Nos deberíamos preguntar qué le pasa a una sociedad que considera un derecho atentar contra la vida
Hace unos días un joven perturbado quiso matar a un sacerdote madrileño, le esperaba en el aparcamiento y lo cosió a puñaladas. Fue un milagro que saliera vivo: la ayuda del cielo y la defensa propia salvaron a D. Javier. Pero el motivo fue: "los curas matáis a los niños", decía el agresor. Muerte por muerte, sangre por sangre. Es una locura eliminar una vida. Es jugar a ser dioses. Por desgracia sigue siendo cierto que: homo homis lupus est, el hombre es un lobo para el hombre. En un mundo supuestamente civilizado, pacifista, donde no cabe la pena de muerte, seguimos encontrando supuestas razones para eliminar a los más vulnerables: niños no nacidos, enfermos y ancianos.
¿Cómo puede haber derechos que justifiquen el homicidio? ¿Acaso se puede considerar progresista eliminar vidas? El Evangelio nos dice: "Por último, les mandó a su hijo diciéndose: 'Tendrán respeto a mi hijo'. Pero los labradores, al ver al hijo se dijeron: 'Este es el heredero: venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia'. Y agarrándolo, lo sacaron fuera de la viña y lo mataron".
Esos labradores no quieren tener amo, no quieren rendir cuentas a nadie. Desean ser amos y señores absolutos: dueños de la vida y de la muerte. Ellos imponen su ley y sus normas, el reino de la soberbia y de la sinrazón. Al igual que podemos fornicar de pensamiento, podemos matar de corazón.
Lo hacemos cuando nos dejamos dominar por el odio, por los prejuicios, cuando juzgamos superficialmente a las personas y las tachamos, o les hacemos el vacío: no existes para mí. Hemos leído: "tendrán respeto a mi hijo". Se nos invita a honrar la vida, a valorarla. Siempre es un don, el mejor regalo que todo lo sustenta. Nadie se puede dar la vida a sí mismo. La recibimos, no somos sus dueños, no podemos disponer de ella a nuestro arbitrio.
Sí podemos ponerla en valor, enriquecerla con nuestro buen hacer, lograr con nuestro cariño y atención que los nuestros se sientan útiles, queridos, importantes. A la vez con nuestras negligencias, desplantes e indiferencias podemos hacerla insoportable.
Esther, inmersa en el sufrimiento de su enfermedad, cuenta: "Yo en ese momento si la eutanasia hubiese existido hubiese pedido que me matasen. Pedía cuchillas, pastillas, de todo, porque yo no podía vivir, no es que no quisiese, porque yo soy una persona vital que quiere vivir hasta el último momento, es que era imposible vivir con ese dolor".
Después de ser tratada con una adecuada medicina paliativa en el centro Laguna afirma: "Cuando te curan, cuando te ayudan a superar ese dolor y ese dolor se hace soportable, toda la idea de la muerte desaparece, lo que quieres es todo lo contrario, aprovechar cada minuto y cada día para estar con tu familia, para poder hacerles felices a ellos y que ellos te hagan feliz a ti". De esto se trata, lograr que la gente tenga ganas de vivir, cuidarles y llenarles de cariño.
En el entorno íntimo, familiar, podemos cantar a la vida queriendo a los nuestros como son, con virtudes y defectos, logrando que se sientan importantes, imprescindibles al saberse queridos: niños, enfermos y ancianos. No les dejamos solos ante miedos y dolores. Compartimos sus alegrías y sueños.
El gran san Juan Pablo II nos invitaba: "Respeta, defiende, ama y sirve a la vida, toda vida, toda vida humana. Solo sobre este camino hallarás justicia, desarrollo, libertad, paz y felicidad". No hay ningún derecho, ninguna sinrazón que justifique un atentado a la vida. Nos deberíamos preguntar qué le pasa a una sociedad que considera un derecho atentar contra la vida.