Un número suficiente como para hacernos reflexionar sobre la sociedad que estamos fabricando
La noticia resulta estremecedora y parece increíble: “Madrid entierra a 59 fallecidos por coronavirus que no han sido reclamados por ningún familiar”. Si no hubieran puesto el dónde hubiéramos pensado en Suecia de inmediato. Porque estas cosas ya sabíamos que suceden en aquellos países nórdicos que ya no son ni protestantes ni nada y, como consecuencia, la familia no existe.
En Estocolmo cualquier muchacho que llega a la mayoría de edad, si quiere independizarse, el Estado le facilita un piso. Pero lo peor de esta noticia, que pudiera sonar a cosa rara, lo peor es que no es raro. Es más, al parecer es muy frecuente. Hasta el punto de que existen empresas que se encargan de rastrear difuntos. “Oiga, que aquí huele mal” y van estos profesionales y le entierran. Y así muchos. No tienen familia, viven solos, un completo egoísmo de vida.
Pues esto, que suena a locuras de gente del norte, ya pasa entre nosotros. 59 fallecidos en Madrid sin nadie que les llore. Alguno pensará que, con tal de ahorrarse las costas funerarias, los posibles familiares, siempre un poco lejanos, ni se dejan ver. Siempre un poco lejanos, porque un familiar cercano, hijo, hermano, esposa… por muy distanciados que estuvieran, se hacen presentes y se hacen cargo de ese familiar, fallecido, pero familiar.
Pues 59 de estos días del coronavirus en Madrid. Un número suficiente como para hacernos reflexionar sobre la sociedad que estamos fabricando. Esto era impensable hace solo 30 años, por poner un número. Siempre habría un mendigo fallecido en la calle o un viejecito en una residencia de ancianos de la Seguridad Social que no contaba con familia. Pero 59 en unos pocos meses, es como para pararnos un poco para ver qué está pasando.
Está pasando, lo he pensado muchas veces, que no hay familia. Falta en muchos casos la sociedad familiar. Cualquiera de nosotros miramos alrededor y vemos muchos “jóvenes” de 40 años que viven ella con él o él con ella, pero sin compromiso, y, por supuesto, sin hijos. Eso no es una familia. Es un compadreo de egoístas. Es una unión para jugar. Es una torpeza escondida bajo trapos de excusas. Pero no hay hijos. ¿Quién les va a enterrar? Nadie. Terminarán convertidos en cenizas, que es más barato, y luego en cualquier agujero.
No sé si hay estadísticas fiables, pero por lo que vemos entre gente conocida, un número muy importante, desde luego más de la mitad de los jóvenes en edad de casarse, conviven, pero no se casan. O sea, son incapaces de un compromiso vital. No tienen libertad suficiente como para elegir un camino, como para decidir su vida. Se creerán más libres, pero es lo contrario, son esclavos de sus debilidades. Luego, algunos, un porcentaje pequeño, cuando llevan así un tiempo, deciden casarse. Por lo Iglesia en algunos casos. Y hay que prepararlos, advertirles, esto es para toda la vida.
Como ya son mayores, malamente tienen descendencia. Algunos no casados han tenido un hijo. Un juguete. Un juguete que luego crece y ya es menos juguete, y el niño crecidito juega con ellos, y se hace el caprichoso por excelencia. O sea, en su juego de pareja han dado a luz un ser que puede terminar en monstruo, por culpa de ellos. Ellos no entendieron de libertad y qué puede llegar a entender el chaval.
Y no hay más. Ni más descendencia, ni más familia. Y se hacen viejos y no tienen a nadie. Es la sociedad que construyen estos muchachos que alguna vez han pensado que son libres.