La pandemia ha empujado a sacerdotes y laicos al mundo digital, con muchas iniciativas valiosas. Ha revolucionado la catequesis tradicional y ha agudizado el deseo de Dios
En la fase de normalización, ¿en qué ha de consistir la “desescalada espiritual”?
Desde el inicio de su pontificado, el Papa Francisco, en clara sintonía con los Papas anteriores, nos ha señalado la urgencia de redescubrir y actualizar la vocación misionera la Iglesia y de cada cristiano. En su primera Exhortación apostólica nos recordaba que “la evangelización obedece al mandato misionero de Jesús: ‘Id y haced que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo lo que os he mandado’ (Mt 28,19-20). En estos versículos se presenta el momento en el cual el Resucitado envía a los suyos a predicar el Evangelio en todo tiempo y por todas partes, de manera que la fe en Él se difunda en cada rincón de la tierra” (Evangelii Gaudium, 19). El Espíritu Santo como protagonista y motor de la misión de la Iglesia.
Desde Pentecostés, hace ya dos mil años, la Iglesia no ha tenido otro objetivo principal que llevar a los hombres el amor misericordioso de Dios, con toda la fuerza de su gracia salvadora. En cada etapa de la historia le ha correspondido a cada generación de cristianos llevar a cabo esta misión teniendo en cuenta los cambios culturales, sociales o tecnológicos, manteniendo inalterable el Depósito de la fe. En este sentido, se puede decir que la obra misionera de la Iglesia es obra de la creatividad de los santos, muchos de ellos desconocidos. La expansión de la Iglesia primitiva es expresión gráfica de lo que hemos dicho: hombres y mujeres que en su vida cotidiana y a través de las situaciones más ordinarias fueron auténticos apóstoles intrépidos del Evangelio. Recordemos la obra evangelizadora de América o de África, o la gran epopeya de san Francisco Javier en Asia.
Pero hoy estamos en el siglo XXI, muchas cosas han cambiado y vivimos en un continuo desarrollo de las tecnologías y las comunicaciones; no podemos ser meros espectadores de un mundo cambiante. Por propia vocación los cristianos estamos llamados a cambiar el mundo desde dentro, utilizando todos los medios y canales a nuestro alcance para comunicar a los hombres, nuestros iguales, la belleza deslumbrante de la fe cristiana.
“Cada generación de cristianos ha de redimir, ha de santificar su propio tiempo: para eso, necesita comprender y compartir las ansias de los otros hombres, sus iguales, a fin de darles a conocer, con don de lenguas cómo deben corresponder a la acción del Espíritu Santo, a la efusión permanente de las riquezas del Corazón divino. A nosotros, los cristianos, nos corresponde anunciar en estos días, a ese mundo del que somos y en el que vivimos, el mensaje antiguo y nuevo del Evangelio.
No es verdad que toda la gente de hoy −así, en general y en bloque− esté cerrada, o permanezca indiferente, a lo que la fe cristiana enseña sobre el destino y el ser del hombre; no es cierto que los hombres de estos tiempos se ocupen sólo de las cosas de la tierra, y se desinteresen de mirar al cielo. Aunque no faltan ideologías −y personas que las sustentan− que están cerradas, hay en nuestra época anhelos grandes y actitudes rastreras, heroísmos y cobardías, ilusiones y desengaños; criaturas que sueñan con un mundo nuevo más justo y más humano, y otras que, quizá decepcionadas ante el fracaso de sus primitivos ideales, se refugian en el egoísmo de buscar sólo la propia tranquilidad, o en permanecer inmersas en el error” (san Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 132).
Es innegable la fuerza que las comunicaciones sociales tienen en la actualidad. En muy pocos años se han desarrollado todo tipo de plataformas tecnológicas y redes de comunicación; internet forma parte insustituible de nuestra vida cotidiana. Hay cosas que ya no nos las imaginamos sin recurrir a la ayuda virtual. La fe no permanece al margen de estos avances. El cristiano que vive en medio del mundo descubre sus ventajas, a la vez sus límites.
