La ausencia paterna es negativa, con consecuencias para los chicos que a veces pueden ser graves: adicciones, problemas de conducta, agresividad
Las chicas sufren más de ansiedad, anorexia o depresión
“Conócete a ti mismo”. Con este aforismo griego comienza el psiquiatra Javier Schlatter su libro De tal palo. Una mirada desde el corazón del hijo, porque como él mismo indica: “El factor de riesgo que más contribuye al fracaso de un proyecto vital es la falta de conocimiento propio”. Es lógico que un libro cuya temática principal es el padre y el ejercicio de la función paterna comience de este modo si tenemos en cuenta que para la descendencia los padres son sus raíces, su historia, su pasado, su genealogía. Como decía el poeta romántico Goethe: “Solo hay dos legados duraderos que podemos esperar dar a nuestros hijos. Uno de ellos son raíces, el otro alas”. Y es que, en ausencia de padre, el ser humano carece de una parte vital de su historia y, en consecuencia, desconoce esa parte de sí mismo que proviene de su herencia paterna. Este es precisamente uno de los mayores errores del postmodernismo, el empeño por minusvalorar y desconectarnos de las generaciones pasadas. Somos historia, si la ignoramos, renunciamos a conocer una parte de nosotros mismos. Necesitamos insertarnos en el tiempo. La vivencia en el no-tiempo produce neurosis y ansiedad. La renuncia a la historia del padre sería la renuncia al sentido de continuidad que vence al tiempo, pues como afirma Recalcati, “rechazando la paternidad se rechaza también la deuda simbólica que posibilita la filiación de una generación con otra” (M. Recalcati, El complejo de Telémaco, Anagrama, 2013).
Vivimos tiempos en los que, como señala el autor, en muchas personas existe, de una manera más o menos reconocida, “una nostalgia de la mirada de su padre” (expresión asimismo utilizada por C. Risé, en su obra El Padre, el ausente inaceptable, ed. Énfasis, 2006). Nostalgia de un padre que te mire con ternura, que te conozca, que te vea, te sonría, aunque también te grite de vez en cuando e incluso te castigue cuando sobrepases los límites por él previamente impuestos. De un padre que trabaja fuera y trae el sustento pero que vuelve siempre, retorna al hogar y, además de mantener el orden, reparte afecto y comprensión. Un padre que se cansa, se irrita, se estresa pero al mismo tiempo escucha, comprende, perdona, ama.
Es lo que el psicoterapeuta Aaron Kipnis (autor de Los príncipes que no son azules) denominó “hambre de padre”: “Todos crecimos con hambre de padre. Al mismo tiempo que recibíamos leche del cuerpo de nuestra madre, había cierta leche invisible del padre que emanaba de su ser”.
Esta nostalgia hacia el padre caracteriza a toda una generación de hijos que están creciendo en ausencia física o psíquica de su progenitor masculino. No solo el presente sino la historia misma del padre se ha abandonado a una trágica oscuridad, y esto ha despertado en los hijos, desde hace un tiempo indeterminado, un sentimiento de orfandad. En esta obra, Schlatter nos muestra cómo la ausencia paterna castra no solo las raíces, sino incluso las “alas” de los descendientes. La revolución del 68 fue una revuelta contra el padre y todo lo que él significaba. Desde entonces en el imaginario colectivo se ha configurado una idea del padre como enemigo de la libertad de los hijos, autoritario, instancia de frustración casi traumática. Sin embargo, la realidad es que el padre es libertad para la madre y para el hijo. Pues como afirma Schlatter, “si el padre no hiciera acto de presencia, la relación madre-hijo, sobre todo en el caso del hijo único, se parecería más a una relación de pareja, a un círculo cerrado sobre sí mismo, que dificultaría el equilibrio y el desarrollo psíquico de ambos. El padre de alguna manera facilita al hijo su libertad, frente al peligro de una posible tendencia posesiva de la madre”.
