Continuando con su ciclo de catequesis sobre “La Oración”, el Papa ha reflexionado hoy sobre el Libro de los Salmos, un texto bíblico que está compuesto sólo de oraciones y que nos “enseña a rezar” a través de la experiencia del diálogo con Dios
Queridos hermanos y hermanas:
En la Biblia encontramos el libro de los salmos que está compuesto solamente de oraciones; nos “enseña a rezar” a través de la experiencia del diálogo con Dios. Al leer los salmos, aprendemos el lenguaje de la oración; y encontramos en ellos la Palabra de Dios que los humanos usamos para comunicarnos con Él.
Los salmos son invocaciones, a menudo dramáticas, que brotan de nuestra existencia. Rezando con ellos, el sufrimiento se transforma en pregunta. Entre las muchas preguntas, hay una que está siempre presente: «¿Hasta cuándo?». Es un grito que surge de la enfermedad, o de la persecución, o de la muerte. Cuando la oración se hace pregunta ya es camino y principio de salvación.
El sufrimiento es algo común a todos, creyentes o no creyentes. En el salterio el dolor se convierte en relación: un grito de auxilio que espera ser escuchado por un oído atento. Ante Dios no somos extraños, ni somos números; nos conoce a cada uno por nuestro nombre y nuestros dolores son sagrados para Él.
En la oración nos basta saber que “el Señor nos escucha”. En ocasiones, los problemas no se resuelven, pero los que rezan saben que muchas cuestiones de la vida quedan sin una solución. Sin embargo, siendo conscientes de que Dios nos escucha todo se vuelve más llevadero. Si permanecemos en relación con Él, ante nosotros se abre un horizonte de bien y de esperanza.
Leyendo la Biblia nos topamos continuamente con oraciones de diverso género. Pero encontramos también un libro compuesto solo de oraciones, libro que se ha convertido en patria, palestra y casa de innumerables orantes. Se trata del Libro de los Salmos. Son 150 salmos para rezar.
Forma parte de los libros sapienciales, porque comunica el “saber rezar” mediante la experiencia del diálogo con Dios. En los salmos vemos todos los sentimientos humanos: alegrías, dolores, dudas, esperanzas, amarguras que llenan nuestra vida. El Catecismo afirma que cada salmo «es de una sobriedad tal que verdaderamente pueden orar con él los hombres de toda condición y de todo tiempo» (CIC, 2588). Leyendo y releyendo los salmos, aprendemos el lenguaje de la oración. De hecho, Dios Padre, con su Espíritu, los inspiró en el corazón del rey David y de otros orantes, para enseñar a cada hombre y mujer cómo alabarle, cómo darle gracias y suplicarle, cómo invocarle en la alegría y en el dolor, cómo contar las maravillas de sus obras y de su Ley. En síntesis, los salmos son la palabra de Dios que los humanos usamos para hablar con Él.
En este libro no encontramos personas etéreas, abstractas, gente que confunde la oración con la experiencia estética o alienante. Los salmos no son textos nacidos en un escritorio; son invocaciones, a menudo dramáticas, que brotan de la vida de la existencia. Para rezarlos basta ser lo que somos. No debemos olvidar que para rezar bien tenemos que rezar tal como somos, no maquillados. No hay que maquillar el alma para rezar. “Señor, yo soy así”, e ir ante el Señor como somos, con las cosas bonitas y también con las cosas feas que nadie conoce, pero que nosotros, por dentro, sí conocemos. En los salmos oímos las voces de orantes de carne y hueso, cuya vida, como la de todos, está plagada de problemas, fatigas e incertidumbres. El salmista no contesta de manera radical a ese sufrimiento: sabe que pertenece a la vida. Sin embargo, en los salmos el sufrimiento se transforma en pregunta. Del sufrir al preguntar.
Y entre las muchas preguntas, hay una que queda suspendida, como un grito incesante que atraviesa todo el libro de lado a lado. Una pregunta, que repetimos muchas veces: “¿Hasta cuándo, Señor? ¿Hasta cuándo?”. Cada dolor reclama una liberación, cada lágrima invoca un consuelo, cada herida espera una curación, cada calumnia una sentencia absolutoria. “¿Hasta cuándo, Señor, debo sufrir esto? ¡Escúchame, Señor!”: cuántas veces hemos rezado así, con ese “¿hasta cuándo?”. ¡Basta Señor!
