: la anticoncepción sistemática y constante desde la pubertad, el aborto como método anticonceptivo generalizado, la pornografía, la obsesión por la perfección del cuerpo y por evitar el envejecimiento, los vientres de alquiler que degradan la dignidad de la mujer y la mercantilizan.
Aprovecha también la autora para alertar sobre el daño que la ideología de género está provocando en las jóvenes. En Estados Unidos se está viviendo una plaga de «disforia de género» entre las jóvenes; enfermedad rara que antes se daba casi únicamente en varones, y que ahora es popular entre las chicas que piensan que cambiando su cuerpo por otro de varón (por medio del correspondiente tratamiento hormonal y posterior cirugía) se solucionarán todos sus problemas.
Defiende la autora un feminismo «saludable» que entienda que la feminidad es algo positivo y maravilloso; incluyendo su principal manifestación: la maternidad. Un feminismo abierto hacia los demás, no egocéntrico y narcisista. Un feminismo que permita el desarrollo de lo que Juan Pablo II denominaba el «genio de la mujer», o lo que J. Burggraf llamó la «ética del cuidado». Y un feminismo que considera al varón, no como el enemigo a abatir, sino como complementario, enriquecedor, cooperador necesario para la mujer, compañera del hombre en igualdad de valor y diferencia de ser.
Una de las nuevas esclavitudes de las mujeres desde muy jóvenes es la obsesión por la imagen personal. En este aspecto no dan muy buen ejemplo aquellas madres empeñadas en enfrentarse al tiempo y que, en una lucha contracorriente, modifican su cuerpo y su cara físicamente con los medios que las nuevas tecnologías quirúrgicas les permiten. Pero también la actitud del padre resulta determinante para el autoestima de las niñas. En este sentido, la doctora Maine sostiene que la carencia de padre (o su presencia débil y desdibujada) hace que las hijas necesitadas de las funciones que éste debería brindarles, no se sientan ni validadas, ni valoradas y empiecen a dudar de sí mismas, a no gustarse, a tratar de modificarse a partir de lo físico, de un modo obsesivo y, en última instancia, a tratar de llamar la atención a través de fenómenos corporales como la anorexia o bulimia (M. Maine, «Hambre de padre», Perspectivas sistémicas, n.66, mayo-junio, 2001); ambos tratados a fondo por la doctora Mekeer en este capítulo.
Como señala Meeker, «el 93 por ciento de los estudios científicos demostró que la fe da a las personas más significado y sentido a sus vidas… y el 78 por ciento demostró que las personas con creencias tienen menos ansiedad». La doctora ofrece hasta 13 datos científicos sobre los beneficios de la fe en la salud física y mental (tomados del estudio de 2012 de Harold G. Koening sobre Religion, Spirituality and Health) y señala: «Los agnósticos y ateos rechazan la fe porque la consideran irreal, un cuento de hadas, pero por lo que he podido comprobar, la fe proporcionará a tu hija un sentido sustancial de la realidad: la comprensión de que forma parte de un todo mayor que ella misma, que no todo gira a su alrededor».
Hoy está muy extendida la pérdida de fe entre los jóvenes, sin embargo, estos siguen teniendo una gran ansia de verdad. Las jóvenes de hoy, estimuladas y a menudo confundidas por la multiplicidad de informaciones y por el contraste de ideas y de interpretaciones que se les proponen continuamente, conservan dentro de sí una gran necesidad de verdad.
De su experiencia clínica la doctora Meeker ha sacado una conclusión clara en este aspecto: «Antes de entrar en la adolescencia, los niños aprenden una idea fundamental: su sexualidad es la parte más significativa de su identidad y define quiénes son… la insistencia de nuestra sociedad en sexualizar a los niños está menoscabando un desarrollo sexual saludable, minimizando su complejidad y forzando a los niños a tomar decisiones sobre su identidad cuando todavía están desarrollando una conciencia de sí mismos, con unas consecuencias terribles».
Además, esta «información» se lleva a cabo disociando totalmente la sexualidad de su dimensión afectiva y reproductiva, animando a pasar a la acción lo antes posible, con el primer compañero que se tercie. Cualquier relación sexual es válida con una condición, que sea segura desde el punto de vista de la salud. La educación para la prevención del sida y del virus del papiloma humano se ha convertido así en la excusa ideal utilizada para entrometerse violentamente en la vida íntima de los niños. El discurso implícito de la prevención es que todo es posible desde el momento en que uno se protege. ¿Qué tipo de sociedad es esta que crea ella misma sus propias enfermedades para buscar después los medios de curarlas? La prevención que se multiplica en todos los ámbitos es la expresión a menudo de un fracaso más global de la educación.
En lugar de fomentar el autocontrol, el dominio de uno mismo, la valoración de la dignidad personal y el respeto por los sentimientos de los demás; en vez de favorecer la fortaleza y la templanza, virtudes imprescindibles para un equilibrado camino hacia la felicidad personal, en nombre de la prevención sanitaria se abre, ante los atónitos ojos de los niños, todo un mundo de perversión sexual que anula la inocencia infantil de un plumazo, sumergiéndoles en una sexualidad adulta, egoísta, narcisista y autodestructiva. Esta es la paradoja de la situación actual, los mismos que proclaman de forma grandilocuente los derechos de los niños, conculcan su derecho a la intimidad destruyendo su infancia. La introducción de la ideología de género en la escuela supone una indebida e ilegítima intromisión del Estado en un asunto que debería quedar reservado en exclusiva al ámbito de la familia.