Para exponer de manera plástica la situación actual, el autor recurre a la mitología griega, como ya lo hicieran otros psiquiatras contemporáneos (vid. en este sentido Massimo Recalcati o Luigi Zoja), señalando el tránsito en el imaginario social desde el complejo de Edipo al complejo de Telémaco: “Edipo veía en su padre un rival que se interponía entre él y su madre… En el otro extremo tenemos a Telémaco. El modelo de hijo legítimo que pasa horas en la playa esperando a su padre… Si Edipo representa la tragedia de transgredir la Ley, Telémaco invoca su cumplimiento”.
En este contexto social la pregunta que deberíamos hacernos es: ¿podemos prescindir de los padres? ¿Pueden las mujeres, una vez que han sido madres, cuidar y criar a sus hijos en soledad sin consecuencias en el desarrollo equilibrado de la personalidad de los vástagos?
La realidad es que actualmente ciertos sectores ideológicos se esfuerzan por reconocer los mismos derechos y deberes, al mismo tiempo que niegan radicalmente la existencia de cualquier diferencia asociada al sexo de carácter natural o biológico. Estamos en un momento histórico en el que, bajo la influencia de la corrección política, marcada por la presión de la imperante ideología de género, expresiones como hombre, mujer, padre, madre, han perdido su sentido teleológico-antropológico y se encuentran vacías de contenido, borradas por una idea de identidad absoluta que lo inunda todo, desde la educación en las escuelas, hasta el contenido de las leyes.
Consideran los teóricos del género que, aunque muchos crean que el hombre y la mujer son expresión natural de un plano genético, el género es producto de la cultura y el pensamiento humano, una construcción social que crea la verdadera naturaleza de todo individuo. Proponen algo tan temerario como la inexistencia de un hombre o una mujer “naturales”, que no hay conjunción de características, ni una conducta exclusiva de un solo sexo, ni siquiera en la vida psíquica. Se niega el fundamento antropológico esencial del ser humano: la alteridad sexual.
En los siguientes capítulos Schlatter, en contra de la tendencia marcada por la teoría de género, muestra una serie de diferencias biológicas y conductuales entre padre y madre que nos incitan a pensar que la alteridad sexual es imprescindible para los hijos: “El padre y la madre tienen funciones en parte iguales y en parte distintas. Hay cada vez más estudios que inciden en las bases biológicas de esta diversidad”.
En la configuración de la identidad sexual de los hijos y las hijas, la presencia de un padre en el pleno disfrute de su masculinidad, sin los complejos y miedos que a tantos hombres inspira hoy la sociedad, resulta absolutamente fundamental. Como afirma Schlatter, “el padre le confirma al hijo en su masculinidad, y a la niña le revela por contraste su feminidad”.
Hoy, más que en ninguna época precedente, la presencia firme de la masculinidad del padre es esencial para la correcta configuración de la identidad sexual de los hijos. Y esto porque ha extendido la idea de que no existe un hombre o una mujer naturales; nada se debe a la biología o a la naturaleza, sino que la sexualidad queda en manos de uno mismo, se autoconstruye. En este ambiente de ambigüedad y negacionismo científico, es normal que los hijos que crecen en ausencia de una figura paterna, experimenten, muy especialmente a partir de la adolescencia, dudas acerca de su sexualidad.
Las niñas, al descubrir su feminidad, y por lo tanto, la diferencia con lo masculino, necesitan percibir la aprobación implícita (especialmente a través del trato amoroso y respetuoso que el padre prodigue hacia la madre), pero también explícita (unida a palabras y actitudes de aprobación y aprecio hacia su feminidad) de su padre porque, como señala Ceriotti, “es el representante adulto de la masculinidad”, de la que ella es diferente (M. Ceriotti Migliarese, Erótica y materna. Un viaje al universo femenino, Rialp, 2019).