Planteando continuamente preguntas de ese tipo, los salmos nos enseñan a no acostumbrarnos al dolor, y nos recuerdan que la vida no es salvada si no es sanada. La existencia del hombre es un soplo, su vida es fugaz, pero el orante sabe que es valioso a los ojos de Dios, por eso tiene sentido gritar. Y esto es importante. Cuando rezamos, lo hacemos porque sabemos que somos valiosos a los ojos de Dios. Es la gracia del Espíritu Santo que, desde dentro, nos suscita esa conciencia: de ser valiosos a los ojos de Dios. Y por eso nos induce a orar.
La oración de los salmos es el testimonio de ese grito: un grito múltiple, porque en la vida el dolor asume mil formas, y toma el nombre de enfermedad, odio, guerra, persecución, desconfianza… Hasta el “escándalo” supremo, el de la muerte. La muerte aparece en el Salterio como la enemiga más irracional del hombre: ¿qué delito merece un castigo tan cruel, que comporta la aniquilación y el fin? El orante de los salmos pide a Dios intervenir donde todos los esfuerzos humanos son vanos. Por eso la oración, ya en sí misma, es camino de salvación e inicio de salvación.
Todos sufren en este mundo: tanto quien cree en Dios, como quien lo rechaza. Pero en el Salterio el dolor se convierte en relación, trato: grito de ayuda que espera encontrar un oído que le escuche. No puede quedar sin sentido, sin objetivo. Tampoco los dolores que sufrimos pueden ser solo casos específicos de una ley universal: son siempre “mis” lágrimas. Pensad en esto: las lágrimas no son universales, son “mis” lágrimas. Cada uno tiene las suyas. “Mis” lágrimas y “mi” dolor me empujan a seguir adelante con la oración. Son “mis” lágrimas, que nadie ha derramado nunca antes que yo. Sí, muchos han llorado, muchos. Pero “mis” lágrimas son mías, “mi” dolor es mío, “mi” sufrimiento es mío.
Antes de entrar en el Aula, he visto a los padres del sacerdote de la diócesis de Como que fue asesinado; precisamente fue asesinado en su servicio de ayudar. Las lágrimas de esos padres son “sus” lágrimas y cada uno de ellos sabe cuánto ha sufrido al ver a ese hijo que dio su vida en servicio a los pobres. Cuando queremos consolar a alguien, no encontramos las palabras. ¿Por qué? Porque no podemos llegar a su dolor, porque “su” dolor es suyo, “sus” lágrimas son suyas. Pues lo mismo nosotros: las lágrimas, “mi” dolor es mío, las lágrimas son “mías” y con esas lágrimas, con ese dolor me dirijo al Señor.
Todos los dolores de los hombres son sagrados para Dios. Así reza el orante del salmo 56: «Tú llevas cuenta de mi vida errante; recoge mis lágrimas en tu odre: ¿no están en tu libro?» (v. 9). Delante de Dios no somos desconocidos, o números. Somos rostros y corazones, conocidos uno a uno, por su nombre. En los salmos, el creyente encuentra una respuesta. Sabe que, aunque todas las puertas humanas estuvieran cerradas, la puerta de Dios está abierta. Aunque todo el mundo hubiera emitido un veredicto de condena, en Dios hay salvación.
“El Señor escucha”: a veces en la oración basta saber eso. Los problemas no siempre se resuelven. Quien reza no es un iluso: sabe que muchas cuestiones de esta vida se quedan sin resolver, sin salida; el sufrimiento nos acompañará y, superada la batalla, habrá otras que nos esperan. Pero, si somos escuchados, todo se vuelve más soportable.
Lo peor que puede pasar es sufrir en el abandono, sin ser recordados. De esto nos salva la oración. Porque puede suceder, y a menudo, que no entendamos los planes de Dios. Pero nuestros gritos no se quedan aquí abajo: suben hasta Él, que tiene corazón de Padre, y llora Él mismo por cada hijo e hija que sufre y muere. Os diré una cosa: a mí me ayuda, en los momentos duros, pensar en los llantos de Jesús, cuando lloró viendo Jerusalén, cuando lloró ante la tumba de Lázaro. Dios ha llorado por mí, Dios llora, llora por nuestros dolores. Porque Dios ha querido hacerse hombre −decía un escritor espiritual− para poder llorar. Pensar que Jesús llora conmigo en el dolor es un consuelo: nos ayuda a ir adelante. Si nos quedamos en el trato con Él, la vida no nos ahorra sufrimientos, pero se abre un gran horizonte de bien y se encamina a su cumplimiento. Ánimo, adelante con la oración. Jesús siempre está junto a nosotros.