Respecto a lo que nos estamos refiriendo, las cosas no son buenas o malas; depende del uso que queramos darles. “Desde que internet ha estado disponible, la Iglesia siempre ha intentado promover su uso al servicio del encuentro entre las personas y de la solidaridad entre todos. [...] El ambiente mediático es hoy tan omnipresente que resulta muy difícil distinguirlo de la esfera de la vida cotidiana. La red es un recurso de nuestro tiempo. Constituye una fuente de conocimientos y de relaciones hasta hace poco inimaginable. Sin embargo [...] hay que reconocer que, por un lado, las redes sociales sirven para que estemos más en contacto, nos encontremos y ayudemos los unos a los otros; pero por otro, se prestan también a un uso manipulador de los datos personales con la finalidad de obtener ventajas políticas y económicas, sin el respeto debido a la persona y a sus derechos. Entre los más jóvenes, las estadísticas revelan que uno de cada cuatro chicos se ha visto envuelto en episodios de acoso cibernético” (Francisco, Mensaje para las Jornadas de las Comunicaciones Sociales 2019).
Como sucede siempre hemos de pensar sobre el uso qué queremos dar las cosas, sabiendo que lo personal nunca puede ser sustituido. La “lógica de la Encarnación” (Dios que se hace uno de nosotros, Dios que dialoga con el hombre en el “tú a tú” de nuestra carne) no puede ser eliminado, ni suplantado por lo virtual, en nuestra labor misionera.
La adecuada distinción entre medios y fines debe estar también presente en nuestra reflexión. El fin de la evangelización es la unión con Dios, que cada hombre conozca, ame y viva el misterio de Dios. No solo en una vertiente intelectual, sino que se convierta en motor de acción; cordial. La era digital es una nueva oportunidad de actuar nuestra “imaginación apostólica” como lo supuso la invención de la imprenta o el surgimiento de los primeros medios de transporte. Y para alcanzar ese fin se nos presentan una enorme cantidad de medios, pero que no son el fin en sí mismos: y esto no debemos olvidarlo.
Ya lo advertía san Pablo VI, en el lejano 1975: “En nuestro siglo influenciado por los medios de comunicación social, el primer anuncio, la catequesis o el ulterior ahondamiento de la fe, no pueden prescindir de esos medios, como hemos dicho antes.
Puestos al servicio del Evangelio, ellos ofrecen la posibilidad de extender casi sin límites el campo de audición de la Palabra de Dios, haciendo llegar la Buena Nueva a millones de personas. La Iglesia se sentiría culpable ante Dios si no empleara esos poderosos medios, que la inteligencia humana perfecciona cada vez más. Con ellos la Iglesia ‘pregona sobre los terrados’ el mensaje del que es depositaria. En ellos encuentra una versión moderna y eficaz del ‘púlpito’. Gracias a ellos puede hablar a las masas” (Evangelii Nuntiandi, n. 45).
Aunque la reflexión sobre el uso de las redes sociales y las nuevas tecnologías lleva mucho tiempo presente en la vida de la Iglesia, ha sido con ocasión de la reciente pandemia cuando muchos sacerdotes y fieles laicos nos hemos visto empujados al mundo digital.
Por primera vez, de manera universal, en la historia de la Iglesia el culto ha sido celebrado sin presencia de pueblo; la imposibilidad de reunirnos ha revolucionado nuestra catequesis tradicional y la falta de normalidad para acudir a los templos ha agudizado nuestro deseo de Dios. Ante una circunstancia tan extraordinaria, y teniendo muy presentes a todas aquellas personas que ahora no podíamos tener delante, los sacerdotes debíamos preguntarnos: ¿qué hacemos? La situación nos pilló de improviso y quizás algunos tardaron en responder, pero desde el primer momento se sucedieron las iniciativas para que las parroquias “entraran” en los domicilios de todos aquellos que estaban confinados.