En cuanto a los varones, la identidad de los chicos comienza con la identidad femenina, pero la fuerza biológica los impulsa hacia una identidad masculina diferente. El chico comprometido en esta identificación primitiva conoce un itinerario más difícil que la chica para liberarse de su madre y afirmar su virilidad. Pronto el varón deberá aceptar que su sexualidad es diferente a la de la madre; el niño vivirá un itinerario mucho más complejo para desvincularse de la matriz materna. Y en este proceso, en el que el niño construye su propia identidad, el acompañamiento que el padre realiza es insustituible.
Ser varón implica recorrer un camino sinuoso y complicado que siempre comienza en los brazos de la feminidad, de la madre. A este propósito, señalan los expertos, que todo hace pensar que la condición básica del fenotipo sexual es femenina y a ella tiende de forma espontánea el nuevo ser; ha de haber un esfuerzo añadido para que se quiebre esa tendencia a la feminidad y aparezca el ser masculino. Como afirmó Alfred Host: “Llegar a ser macho es una aventura larga, difícil y arriesgada. Es una especie de lucha contra la inherente tendencia a la feminidad”.
Se trata de un camino delicado y progresivo a lo largo del cual el varón deberá sufrir un desgarro, una renuncia a la madre. De no hacerlo así, correrá el peligro de “estancarse en el vínculo simbiótico” con ella. Por ello, el padre deberá secundar y promover el impulso evolutivo espontáneo hacia la separación. La diferencia de sexos encarnada por el padre, juega un papel de revelación y confirmación de la identidad sexuada. La masculinidad no se puede aprender en los libros, es algo que los padres pasan a los hijos sin percibirlo apenas. “La mujer es; el hombre debe ser hecho”, afirma con rotundidad Guy Corneau. Es el padre, en la medida en que es reconocido por la madre, el que va a permitir al hijo situarse sexualmente. La sola existencia del padre al lado de la madre proporciona alimento psíquico al niño para distinguirse y acceder a la autonomía. Es a través de la intermediación del padre que se realiza de la mejor manera el proceso de sexualización y la interiorización de la identidad sexual del niño. Como escribió el poeta estadounidense Robert Bly: “Solamente una mujer puede convertir un embrión en niño, pero solamente un hombre puede convertir a un niño en hombre”.
Por ausencia o por presencia, en positivo o negativo, el padre es el primer modelo de varón con el que contará cada niño o niña al llegar al mundo. Los niños necesitan modelos masculinos para convertirse en hombres. Los hijos, más que las hijas, necesitan al padre para formar su yo, para consolidar su identidad, para desarrollar sus impulsos agresivos. De hecho, muchos de los males psicosociales que en estos tiempos afligen a tantos jóvenes −la desmoralización, la desidia, la desesperanza hacia el futuro o la violencia nihilista− tienen un denominador común: la escasez de padre.
Pasada la decisiva etapa de vida primaria donde la relación es muy estrecha con la madre, el niño debe desplazar su mirada al padre o, en su ausencia, hacia otro personaje masculino. Así, si la relación con el hijo es la adecuada, el padre será su primer héroe y, por lo tanto, su modelo, su líder. El aprendizaje mediante modelos es una de las formas más poderosas de influencia. El papel del padre en esta tarea es sencillamente esencial. Si el padre está ausente o es inaccesible y distante, los niños difícilmente adquirirán una noción correcta de la masculinidad y buscará otros líderes fuera de los márgenes del hogar, a veces en lugares inadecuados: en protagonistas de videojuegos o en compañeros de colegio equivocados o líderes de bandas o pandillas callejeras que normalmente inician a los muchachos en un tipo de masculinidad falsa y desviada, caprichosamente violenta y hostil. Como señala Schlatter, “cuando el niño no recibe de su padre todo el elixir de afecto, atención y aceptación que necesita para crecer, beberá de fuentes no tan cristalinas”.