Saludo cordialmente a los fieles de lengua francesa. Mientras la humanidad sufre aún la pandemia, os invito a leer y rezar los Salmos, con la certeza de que Dios nos escucha y nunca abandona a quienes se fían de Él. ¡En este mes del Rosario, que la Virgen María os guarde y os proteja!
Saludo cordialmente a los fieles de lengua inglesa. Sobre vosotros y vuestras familias invoco la alegría y la paz de Cristo. ¡Dios os bendiga!
Dirijo un cordial saludo a los hermanos y hermanas de lengua alemana, en concreto al grupo de peregrinos de la diócesis de Augsburgo. Para comprender mejor los planes de Dios en nuestra vida, procuremos fortalecer el trato con Él en nuestra oración. Así descubrimos que Dios es un Padre compasivo que siempre se preocupa de nosotros. Que Él os llene de su gracia y bendición. Y vosotros, peregrinos de Augsburgo, rezad por mí a la Knotenlöserin [Virgen desata nudos]. Gracias.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Mañana celebramos la memoria de santa Teresa de Jesús, maestra de oración. Que a través de su intercesión y ejemplo podamos descubrir la oración, como ese “trato de amistad −como afirmaba ella− con quien sabemos que nos ama”. Estando con Dios nada nos podrá turbar ni espantar, pues “sólo Dios basta”. Que el Señor los bendiga a todos. Gracias.
Dirijo un cordial saludo a los fieles de lengua portuguesa. Mañana celebramos la fiesta de Santa Teresa de Jesús. Maestra de vida espiritual, enseñó que la oración “no es otra cosa sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama”. Aprended a crecer cada vez más en ese trato de amistad con las palabras que encontramos en el Libro de los Salmos. ¡Dios os bendiga a vosotros y a vuestros seres queridos!
Saludo a los fieles de lengua árabe. La oración es una conversación con Dios en cada momento y circunstancia de la vida. En ella ponemos en sus manos nuestras inquietudes y peticiones, confiamos en que nos escuchará, ya que Él sabe lo que necesitamos y nos dará lo que es bueno para nosotros. Es posible que Dios no siempre responda de la manera que nos gustaría. Sin embargo, el creyente es una persona serena, porque está seguro de que Dios lo ama y obra por su bien. ¡Dios os bendiga a todos!
Saludo cordialmente a los polacos. Queridos hermanos y hermanas, el pasado domingo se celebró en Polonia la “Jornada del Papa”. Es una iniciativa que nace del vínculo espiritual y cultural con san Juan Pablo II, mi gran predecesor y paisano vuestro, pero sé que está dedicada a la oración por el Papa actual. Os agradezco este compromiso cada año y todas vuestras oraciones, con las que sostenéis mi ministerio. Os pido: seguid así. Por intercesión de San Juan Pablo II, os encomiendo a vosotros, a vuestras familias y a toda Polonia a Dios. Os bendigo de corazón.
Dirijo un cordial saludo a los fieles de lengua italiana. En particular, saludo a los representantes de la Asociación Intercultura, que promueve el encuentro y el diálogo entre personas de diferentes culturas; saludo también a las Monjas Trapenses de Vitorchiano que parten a Portugal, donde fundarán un nuevo Monasterio: recemos al Señor para que tengamos vocaciones, como ahora, que tienen muchas. Saludo a la escuela militar OTAN de Cecchignola (Roma). Que la Virgen María, que no antepuso nada a la adhesión generosa a Dios, os sostenga a todos en la fidelidad a los ideales de bien que el Espíritu suscita en vuestra mente y en vuestro corazón, para que os convirtáis en válidos constructores de paz.
Finalmente, como de costumbre, pienso en los ancianos, jóvenes, enfermos y recién casados. Que la sabiduría del Evangelio crezca en cada uno de, para que podáis vivir en la escucha de la Palabra de Cristo, en el alimento de su Pan y en el testimonio de su Verdad.
Me gustaría, como suelo hacer, bajar y acercarme a saludaros, pero con las nuevas medidas, es mejor mantener la distancia. A los enfermos también los saludo de corazón desde aquí: estáis a una distancia prudente, como se debe hacer. Pero sucede que cuando yo bajo, todo el mundo viene y se amontona: el problema es que existe el peligro de contagio. Así, cada uno con mascarilla, manteniendo las distancias, podemos seguir con las audiencias. Perdonadme si hoy os saludo desde lejos, pero creo que si todos, como buenos ciudadanos, cumplimos las prescripciones de las Autoridades, eso ayudará a acabar con esta pandemia.
Fuente: vatican.va / romereports.com
Traducción de Luis Montoya
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