La retransmisión diaria de la Misa, el sentirse espiritualmente unidos, fue para muchas personas un auténtico empujón en esos difíciles momentos. Quizás con medios muy rudimentarios, con una escasa calidad y con falta de profesionalidad, los sacerdotes han querido responder ante esta situación. La falta de conocimientos técnicos, la conciencia de que esto les superaba no ha sido excusa para que pusieran lo mejor de sí mimos en favor de la gente.
La celebración de la Semana Santa supuso un hito histórico, convertir cada hogar en un cenáculo de oración, donde se experimentaba y se sufría el prolongado ayuno eucarístico. El recuerdo de años anteriores aumentaba los deseos de que esto pasara pronto. La oración por los difuntos a través de internet era el único consuelo que muchos encontraban cuando no habían podido despedirse de sus seres queridos o acudir a su entierro. ¡Cómo hemos agradecido todos que esto haya sucedido en un mundo digitalizado!
Junto a la celebración de la Misa, se han sucedido las iniciativas de carácter formativo por las redes. Teníamos mucho tiempo y había que aprovecharlo, era un tiempo propicio para pensar y proyectar cosas nuevas. Se han multiplicado las plataformas que permitían un contacto virtual: zoom, Googlemeet, Skype; de esta manera podíamos acudir a clases, charlas o libro-fórum, y no cortar con medios de formación que teníamos previamente. También mucha gente se ha enganchado en estas semanas redescubriendo la necesidad de formación.
Pero, sobre todo, donde se ha dado un gran crecimiento ha sido en todas las iniciativas relacionadas con enseñar o facilitar la vida de oración. Han sido muy numerosos los sacerdotes que a través de las redes sociales han colgado sus propias meditaciones, reflexiones sobre el evangelio diario o incluso han predicado retiros o ejercicios espirituales. WhatsApp se ha convertido en el canal de transmisión más importante de estas iniciativas.
Todo lo anterior manifiesta la riqueza de la vida de la Iglesia y el deseo que hay de llevar a Dios a los hombres por parte de pastores fieles. Nuestro reconocimiento para todos ellos, que han sabido “reinvertarse”, en algunos casos a pesar de su avanzada edad o falta de conocimientos previos. A pesar de las restricciones y medidas de prudencia necesarias, la Iglesia ha mantenido las puertas abiertas siendo original en sus medios. Por no hablar de toda la labor caritativa social que se ha desarrollado durante este período.
Según se va “normalizando” la situación, nos encontramos con algunas dificultades. Todos entendemos que en una situación de emergencia hay que dar una respuesta rápida, solucionando de manera inmediata los conflictos que surjan; pero eso no dura siempre; hay que tender a la vuelta en la situación original. Y, a veces, eso no es fácil, porque no todo da igual.
Se ha hablado mucho de la famosa “desescalada”, como de ese proceso de volver poco a poco a nuestra vida ordinaria. También puede hablarse de una “desescalada” espiritual. Tenemos la necesidad de volver a usar los medios digitales en su justa medida para ayudar a los demás a darles la importancia que tienen, en la consecución del bien último, que es el único que importa.
Ahora que todo comienza de nuevo, ahora que la vida se normaliza poco a poco debemos también llevar a cabo eso que llamo “desescalada espiritual”.
De la “comunicación de masas” de los medios digitales debemos pasar al “uno a uno”; como aparece en el Evangelio: Jesús alterna el discurso a las muchedumbres con las conversaciones en la intimidad del grupo apostólico. El deseo de llegar a cuantos más mejor debe venir acompañado de la importancia indiscutible de cada uno.