El padre tiene también, como expone el autor, un papel decisivo en el desarrollo del autocontrol y la empatía del niño, dos elementos esenciales e imprescindibles para la vida en sociedad. La capacidad de controlar los impulsos es necesaria para que una persona pueda funcionar dentro de la ley. Es imprescindible tener incorporada la capacidad de postergar en el tiempo la gratificación, de resistir el impulso a actuar en un momento determinado. Como afirma el psiquiatra, si el padre ayuda a reconducir o atemperar los impulsos propios de los varones desde su más tierna infancia, toda la energía del niño puede ser constructiva. Pero si no hay un padre (o en su lugar una figura masculina representativa y significativa) que haga de contrafuerte y ponga límites “utilizando una cuña de la misma madera”, el peligro de estas conductas disruptivas aumenta. El ejercicio de la autoridad por el padre en una relación de jerarquía con el hijo es absolutamente esencial. El varón adolescente sin padre no logra obtener el control sobre sí mismo, no encuentra freno en la madre a la impulsividad propia de su sexo. Si no tiene un padre que ejerza su autoridad para limitar sus impulsos y despertar su sentido de culpabilidad y su deseo de reparación, será incapaz de frenar sus pulsiones y la satisfacción inmediata de su deseo. No sabe qué hacer con su propia energía ni hacia dónde encaminarla. Corre el peligro entonces de dirigirla “no en el sentido del cambio sino en uno destructivo contra sí mismo o contra los demás” (Risé). Por supuesto, toda esta tarea “limitativa” del padre ha de ser realizada desde la intimidad del amor.
En relación con las niñas y jóvenes, Schlatter afirma: “La hija necesita ver en su padre a un héroe… De manera que ante su indecisión, encuentre capacidad resolutiva y pragmatismo; ante sus temores, confianza y serenidad; ante su percepción de fragilidad, fortaleza y constancia; ante sus explosiones e implosiones emocionales, alguien que amortigüe y le dé una salida relativizando la situación, a la vez que sintoniza con ella; ante los pequeños fracasos de su vida de relación o estima, que la afirme en su valía y capacidades”.
Si para los chicos las muestras de afecto de su padre son importantes, para las niñas se convierten en algo imprescindible en su correcto y equilibrado desarrollo y madurez psíquica. Robarles este derecho puede provocar en ellas la sensación de falta de cariño y es muy posible que lo busquen en lugares, chicos o formas inadecuadas o incluso perjudiciales. La emotividad paterna con las hijas nunca está de más. Ellas necesitan sentirse muy queridas, la afectividad lo impregna todo en sus vidas y precisan sus más claras manifestaciones externas para elevar su autoestima, sentirse felices y seguras.
En especial a partir de la pubertad las niñas precisan del abrazo de la masculinidad. Están saturadas del amor materno y precisan experimentar la fortaleza y la seguridad que se desprende del acogimiento masculino. Como señala Ceriotti, la hija “realmente necesita que el varón despierte en ella su parte femenina/erótica y que le dé por fin su pleno significado”. Necesita aprender el significado simbólico y cultural de la masculinidad y, por contraste, de la feminidad y la relación entre ambas. La mirada de su padre va a ser determinante para las hijas desde su infancia porque la base de su autoestima está en ella; en un padre que sabe apreciarla, no solo en cuanto hija, sino como mujer: “El orgullo que lee en los ojos de su padre constituye para una chica un anclaje seguro que le confirma su valor como mujer” (Schlatter). Y nadie mejor que su padre para llenar ese vacío emocional, antes de que otro (a veces nada deseable y no con buenas intenciones) se preste a hacerlo. Todo hombre que entre en su vida será comparado con su padre, toda relación que tenga con otro hombre será filtrada a través de la relación que tenga con su padre. En este sentido, recomienda el psiquiatra: “Abrácela con el mismo cariño, ternura y respeto con que le gustaría que un chico lo hiciera en el futuro”.
Por el contrario, la joven que experimenta un déficit paterno sufre profundamente en su autoestima. Según Ceriotti, “todas las mujeres con poca autoestima relatan historias de las que se deduce una relación filial difícil o insatisfactoria con su padre: hablan de un papá ausente, incapaz de gestos afectuosos, a veces abiertamente despectivo. En todo caso es un padre privado de aquella mirada que hace que la niña se sienta apreciada y reconocida en la especificidad de su condición femenina”.
