El hombre, inteligente y libre, no se contenta con bienes parciales y pasajeros: aspira a la plena felicidad
Las construcciones terrenas son efímeras y se desvanecen ante el umbral de la muerte. Demasiado a menudo nos amenaza nuestra debilidad, y caemos en el pecado. El hombre está necesitado de salvación. “Por su cruz gloriosa, Cristo obtuvo la salvación para todos los hombres. Los rescató del pecado que los tenía sometidos a esclavitud. «Para ser libres nos libertó Cristo» (Gálatas 5, 1). En Él participamos de «la verdad que nos hace libres» (Juan 8, 32). El Espíritu Santo nos ha sido dado, y, como enseña el apóstol, «donde está el Espíritu, allí está la libertad» (2 Corintios 3, 17).Ya desde ahora nos gloriamos de «la libertad de los hijos de Dios» (Romanos 8, 21)” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1.741).
En efecto, Dios quiere salvarnos, pero en libertad, contando con nuestra cooperación: “Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti” (San Agustín. Sermón 169, 38). Además de la fuerza de Dios hace falta también el libre querer del hombre.
Dios espera de cada hombre una colaboración, una respuesta a su amor, una entrega sincera: “Nada más falso que oponer la libertad a la entrega, porque la entrega viene como consecuencia de la libertad. Mirad, cuando una madre se sacrifica por amor a sus hijos, ha elegido; y, según la medida de ese amor, así se manifestará su libertad. Si ese amor es grande, la libertad aparecerá fecunda, y el bien de los hijos proviene de esa bendita libertad, que supone entrega, y proviene de esa bendita entrega, que es precisamente libertad” (San Josemaría Escrivá. Amigos de Dios, n. 30).
Cuando una persona sale de sí misma, rompe las barreras del egocentrismo y se decide a dejarse ayudar por Dios, encuentra el camino de su salvación. Con demasiada frecuencia se ha venido utilizando la coartada de la libertad para justificar la indiferencia o la desviación moral. Pero la libertad no es un juego, sino una capacidad personal de alcanzar el bien y de amarlo, de acercarse a Dios; no equivale al indiferentismo religioso, sino a la necesidad de asumir decisiones personales en materia religiosa.
Esa libertad exige, como todo derecho humano básico del que los hombres gozan, no sufrir coacción en la propia actividad religiosa y moral en el seno de la comunidad política. “Hay que respetar las legítimas ansias de verdad: el hombre tiene obligación grave de buscar al Señor, de conocerle y de adorarle, pero nadie en la tierra debe permitirse imponer al prójimo la práctica de una fe de la que carece; lo mismo que nadie puede arrogarse el derecho de hacer daño al que la ha recibido de Dios” (Ibidem, n. 32).
No hay que tener miedo a la libertad. Ni falsear la realidad tratando de negar sus consecuencias: la eterna salvación o condenación. Pero es de tal categoría el don de la libertad que su buen uso −el amor consciente, voluntario y generoso a Dios y al prójimo− compensa, por así decir, los pecados y los crímenes que por su mal uso se cometan, ya que Él “juzgó que serían mejores sus servidores si libremente le servían” (San Agustín. De la religión verdadera 14, 27).
¿Podemos hablar de una libertad cristiana? Ciertamente. Y ¿en qué consiste? Es la misma libertad humana, que ha quedado debilitada y herida por el pecado, una vez sanada y elevada por la gracia divina. A la luz de estas consideraciones se entiende cuál es la más profunda y radical de las liberaciones: la liberación del pecado, que Cristo ha comenzado al redimirnos, pero que tiene que llegar a su plena realización.
El que peca contra Dios “manifestará quizá que se ha comportado conforme a sus preferencias, pero no logrará pronunciar la voz de la verdadera libertad: porque se ha hecho esclavo de aquello por lo que se ha decidido, y se ha decidido por lo peor, por la ausencia de Dios, y allí no hay libertad” (San Josemaría Escrivá. Amigos de Dios, n. 37).
El poeta latino Ovidio expresó, con palabras universalmente conocidas, la dificultad humana para obrar el bien: “Veo lo mejor, y lo apruebo, y sin embargo hago lo peor”. Y no es el único en señalar esta debilidad en la voluntad humana, que cualquier persona experimenta cuando seriamente quiere realizar un bien costoso. El propio San Pablo pone de manifiesto esta realidad: “Porque no sé lo que hago; pues no pongo por obra lo que quiero, sino que, lo que aborrezco, eso hago” (Romanos 7, 15).
Necesitamos ayuda para hacer el bien, no basta con la buena voluntad humana. Y esa ayuda procede de Dios, de su gracia: “la libertad del hombre, que ha quedado herida por el pecado, no puede hacer plenamente activa esta ordenación a Dios sino con la ayuda de la gracia divina” (Conc. Vaticano II. Const. Gaudium et spes, n. 17).