Esta situación es especialmente dañina para las chicas. Como señala Meeker, «muchas chicas que han sido sexualmente activas, sobre todo con muchas parejas, sufren depresión en mayor o menor medida… cuando finaliza una relación sexual, la chica sufre la falta de compromiso y pierde autoestima, confianza, afecto e intimidad, todo lo cual provoca depresión». Sin embargo, «las hijas que reciben afecto, respeto y aceptación por parte de sus padres corren menos riesgo de ser sexualmente activas prematuramente, y tienen una seguridad en sí mismas y autoestima que no necesita de la afirmación de ningún novio sexualmente agresivo».
Para las hijas, y las mujeres en general, una red de buenas amistades es absolutamente fundamental pues es garantía de calidad de vida y les permite gozar de buena comunicación, lo que redunda en beneficio de su salud mental y autoestima. Entre sus peculiaridades destaca la importancia que dan a ser amadas y que ellas traducen en una profunda necesidad de «hablar y comunicar». La inmensa mayoría de las mujeres relaciona amor con conversación y comunicación verbal. El lenguaje es el pegamento que conecta a las mujeres entre sí y con los seres queridos. Especialmente en la pubertad, cuando el estrógeno inunda el cerebro femenino, nuestras hijas empiezan a concentrarse intensamente en sus emociones y en la comunicación. Las hormonas las empujan hacia la conexión humana. Necesitan compartir experiencias personales, comienzan las largas conversaciones telefónicas durante horas y su atención hacia los problemas ajenos se acentúa. Las relaciones humanas se convierten en el centro de gravedad de su universo femenino.
Las niñas desde muy pequeñas sienten alivio biológico comunicándose. «Cuando las niñas hacen amigas íntimas, su mundo emocional se expande rápidamente con los secretos, pensamientos y sentimientos que comparten… contar con el apoyo de algunas amigas íntimas es esencial para las niñas… aprenden a gestionar los conflictos, a ser más asertivas y a conocerse mejor…».
«Los padres queremos que nuestras hijas sean felices y tengan una buena autoestima, pero la cuestión es que la felicidad y la autoestima son consecuencia de la responsabilidad personal, el trabajo duro, la fe, la esperanza, el desarrollo del dominio personal y la independencia… pero en vez de enseñarles a ser independientes les hacemos las cosas o las disculpamos cuando se equivocan, e impedimos que asuman la responsabilidad total por sus errores… también nos cuesta imponer disciplina y normas porque preferimos evitar los enfrentamientos».
En este último epígrafe Meeker nos advierte de que poner a nuestras hijas en el centro de atención las convierte en seres débiles y dependientes, siempre buscarán culpables y pensarán que el mundo es injusto con ellas, incapaces de asumir sus propias responsabilidades preferirán asumir el papel de víctimas incomprendidas por todos los que las rodean, a los que acusarán de confabularse contra ellas.
En este sentido, como señala la autora, la mejor medida de protección es fortalecer a nuestras hijas para que sean capaces de afrontar las dificultades de la vida. Darles coraje y ánimos para enfrentarse al mundo real. Potenciar las capacidades y fuerzas que encierran. Por ello es importante encontrar entre ambos progenitores el adecuado equilibrio entre asistir y estimular, entre proteger e impulsar.
Muchos padres tendemos a la acogida y el cuidado, pero debemos evitar caer en la sobreprotección, pues en estos casos en realidad estamos desprotegiendo a nuestras hijas que crecen incapaces de resolver los problemas por sí solas. Una educación basada primordialmente en la seguridad evita el cultivo de la creatividad, la libertad, la iniciativa y la capacidad de asumir riesgos. Frente a los obstáculos o dificultades de la vida diaria, muchos padres rápidamente intentan eliminarlos sin darle a la hija el tiempo adecuado para superar la situación por sus propios medios. En un ejercicio de lo que podríamos denominar «hiperpaternidad», hacemos labores que ellas son perfectamente capaces de realizar. Hacemos tanto por ellas que les impedimos adquirir las habilidades propias e imprescindibles para ser autónomas e independientes y nos cargamos a nosotros mismos con considerables dosis de estrés adicional. Como señala Millet, «el narcisismo y la autocomplaciencia excesiva, es otra de las consecuencias de esta atención desmedida a la prole» (E. Millet, Hiperpaternidad, Plataforma Actual, 2016 (tercera edición)).
Para hacer hijas fuertes debemos, como aconseja Mekeer, animarlas a realizar solas las tareas, a arreglárselas por sí mismas, lo que les obligará a desarrollar sus propias capacidades. Más que ahorrarles el esfuerzo y sufrimiento debemos enseñarles cómo afrontarlos. Como afirmaba María Montessori, «toda ayuda que se da a un niño y que él no necesita, detiene su desarrollo. Dar demasiado puede ser tan malo como no dar».
María Calvo Charro, en nuevarevista.net.
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