En su último capítulo, Schlatter hace referencia a las consecuencias que pueden sufrir en su personalidad y emociones los hijos de padres distantes o con los que no ha habido la correcta conexión emocional. Todo hijo necesita sentirse aceptado por su padre, para ello no basta la presencia física sino que es más importante aún que los hijos perciban su capacidad de acogida y comprensión; que su padre está “disponible, en línea”. En palabras del autor: “El aumento actual de los cuadros de ansiedad y estrés puede deberse, entre otros factores, a una menor cercanía física y emocional del padre en nuestro desarrollo… La calidad de nuestras relaciones interpersonales va a depender también de cómo haya sido nuestro aprendizaje emocional desde niños”.
Las consecuencias de la ausencia paterna son negativas, tanto para los varones, como para las niñas, aunque su forma de manifestarse es diferente, pues distinta es también la naturaleza y esencia femenina y masculina. Así, en relación con los chicos, nos muestra Schlatter, que las consecuencias son más “externalizadas” −adicciones, problemas de conducta, agresividad…− mientras que las chicas sufren más problemas “internalizados”, como ansiedad, anorexia o depresión.
En este sentido, insiste el psiquiatra en la importancia de que cada hijo se sienta único frente al padre que lo valora para que adquiera una autoestima adecuada que le permita un equilibrado desarrollo personal y que evite posteriores “dependencias emocionales” insanas u otras patologías como “el miedo constante al abandono”. Sin olvidar que estas relaciones de dependencia o carencias son el origen también de muchas adicciones (a las drogas, al juego, al sexo…): “Detrás de cada adicción hay una nostalgia, una añoranza, un vacío, una necesidad, un anhelo…. En muchos adultos, ese anhelo es un reflejo en el tiempo de un hambre de padre insatisfecha”.
Un problema adicional a aquellos es la “cascada hereditaria” que puede originarse, ya que los hijos de padres ausentes suelen repetir los patrones que aprendieron: “Aunque lo normal es que un padre quiera evitarlo, los datos sugieren que hay habitualmente una tendencia a repetir durante la vida como sujeto activos los patrones que uno padeció durante la infancia”.
Lo bueno es, como señala el autor, que tal cascada puede modificarse. En esta labor, el perdón juega un papel imprescindible y liberador que permite caminar y seguir creciendo. El resentimiento contra un padre, aún vivo o ya ausente, es inútil, porque no modifica nada, y hace que el sentimiento se convierta en algo crónico. Siempre existe un vínculo de continuidad entre nuestro presente y nuestro pasado. Aunque nunca se puede cambiar el pasado, encontrar la fuente de las heridas permite poner en su lugar las emociones, con un efecto sanador.
Estamos ante el libro de un eminente psiquiatra, pero también de un erudito en literatura, capaz de utilizar, de forma espontánea y armónica, constantes citas bibliográficas de grandes literatos que aprovecharon sus obras para reflejar el vacío interior provocado por un padre poco implicado o inexistente. Así, aparecen a lo largo de todo el texto citas de P. Auster; C. McCarthy; O. Pamuk; Kafka o Albert Camus, cuyas vidas quedaron marcadas por el “hambre de padre”. Ni la madurez personal, ni el éxito literario, ni el paso del tiempo fueron capaces de borrar esa “nostalgia de la mirada de su padre”. Lo que refleja con excelente precisión Camus, en las palabras que escribió a mano en uno de los márgenes de la obra inacabada que encontraron entre los amasijos de su coche tras el accidente de tráfico en el que perdió la vida: “He intentado descubrir yo mismo, desde el comienzo, de pequeño, lo que estaba bien y lo que estaba mal, ya que nadie a mi alrededor podía decírmelo. Y ahora reconozco que todo me abandona, que necesito que alguien me señale el camino y me repruebe y me elogie, no en virtud de su poder, sino de su autoridad, necesito a mi padre”.
María Calvo Charro
Fuente: nuevarevista.net.
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