“Por estos motivos, además de la proclamación que podríamos llamar colectiva del Evangelio, conserva toda su validez e importancia esa otra transmisión de persona a persona. El Señor la ha practicado frecuentemente −como lo prueban, por ejemplo, las conversaciones con Nicodemo, Zaqueo, la Samaritana, Simón el fariseo− y lo mismo han hecho los Apóstoles. En el fondo, ¿hay otra forma de comunicar el Evangelio que no sea la de transmitir a otro la propia experiencia de fe? La urgencia de comunicar la Buena Nueva a las masas de hombres no debería hacer olvidar esa forma de anunciar mediante la cual se llega a la conciencia personal del hombre y se deja en ella el influjo de una palabra verdaderamente extraordinaria que recibe de otro hombre. Nunca alabaremos suficientemente a los sacerdotes que, a través del sacramento de la penitencia o a través del diálogo pastoral, se muestran dispuestos a guiar a las personas por el camino del Evangelio, a alentarlas en sus esfuerzos, a levantarlas si han caído, a asistirlas siempre con discreción y disponibilidad” (Evangelii Nuntiandi, n. 46). Lo digital y virtual no podrá suplir nunca −solo en caso de necesidad o urgencia, y por tiempo limitado a la situación− a lo personal y presencial. En el campo humano se entiende muy bien: no es lo mismo dar un beso a la foto de tu padre que darle un beso en la mejilla; no es lo mismo una conversación por Skype con tu novio que un paseo con él.
El confinamiento ha podido envolvernos en cierta comodidad, pero ¿cómo salir? Volviendo con la cabeza y el corazón a lo que es la Santa Misa: renovación del Amor de Cristo crucificado y resucitado. La Eucaristía solo se entiende desde el amor, pero en una doble dirección: de Él a mí y de mí hacia Él. Cuando estamos hablando de amor infinito de Dios por la criatura, se me hace costoso entender que por mi parte haya comodidad o acostumbramiento. Los medios extraordinarios son solo para circunstancias extraordinarias, un país no puede vivir en permanente estado de alerta; como el alma cristiana no puede vivir en continuo estado de excepción, porque el corazón tampoco puede. La experiencia prolongada del “ayuno eucarístico” nos debe llevar ahora a un deseo renovado de vivir más y mejor cada Misa; un “redescubrimiento” eucarístico que nos lleve a vivirla como centro y raíz de nuestra vida cristiana.
Pero lo mismo sucede con la oración; yo puedo escuchar −o antes leer− muchas meditaciones, comentarios al Evangelio, propuestas de lectio divina, etc.; pero la oración precisa del “tú a tú” con Dios. Recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica que “Jesús tiene sed, su petición llega desde las profundidades de Dios que nos desea. La oración, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él” (n. 2560). No nos podemos conformar con escuchar cosas sobre Dios, sino que debemos tender al diálogo con Él. A la comunión con Él.
La oración es diálogo, relación. No podemos ser meros sujetos pasivos que escuchan, eso solo es el primer paso de una iniciación que debe tender a la unión. El don de la libertad precisa no ser meros sujetos pasivos, Dios cuenta con nuestra iniciativa y nuestra respuesta. Nadie puede sustituirme en mi relación personal con Él; a la vez que la oración tiene un aspecto de combate y construcción.
Todo lo anterior puede decirse respecto a la formación, donde el elemento personal directo es importantísimo. El proceso de formación no incumbe solo a la inteligencia, necesita de la presencia de los otros, la interrelación. La formación presencial y directa forma parte de lo que antes llamábamos “lógica de la Encarnación”, y es irrenunciable para nosotros.
La formación es un proceso integral que no solo debe transmitir ideas, sino que ayuda a formar el criterio y a desarrollarse en la totalidad de su persona. El mero hecho de salir de nuestro lugar, ponernos en camino forma ya parte de la formación; el ejercicio de las virtudes es ya formación.
En este momento actual, será importante hacer consciente a cada uno de la responsabilidad apostólica personal. No somos espectadores de un mundo que va y viene, sino protagonistas. Despertar en cada uno los deseos del pescador que lleven a cabo los sueños de Dios. ¡Y para pescar hace falta mojarse!
Fernando del Moral
Fuente: Revista Palabra
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